El fuego y los libros
LUIS MANUEL RUIZ
Quemar libros es s¨ªntoma de que se los respeta. Quien arroja libros a las llamas es porque conoce el poder de su susurro, su capacidad de alterar la direcci¨®n del alma de los hombres, y pretende abortar sus consejos para siempre en la pira, entre la madera verde y la brea. As¨ª, quemar los libros es un acto de amor impresionante: como el amante que asesina al amado porque su afecto es tan descomunal que la vida no puede sustentarlo. La pasi¨®n por destruir libros revela una pasi¨®n impl¨ªcita, rec¨ªproca, sim¨¦trica por los libros mismos.
Todas las grandes quemas de libros de la literatura y de la historia tienen el valor de moralejas, un indeleble sabor a f¨¢bula que parece que anim¨® a sus protagonistas a efectuarlas s¨®lo para que fueran recogidas en libros posteriores. En primer lugar, la quema del Quijote, el aquelarre del cura y del barbero: los libros son tan peligrosos, morgan¨¢ticos, que pueden, como un estupefaciente, alterar el intelecto de quien los consume; el libro, igual que el ¨¢rbol del para¨ªso, arranca las vendas de la visi¨®n humana y revela gigantes detr¨¢s de los molinos, fortalezas en las ventas. Las quemas de la Inquisici¨®n, con sus vistosos actos de fe, ten¨ªan por objeto, como el famoso Index, proteger al feligr¨¦s del diablo agazapado en las p¨¢ginas: porque ese ser de tinta y azufre pod¨ªa saltar sobre el alma del lector cuando menos lo esperase, como sab¨ªan Baudelaire y Poe. Julio C¨¦sar arras¨® la Biblioteca de Alejandr¨ªa como castigo a la rebeli¨®n de Cleopatra; castraba la gloria de Egipto extirpando la memoria de su sapiencia. Y mi quema favorita, la de Shi-Huang-Ti, el emperador chino que elev¨® la Gran Muralla, hundi¨® en la ceniza todos los libros de un pa¨ªs cargado de milenios para tachar el pasado. Uno no puede evitar pensar, al leer todos esos ejemplos, que se halla ante la obra de bibli¨®filos desatinados, como el psic¨®pata que remedia su falta de cari?o a pu?alada limpia.
Recientemente se ha recordado en Granada la populosa quema de libros judaicos y moriscos que ordenaron los Reyes Cat¨®licos. Hecho que nos resulta atroz por su intolerancia, pero tambi¨¦n por su irrepetibilidad: nadie quema ni quemar¨¢ m¨¢s libros en el futuro, porque los libros ya no importan. Cuando Freud supo que los cachorros de Hitler hab¨ªan inmolado sus obras en una gran hoguera prendida en el centro de Berl¨ªn, anot¨® con resignaci¨®n que algo hab¨ªa progresado el ser humano: "en la Edad Media me habr¨ªan quemado a m¨ª". Ciertamente, la Iglesia no se conform¨® con eliminar las obras del hereje Giordano Bruno, de quien tambi¨¦n celebramos aniversario, sino que a?adi¨® al autor a la lumbre: un exceso de celo innecesario. Antes, los tiranos quemaban libros y en ese acto arbitrario hab¨ªa un signo de oculta grandeza. Para borrar el pasado o corregirlo deb¨ªan sacrificarse las bibliotecas, para ser feliz hab¨ªa que prescindir de la literatura: amputar del cuerpo de la sociedad esos miembros gangrenosos que llamaban a la libertad de la fantas¨ªa y el raciocinio, a la pura sedici¨®n. Antes los libros eran perseguidos porque la gente los buscaba, porque exist¨ªan libros para masturbarse, para aprender, para disentir. Esos holocaustos nunca m¨¢s volver¨¢n a ser posibles: quemar libros ya no tiene ning¨²n significado porque la pasi¨®n por los libros se ha ido apagando lentamente, como la le?a de una fogata que se consume.
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