Los herederos
?De qui¨¦n es la obra de un gran escritor? ?Es l¨®gico que sus herederos la puedan controlar sin l¨ªmite despu¨¦s de su muerte, que puedan tenerla encerrada en un pu?o, prohibir o autorizar su misma existencia, poner condiciones a su difusi¨®n? ?Los poemas de Luis Cernuda o, por ejemplo, las greguer¨ªas de Ram¨®n G¨®mez de la Serna deben de ser considerados un patrimonio com¨²n o nada m¨¢s que una propiedad particular, una especie de coto privado en el que solo cacen sus due?os y los amigos de sus due?os?El esc¨¢ndalo suscitado por el testamento de Rafael Alberti y por la conversi¨®n de su nombre en una marca comercial ha vuelto a sacar a la superficie estas preguntas referidas a un tema pantanoso sobre el que no se suele hablar mucho y que, sin embargo, es una de las grandes lacras de la literatura espa?ola, un veneno que la mantiene con frecuencia paralizada, presa en un mundo que vive al margen de la realidad y est¨¢ gobernado con leyes casi feudales.
Naturalmente, ni todos los descendientes son iguales ni todos los casos id¨¦nticos, pero de un modo u otro el resultado suele ser casi siempre el mismo: el conocimiento profundo de algunos escritores esenciales se ve a menudo perjudicado por razones mezquinas que van desde las m¨¢s s¨®rdidas peleas familiares a la incomprensi¨®n sistem¨¢tica de las obras y los creadores a los que representan.
La familia de Federico Garc¨ªa Lorca nunca ha tenido el m¨¢s m¨ªnimo problema en permitir la explotaci¨®n total del legado del genio, tanto cuando se ha tratado de revelar in¨¦ditos de alto inter¨¦s como de consentir una edici¨®n cr¨ªtica de los poemas intrascendentes que escribi¨® en el instituto; pero tambi¨¦n puso, durante d¨¦cadas, interminables trabas a cualquier representaci¨®n teatral o estudio biogr¨¢fico que insinuara lo que era cierto pero nada vergonzoso: su homosexualidad. No deja de ser ir¨®nico que algunas piezas dram¨¢ticas del autor de los Sonetos del amor oscuro terminasen siendo sometidas a un tupido filtro moral impuesto por sus propios defensores. No deja, tampoco, de parecer algo esquizofr¨¦nica la actitud de quienes por una parte veneran y reivindican la figura del autor de Poeta en Nueva York con un respeto emocionante, casi religioso, y por otra pretenden encubrir una parte primordial de su vida. Para ver hasta qu¨¦ punto lleg¨® en sus mejores tiempos esa obsesi¨®n, se puede comprobar c¨®mo el tema es esquivado en el famoso volumen de recuerdos de Francisco Garc¨ªa Lorca, Federico y su mundo, y se puede, tambi¨¦n, dar cr¨¦dito a algo que me cont¨® un maestro contempor¨¢neo del autor del Romancero gitano: durante su exilio en Estados Unidos, el tab¨² se hizo tan grande que si cualquier persona mencionaba en una reuni¨®n algo relacionado con la homosexualidad, aunque la historia no tuviese nada que ver con su hermano, Francisco Garc¨ªa Lorca se levantaba de la mesa y se marchaba a casa.
El caso de Valle-Incl¨¢n es justo el contrario del de Garc¨ªa Lorca, porque el suyo no es un problema de abundancia, sino de escasez: por unas razones u otras, los propietarios de sus derechos no terminan de acordar el modo de unir lo que el testamento reparti¨® entre ellos y, a estas alturas, no se han podido editar todav¨ªa unas obras completas -las aparecidas en 1954 en Plenitud son inencontrables y nada rigurosas- del creador de Luces de bohemia o Divinas palabras que todo el mundo est¨¢ de acuerdo en que son urgentes e imprescindibles. No va a ser f¨¢cil conseguirlo si es cierto que, hace poco, uno de los hijos de Valle-Incl¨¢n le dijo a un editor que acababa de proponerle la publicaci¨®n de un texto de su padre: "Si hablas con mi hermano, no le digas que yo te he dicho que s¨ª, porque entonces ¨¦l te dir¨¢ que no". Creo que fue Proudhon el que dijo que el problema del capitalismo no era la propiedad privada, sino el derecho de sucesi¨®n, y que el peor da?o no lo hac¨ªan los terratenientes sino sus herederos.
