Cortijos
J. M. CABALLERO BONALD
Cambiar la actividad propia de un cortijo por otra de muy distinta naturaleza, viene a ser como abolir tajantemente la historia social en que se enmarca. No s¨¦ si me explico, pero eso es lo que ha pasado con algunas grandes haciendas andaluzas transformadas en hoteles. Una tradici¨®n de siglos ha acabado evacu¨¢ndose, casi sin previo aviso, por los intrincados sumideros de la econom¨ªa dom¨¦stica. Es como si todo eso representara en el fondo una subrepticia estratagema contra el consabido marchamo de las fincas manifiestamente mejorables. Por supuesto que tales fincas no han saneado su hacienda gracias a haber racionalizado ning¨²n arcaico m¨¦todo de explotaci¨®n, sino por una especie de sagaz sentido de la est¨¦tica comercial. Quienes heredaron unas tierras recibidas anta?o como bot¨ªn de guerra, son los mismos que las han reconvertido en magn¨ªficos complejos hoteleros para hu¨¦spedes supuestamente pac¨ªficos. Es un viraje sociol¨®gico por lo menos inesperado. Y hasta pintoresco.
Conozco varios de esos hoteles enclavados en viejos latifundios de olivares y dehesas. Algunos son de veras espl¨¦ndidos: El Santiscal, no lejos del lago de Arcos; La Bobadilla, en la carretera de Loja a Granada; Benazuza, junto a Sanl¨²car la Mayor; El Esparragal, cerca de la sevillana localidad de Gerena; Fa¨ªn, en el camino de Arcos a Algar... Casi todas esas casonas, amuebladas con gusto impecable, son aut¨¦nticos palacios que datan de hace tres o cuatro siglos y responden por lo com¨²n a unos admirables modelos de arquitectura rural en versi¨®n nobiliaria. Las nuevas zonas ajardinadas que las circundan agregan como un refinamiento ornamental a las sobrias lontanazas campesinas. Sin duda que se trata de un suntuoso recordatorio de la a?eja cultura agraria y lo primero que salta a la vista es que los ¨²ltimos lastres feudales han sido parad¨®jicamente sustituidos por todas las exquisiteces de la hospitalidad.
Recuerdo muy bien aquellas antiguas ga?an¨ªas de los cortijos ahora primorosamente transformadas en salas de estar, comedores, vest¨ªbulos. ?C¨®mo asociarlas imaginativamente a esos l¨®bregos barracones a manera de erg¨¢stulas donde se alojaban hasta hace s¨®lo unas d¨¦cadas los braceros estacionales? Blasco Ib¨¢?ez describe en La bodega, no sin cierto regusto panfletario, aquellos inhumanos albergues de principios de siglo. Y es posible que alg¨²n hu¨¦sped no pueda eludir hoy esa despiadada imagen retrospectiva en un lugar dispuesto precisamente para las amenas holganzas buc¨®licas.
Ahora que el llamado turismo rural seduce a no pocos enemistados con las aglomeraciones urbanas y los abigarrados centros viajeros de la moda, resulta de los m¨¢s significativa la proliferaci¨®n de tan lujosos refugios perdidos por las interioridades de la campi?a andaluza. Junto a las casas de labor, de discreta familiaridad, se yerguen esas bellas mansiones donde el pasado ha quedado diluido entre el flujo de las reformas sociales y el ritmo de la competencia comercial. Verdaderamente el campo m¨¢s rentable es el que se cultiva de puertas adentro.
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