Chechenia
La guerra de Chechenia apenas est¨¢ suscitando atenci¨®n entre nosotros. Es ilustrativo, por ejemplo, que haya que recurrir al desv¨¢n de las cartas al director para que en los peri¨®dicos encontremos, cr¨®nicas aparte, alguna reflexi¨®n sobre el conflicto.Varias son las razones de semejante desidia. Si para unos todo est¨¢ tan claro que no merece la pena explicarse, para otros lo que se impone es la confusi¨®n y la duda. Si para unos es mejor no menear lo de Chechenia -tanto m¨¢s cuanto que cualquier aserci¨®n medianamente seria al respecto est¨¢ llamada a empa?ar la relaci¨®n con un Gobierno amigo y a dejar en mal lugar presunciones muy extendidas sobre los Estados y sus cimientos-, para otros lo que ocurre no interesa porque de por medio no se encuentran la OTAN y sus bombas. Para la mayor¨ªa, en fin, Chechenia queda demasiado lejos y es preferible cobijarse en el hast¨ªo.
Uno quiere creer, sin embargo, que el lector tiene derecho a preguntarse a qui¨¦n corresponde la raz¨®n en la Chechenia de estas horas. Para ir directamente a la respuesta eludir¨¦ ahora una cuesti¨®n enjundiosa: la de si no hay alguna trampa en la com¨²n aceptaci¨®n de la existencia de dos grupos nacionales -los chechenos y los rusos- de los que todos, por inadvertencia o por econom¨ªa, hablamos las m¨¢s de las veces. Me contentar¨¦ con subrayar que la identidad de los chechenos parece haberse fortalecido, en los dos ¨²ltimos siglos, en virtud de la acuciante necesidad de dar respuesta a las ¨ªnfulas dominadoras del imperio del norte, algo que, a diferencia de lo ocurrido en Kosovo, no parece haberse traducido en tensiones irrefrenables -no hablo ahora de los dirigentes pol¨ªticos- entre unos y otros.
Pero volvamos a la pregunta, y hag¨¢moslo adelantando que la respuesta que aqu¨ª se propone deja en mal lugar a los defensores ac¨¦rrimos de Estados. Es sencilla la argumentaci¨®n esgrimida por los gobernantes rusos para justificar su comportamiento de los ¨²ltimos a?os: comoquiera que la Constituci¨®n en vigor no reconoce el derecho de autodeterminaci¨®n, la declaraci¨®n de independencia aprobada en noviembre de 1991 por el Parlamento checheno -entonces reg¨ªa otra Constituci¨®n, la ¨²ltima de las sovi¨¦ticas, pero para el caso tanto da- fue un acto ilegal que hizo merecedoras de castigo a las gentes que lo protagonizaron. El argumento, como puede apreciarse, se asienta en exclusiva en la invocaci¨®n de las reglas instituidas por un Estado en defensa de sus propios intereses. Es como si, a la hora de calibrar la condici¨®n de un presunto delincuente, opt¨¢semos por reconocerle el derecho a establecer las leyes con arreglo a las cuales ha de juzgarse su comportamiento.
Pese a ello, la visi¨®n oficial rusa ha encontrado palpable eco entre nosotros. Ah¨ª est¨¢n, si no, los adalides de la integridad territorial de los Estados, los realistas siempre propensos a respaldar al poderoso y a eludir los problemas -mientras mueven, eso s¨ª, peones en la trastienda y se encargan de construir oleoductos para hacerse con el petr¨®leo del Caspio-, los ingenuos que acatan mansamente la demonizaci¨®n de los chechenos a la que se han entregado las autoridades rusas y, en fin, esos l¨ªderes de opini¨®n que, embelesados con nuestros ombligos, atizan el desinter¨¦s de una ciudadan¨ªa obligada a mirar hacia otro lado.
Tres son los reproches que la argumentaci¨®n oficial rusa arroja sobre la parte rival: unilateralidad de las acciones, ilegalidad de ¨¦stas y falta de compromiso con la convivencia democr¨¢tica. La r¨¦plica chechena invita, como es l¨®gico, a trascender el marco que la visi¨®n de Mosc¨² pretende imponer. Si se trata de buscar unilateralidades, ilegalidades y despreocupaci¨®n por la democracia, la conducta del gigante del norte en los dos ¨²ltimos siglos ha hecho buen acopio de todas ellas. Porque en esos tres sustantivos encajan a la perfecci¨®n una sangrienta conquista militar que concluy¨® en 1864 tras ochenta a?os de pendencias, una expresa negaci¨®n del derecho de autodeterminaci¨®n cuando la Uni¨®n Sovi¨¦tica surgi¨® en 1922, una impresentable deportaci¨®n de la poblaci¨®n chechena acometida en 1944 por Stalin, un obstinado expolio de recursos y, ya en 1991, un caprichoso criterio que, para encauzar la desintegraci¨®n de la URSS, dio en reconocer la posibilidad de secesi¨®n a las rep¨²blicas federadas mientras le era negada, en cambio, a otras unidades pol¨ªtico-territoriales.