La obra de Pedro Salinas tampoco se ha llegado a reunir en su totalidad porque alguno de sus hijos se niega obstinadamente a permitir que se incluyan en ella las cartas que el poeta le envi¨® a Katherine Whitmore, la mujer a la que escribi¨® ni m¨¢s ni menos que La voz a ti debida, Raz¨®n de amor y Largo lamento y la destinataria de una caudalosa correspondencia que est¨¢ depositada en la Universidad de Harvard y que el cr¨ªtico Miguel Garc¨ªa Posada acaba de cuantificar con exactitud en su libro Acelerado sue?o: siete telegramas y trescientas cincuenta y cuatro cartas. ?Es justo que se vete a los lectores de Salinas el acceso a estos documentos y a esta parte b¨¢sica de su vida? ?Por qu¨¦? ?Qu¨¦ se pretende salvaguardar negando de este modo las evidencias: el buen nombre de la instituci¨®n matrimonial? El asunto se vuelve a¨²n m¨¢s dif¨ªcil de comprender cuando uno sabe que en ¨¦l est¨¢n involucradas personas tan admirables, sensatas e inteligentes como las que custodian el patrimonio de Salinas. O quiz¨¢s no, quiz¨¢s lo que haga ese dato es recordarnos una regla muy sencilla pero indiscutible: los sentimientos personales son lo contrario de la objetividad. Para demostralo, no hace falta m¨¢s que leer el libro de memorias de Josefina Manresa, Recuerdos de la viuda de Miguel Hern¨¢ndez, que es, por encima de todo, un fiero ajuste de cuentas con el pasado en el que acusa a Jos¨¦ Guerrero Zamora de robar el famoso dibujo del autor de Viento del pueblo que le hizo Buero Vallejo en la c¨¢rcel; acusa a Rafael Alberti de haber publicado ediciones piratas de la obra de Hern¨¢ndez en Argentina; acusa a Elvio Romero de haberse apropiado de diversos originales con la disculpa de que pensaba hacer una biograf¨ªa; acusa a la editorial Espasa-Calpe de aprovecharse de su precariedad econ¨®mica pag¨¢ndole s¨®lo tres mil quinientas pesetas por El rayo que no cesa y cuatro mil por El silbo vulnerado; acusa, en general, a casi todos los compa?eros de generaci¨®n del poeta de no hacer nada por liberarlo y de no prestarle la m¨¢s m¨ªnima ayuda a la propia Josefina Manresa, con una excepci¨®n: Vicente Aleixandre, que le sol¨ªa mandar un giro mensual de ciento veinticinco pesetas.
Hay muchos m¨¢s ejemplos, pero esos cuatro bastan para hacerse una idea del peligro que supone el que la obra de un escritor pueda ser dominada de forma categ¨®rica y durante ocho d¨¦cadas por sus parientes, sean estos quienes sean; que corra el riesgo de asociarse tanto a gente capaz de avivar su fuego como a gente capaz de sofocarlo; que sea susceptible, en los casos de peor fortuna, de ser manejada por manos sin escr¨²pulos o mentes adoquinadas. Creo que la soluci¨®n a todo esto ser¨ªa separar, de una vez por todas, los derechos econ¨®micos de los intelectuales, que los herederos leg¨ªtimos de Miguel Hern¨¢ndez, Lorca o Valle-Incl¨¢n cobren lo que les corresponda cada vez que se reedite El rayo que no cesa, cada vez que se representen sobre un escenario La casa de Bernarda Alba o Romance de lobos; que puedan escoltar sus textos hasta donde deseen cuando se trate de su promoci¨®n, cuidado o redescubrimiento; pero que no tengan la facultad de entorpecer el trabajo de los dem¨¢s sobre esos mismos textos, que no puedan impedir que se estudien, re¨²nan, antologuen o representen. Lo contrario es un disparate, es lo mismo que si los descendientes de Alexander Fleming pudieran decidir a qui¨¦nes se le puede inyectar penicilina y a qui¨¦nes no; es igual que si antes de ponerle a un ni?o la vacuna contra la rabia hubiese que solicitar la aprobaci¨®n de los bisnietos de Louis Pasteur.
