?ltimo tranv¨ªa a la memoria
Volver a los paisajes de la infancia, lejanos en el tiempo y cercanos, demasiado cercanos a la urbe voraz que sigue creciendo y aliment¨¢ndose de ellos, es un viaje amargo a lo desconocido. Hace tiempo que la ciudad devor¨® y urbaniz¨® sus arrabales, desbarat¨® aldeas y pueblos pr¨®ximos, campos de soledad, mustios collados en los que fueron creciendo verticales bosques de ladrillo y lenguas de asfalto.Hace tiempo que desaparecieron en el norte de Madrid n¨²cleos como Valdeconejos o Pe?a Grande, que hoy se conocen por los nombres de las nuevas urbanizaciones y los barrios nuevos que brotaron atra¨ªdos por la buena sombra de los pinares de la Dehesa de la Villa, uno de los reales sitios m¨¢s antiguos de Madrid, incorporado al de El Pardo, campo de batalla de la guerra civil, reducido a una extensi¨®n de 98,8 hect¨¢reas, invadido por la Ciudad Universitaria y segmentado por autopistas, avenidas y circunvalaciones, creadas para aliviar el tr¨¢fico para ponerle parches a un problema irresoluble por el desmesurado crecimiento del parque automovil¨ªstico y el acendrado h¨¢bito del homo urbanis, degeneraci¨®n o subespecie del sapiens, que se siente disminuido, inferior, sin su pr¨®tesis rodante.
Valdeconejos desapareci¨® incluso del callejero en el que la Pe?a Grande a¨²n aparece empeque?ecida. El nombre de Valdeconejos, r¨²stico y asilvestrado suburbio madrile?o de anta?o, todav¨ªa aparece mencionado en el discreto cartel de la asociaci¨®n de vecinos del barrio, que se aloja en el primer piso, que es tambi¨¦n el ¨²ltimo, de una de las ¨²ltimas casas bajas que quedan aisladas entre los nuevos bloques de la calle de la Isla de Oza, arteria principal de un archipi¨¦lago confuso y cosmopolita que incluye por estas latitudes las calles de Jamaica y de la Isla de Nelson. La calle de la Isla de Oza es, sobre todo, un estrecho de peligrosa navegaci¨®n peatonal y rodada, un paso plagado de escollos, con exiguas riberas sobre las que encallan a menudo los autom¨®viles en busca de imposible aparcamiento.
En el modesto local de la asociaci¨®n de vecinos se dan clases de macram¨¦ y otras manualidades, y en sus entornos a¨²n se percibe un rastro del viejo aroma del barrio perdido. En la calle de la Isla de Oza subsiste alg¨²n viejo merendero especializado en los guisos de conejo, animal tot¨¦mico del enclave, hoy completamente extinguido en estos pagos. La parra que da nombre a uno de estos castizos locales sigue dando sombra a las mesas de un porche que hoy queda a menos de un metro de la calzada y sus zarcillos acarician los rostros de los peatones que pasan en fila india por su acera.
En una veterana ferreter¨ªa que hace esquina desde hace algunas d¨¦cadas trata de informarse el cronista sobre el pasado del barrio y de reconstruir el mapa de los primeros veraneos de su vida. En su lejana infancia, reci¨¦n adquirida la habilidad de andar erecto sobre sus extremidades inferiores, el cronista vivi¨® largas vacaciones por aqu¨ª, en hotelitos de alquiler y en una granja propiedad de unos amigos de la familia, donde vio por primera vez gallinas y conejos vivitos y coleando, aunque no por mucho tiempo, y a los tomates creciendo en sus matas.
El matrimonio de ferreteros y el cronista enhebran una conversaci¨®n nost¨¢lgica y un punto reivindicativa sobre el tiempo perdido y se esfuerzan por encontrar referencias comunes, pistas borradas en este archipi¨¦lago azotado por todas las galernas del progreso inmobiliario. ?Qu¨¦ fue de aquellas granjas y de aquellas huertas? De los melonares, ?qu¨¦ se hizo? ?D¨®nde est¨¢ el arroyo en cuyas arenosas m¨¢rgenes fing¨ªan encarnizadas batallas navales los ni?os con barquichuelos de junco?
El ni?o que iba a ser cronista se iba de veraneo en el tranv¨ªa que enlazaba Chamber¨ª con Pe?a Grande. Valdeconejos era el campo, como proclamaban su flora, su fauna, su caser¨ªo horizontal y los oficios rurales que ejerc¨ªan muchos de sus pobladores.
El edificio m¨¢s singular de la gran v¨ªa de Valdeconejos es la iglesia parroquial de San Gabriel, una construcci¨®n ecl¨¦ctica y moderna, indecisa entre la funcionalidad y la espiritualidad, un dilema irresoluble que no motiva mucho la creatividad arquitect¨®nica.
En las calles colindantes, encajonados entre peque?os bloques de reciente construcci¨®n, se ocultan temerosas las casitas de antes, muy pocas conservan su aspecto original, las verjas pintadas de verde, las tapias encaladas y el ladrillo han ido desapareciendo sustituidas por el aluminio, el PVC y el cemento. Los jardines mermaron en favor de los garajes o se modificaron las viviendas para realquilarse o asumir ampliaciones familiares.
Los nuevos residentes, atra¨ªdos por la proximidad de la residencial Ciudad de Puerta de Hierro, reformaron las viviendas tradicionales y despersonalizaron sus chal¨¦s a su libre albedr¨ªo, al estilo helv¨¦tico, al gusto mediterr¨¢neo, con hechuras de b¨²nker o detalles presuntamente vanguardistas. Todo un muestrario de estilos y subg¨¦neros con c¨¢maras de vigilancia perimetral y puertas accionadas con el mando a distancia.
Inmuebles que parecen sentirse inc¨®modos en esta vecindad obsoleta y mestiza, entre los restos de aquel r¨²stico arrabal madrile?o de Valdeconejos, fundado por inmigrantes llegados del norte en sus carretas, que acamparon a las puertas de la ciudad hostil no con afanes de conquista, sino para ganarse el pan de cada d¨ªa.
Valdeconejos perdi¨® su nombre humilde y menestral porque sonaba mal, fatal en los remilgados o¨ªdos de los que llegaron despu¨¦s, esta vez huyendo de las apreturas de la urbe, buscando los saludables vientos y las hermosas vistas del Guadarrama, que descubrieron desde estos parajes los doctos mentores de la Instituci¨®n Libre de Ense?anza unos a?os antes de que volvi¨¦ramos a matarnos los unos a los otros, emborronando el paisaje y la historia.
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