Rivera
LUIS GARC?A MONTERO
Manolo Rivera ten¨ªa una serenidad inquieta en la luz de sus ojos, una agitaci¨®n tranquila en la sonrisa que se apoderaba del rostro con una mueca suave, como volcando en sus labios el secreto exterior de sus pensamientos. Manolo era amable, muy simp¨¢tico y muy granadino, no le importaba olvidar en cualquier momento su condici¨®n de grand¨ªsimo artista, y nos lo hac¨ªa olvidar a los dem¨¢s, en un equilibrio perfecto de admiraciones y bromas, de sorpresas est¨¦ticas y camarader¨ªa risue?a. Manolo Rivera sab¨ªa urdir la tela met¨¢lica de la amistad, la atm¨®sfera c¨®mplice y generosa de las personas que procuran entenderse con los dem¨¢s, despu¨¦s de haberle dedicado mucho tiempo a entenderse con ellas mismas, cruzando al otro lado del espejo, indagando en las sombras y en los vac¨ªos.
La Galer¨ªa Almirante de Madrid acaba de inaugurar una exposici¨®n de Manolo Rivera. Yo suelo ir a la Galer¨ªa Almirante como quien va a su propia casa, porque gracias a Teresa S¨¢nchez Alberti la sala de exposiciones se ha convertido a la vez en la memoria de la mejor tradici¨®n moral y est¨¦tica del arte contempor¨¢neo (Alberto, Matta, Ortega) y en el espacio natural de algunos artistas andaluces j¨®venes, para m¨ª decisivos, como Juan Vida. Iba a ver, adem¨¢s, una exposici¨®n de Manolo Rivera, con el recuerdo del amigo que pas¨® definitivamente al otro lado del vac¨ªo y del espejo, para acabar de comprender el misterio de las formas y del agua, de la materia y de la nada. Pero junto a la amistad, me encontr¨¦ de nuevo con la evidencia del magn¨ªfico artista que era Manolo, atrapado por la seriedad de sus inquietudes espirituales y por la indagaci¨®n cada vez m¨¢s concentrada, m¨¢s turbadora, de un camino personal, que cargaba de angustias y de sexo las formas del alambre y empujaba hipn¨®ticamente a la profundidad de sus abismos. Las obras de Manolo Rivera demuestran, m¨¢s que cualquier teor¨ªa, la contundencia del objeto art¨ªstico. Los debates entre pintura abstracta o figurativa, entre vanguardia y tradici¨®n, entre cuervos y loros, se acaban cuando un artista de verdad nos pone su obra delante de los ojos. Los prop¨®sitos convencen mucho menos que la pincelada, la forma, la materia trenzada, impuesta, convertida en experiencia del tiempo, en emoci¨®n, porque el di¨¢logo del arte, como el amor de San Juan de la Cruz, s¨®lo convence o se cura "con la presencia y la figura".
Recuerdo ahora una ma?ana en la que Manolo Rivera nos acompa?¨® a un grupo de amigos en una visita al museo de la Capilla Real. Sus explicaciones levantaban el divertido entusiasmo de Rafael Alberti, por la mezcla de sabidur¨ªa y disparate, de divinas proporciones y refranes granadinos con subido tono popular. Manolo barajaba el nombre de Le¨®n Battista Alberti con una sentencia sobre la marrana de Armilla, para explicar las presencias o las ausencias de un cuadro. Ahora yo vuelvo a emocionarme con los suyos, con la seriedad radical de sus telas de alambre y la intuici¨®n tr¨¢gica de sus profundidades, y pienso en la pedanter¨ªa superficial de muchos aspirantes a genio que confunden el rigor con la antipat¨ªa y la innovaci¨®n con el desparpajo de la frivolidad. Mereci¨® la pena conocer a Manolo y merece la pena volver a su obra.
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