Mientras esa divisi¨®n de poderes no se produzca, continuar¨¢ pasando lo que ahora pasa: nuestra cultura estar¨¢ llena de direcciones prohibidas y puertas cerradas; se seguir¨¢n oscureciendo algunas de sus regiones mientras se promocionan otras menos trascendentes que son las que est¨¢n hechas con los versitos colegiales de Lorca, con los poemas de Cernuda que ¨¦l excluy¨® -en algunos casos por su explicitud er¨®tica y en otros por su inferior calidad literaria- de La realidad y el deseo y que han terminado incorporando a su Obra completa o con la mayor parte de los manuscritos con los que se construy¨® el libro p¨®stumo de Vicente Aleixandre, En gran noche. Desde luego, lo que intranquiliza no es que estas cosas salgan a la luz, porque aunque tal vez no a?adan gran cosa a la producci¨®n de sus autores, tampoco les restan nada ni aten¨²an sus m¨¦ritos reales, igual que la belleza demoledora de El Gatopardo no va a desaparecer porque le a?adan a la nueva edici¨®n de la novela ese cap¨ªtulo titulado El cancionero de casa Salinas que ¨¦l nunca quiso incluir en el original y que ahora va a sum¨¢rsele a pesar de que sea un texto incompleto y, seg¨²n aseguran quienes ya lo han le¨ªdo, est¨¦ redactado en un estilo diferente al del resto de la obra; o igual que la magia de Borges va a seguir siendo la misma de siempre aunque no dejen de publicarle a este lado del m¨¢s all¨¢ los libros de juventud que ¨¦l detestaba y jam¨¢s quiso volver a imprimir -El tama?o de mi esperanza o Inquisiciones-; o igual que la envergadura literaria de Hemingway no va a mermar un palmo a causa de ese proyecto sin terminar e invertebrado al que se llam¨® Al romper el alba y que s¨®lo sirvi¨® para dos cosas: para que sus parientes pudiesen coger algunos d¨®lares m¨¢s de la chaqueta del muerto y para confirmar que el viejo Ernest era un gran escritor de relatos y un novelista de tercera. Pero lo que s¨ª resulta inquietante es que, de forma paralela a esta explotaci¨®n indiscriminada de la parte m¨¢s prescindible de las obras de los autores desaparecidos, se entierren otras palabras y se censuren otros hechos nada m¨¢s que para proseguir alg¨²n litigio mezquino del presente o para tapar alguna aventurilla er¨®tica del pasado: suena absurdo, pero muchas de estas cuestiones son, estrictamente, asuntos de cama.
Quiz¨¢, despu¨¦s de todo, el incongruente Proudhon tuviera raz¨®n. Quiz¨¢ muchos autores volver¨ªan corriendo a sus tumbas si resucitasen y vieran lo que ocurre con sus obras. Volver¨ªan a sus tumbas dici¨¦ndose: "?Dios m¨ªo! ?Le regal¨¦ mi cosecha a una plaga de langostas!". Por supuesto, los herederos tienen la gran ventaja de seguir a¨²n vivos y, por lo tanto, siempre pueden hacer lo que se est¨¢ haciendo en el caso de Rafael Alberti, que es echarle la culpa de todo al muerto: fue ¨¦l mismo, dicen, quien mand¨® censurar su autobiograf¨ªa; quien autoriz¨® que su nombre se convirtiese en una marca registrada; quien inhabilit¨® a su hija Aitana como futura directora de su fundaci¨®n y tach¨® su nombre del presunto ¨²ltimo tomo de La arboleda perdida; quien se lenvant¨® de la cama para redactar los diez testamentos que firm¨® en los ¨²ltimos a?os... Si por casualidad llegan a probarse ciertos rumores sobre la venta de obras gr¨¢ficas suyas falsificadas, puede que tambi¨¦n se le se?ale como ¨²nico responsable del delito.
Ojal¨¢ que las leyes cambien para impedir este tipo de abusos, porque si no es as¨ª, s¨®lo nos queda confiar en el tiempo o en la justicia, que en ocasiones son tan implacables que a algunos les puede acabar ocurriendo lo que a una mujer estadounidense que dispar¨® a su marido hace treinta a?os, pero no pudo matarlo: la bala qued¨® alojada en su coraz¨®n, en un lugar del que era imposible extraerla. A pesar de lo ocurrido, la v¨ªctima sigui¨® viviendo con su esposa y lograron rehacer su matrimonio. Qu¨¦ extra?o equilibrio: el hombre, la mujer y la bala. Ahora, tres d¨¦cadas m¨¢s tarde, la bala ha llegado por fin a su destino y ese hombre ha muerto. Y al d¨ªa siguiente de la defunci¨®n, la viuda ha sido acusada de asesinato. A veces, la verdad llega tarde, pero llega.
Benjam¨ªn Prado es escritor.
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