Claro que la r¨¦plica chechena puede aducir agravios m¨¢s recientes que el lector avisado reconocer¨¢ sin problemas. Rusia ha asumido en 1994 y en 1999 dos agresiones militares en las que ha mostrado un visible desprecio de las convenciones humanitarias, en las que ha violentado de forma sistem¨¢tica derechos b¨¢sicos y en las que ha hecho gala de una ostentosa desatenci¨®n por los problemas de los desplazados. Mosc¨², por a?adidura, ha trampeado lo indecible. En 1995, el enviado especial de Yeltsin, Arkadi Volski, se?al¨® que si las opciones independentistas sal¨ªan bien paradas en las elecciones que hab¨ªan de organizarse en Chechenia, Rusia examinar¨ªa la posibilidad de reconocer una eventual secesi¨®n; las elecciones se celebraron, los soldados del contingente militar de ocupaci¨®n pudieron votar y el pucherazo alcanz¨® tales dimensiones que avergonz¨® a buena parte de la propia clase pol¨ªtica rusa.
El a?o siguiente, y al calor de las presidenciales, Mosc¨² tendi¨® la mano al entonces m¨¢ximo dirigente checheno, Zelimj¨¢n Yandarb¨ªev, quien con gran candor firm¨® un acuerdo de paz que se convirti¨® en un bal¨®n de ox¨ªgeno para Yeltsin; solventada la segunda vuelta de las elecciones, ¨¦ste orden¨® al cabo de unas horas que se reanudasen con singular intensidad, y escasa fortuna, las operaciones militares en Chechenia.
Ahora mismo, las cosas no son muy distintas. Rusia, por lo pronto, no ha dudado en quebrantar un acuerdo de paz que, suscrito en agosto de 1996, admit¨ªa un horizonte de autodeterminaci¨®n para Chechenia. ?se ha sido el objetivo de las acciones militares en curso, que en modo alguno aspiran -se diga lo que se diga- a repeler una amenaza terrorista. Para encarar esta ¨²ltima no se bombardean hospitales, mercados, refiner¨ªas y aeropuertos ni se ocupa m¨¢s de la mitad del territorio de un pa¨ªs. Bien es verdad que la explicaci¨®n oficial rusa, inequ¨ªvocamente consecuente con la razzia putiniana, parece entender que todos los chechenos son terroristas y que no hay diferencia entre el presidente elegido en enero de 1997, Asl¨¢n Masj¨¢dov, y su ultramontano rival Shamil Bas¨¢yev.
El pulso de los movimientos de Mosc¨² lo aporta el hecho de que se hayan depositado en Besl¨¢n Gantem¨ªrov, el ex alcalde de Grozni condenado y encarcelado por corrupci¨®n, las esperanzas de consolidaci¨®n de una ¨¦lite chechena fiel a los caprichos del Kremlin. Aunque, puestos a buscar desmanes, entre los mayores se cuenta la fr¨ªa decisi¨®n de colocar al lado de la muerte a muchos j¨®venes rusos que, olvidados, se hallan, con amarga claridad, entre la v¨ªctimas principales de esta guerra.
Nada de lo dicho rebaja en un ¨¢pice la condici¨®n funesta de dirigentes chechenos tan impresentables como el mencionado Bas¨¢yev, de la misma suerte que nada de lo anterior invita a olvidar que la declaraci¨®n de independencia de 1991 no fue producto de un refer¨¦ndum, sino la decisi¨®n de un Parlamento elegido en condiciones poco edificantes. Ninguna de esas circunstancias otorga legitimidad, sin embargo, a una pol¨ªtica, la rusa, asentada desde tiempo atr¨¢s en la violencia, empe?ada en ratificar viejos privilegios y dram¨¢ticamente supeditada a intereses espurios como los blandidos por los circuitos mafiosos o por el propio Putin en su designio de pasearse por el Kremlin durante los pr¨®ximos cuatro a?os.
Mal har¨ªamos si olvid¨¢semos, en suma, la responsabilidad de nuestros gobernantes. Al fin y al cabo, quien est¨¢ interviniendo militarmente en Chechenia no es otro que un Estado encabezado por gentes que han encontrado entre nosotros un decidido respaldo. La saludable, bien que ret¨®rica, preocupaci¨®n que nuestros pol¨ªticos muestran por los derechos humanos no se ha visto acompa?ada de un solo juicio que cuestione, siquiera de forma cautelosa, la visi¨®n oficial rusa sobre el problema de fondo: la autodeterminaci¨®n. As¨ª los hechos, lo suyo es sentir simpat¨ªa por quienes en Chechenia resisten con coraje frente a una formidable maquinaria militar y secundar su designio de decidir libremente el futuro.
Carlos Taibo es director del programa de estudios rusos de la Universidad Aut¨®noma de Madrid. Autor de El conflicto de Chechenia. Una gu¨ªa introductoria.
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