75 a?os del 'New Yorker', s¨ªmbolo cultural de Am¨¦rica
Cuando Saul Bellow recibi¨® este mes el premio por los logros de toda una vida dedicada a la literatura en la gran fiesta del 75? aniversario de la revista The New Yorker, daba la impresi¨®n de que era Bellow quien honraba a la revista con su presencia y no al rev¨¦s. El incierto futuro de la publicaci¨®n ha sido tema de conversaci¨®n desde que su segundo director, William Shawn, fuera sustituido por Robert Gottlieb (fue un puente hasta el r¨¦gimen de Tina Brown), a quien sigui¨® David Remnick.Resulta ir¨®nico que la revista, a la que ahora se venera en una cadena de memorias por su dorado pasado literario, nunca fuera una descubridora innovador de obras de ficci¨®n. Bellow, William Faulkner, Norman Mailer, etc¨¦tera, tuvieron que hacer antesala durante a?os antes de obtener su tard¨ªa aprobaci¨®n. A William Faulkner le indign¨® que el s¨ª de The New Yorker le llegara despu¨¦s de que hubiera recibido el Nobel.
El primer relato, Remembering Mr. Shawn's 'New Yorker', escrito con entusiasmo y admiraci¨®n por Ved Mehta, retrata a William Shawn (el padre del actor Wallace Shawn) como el caballero andante de elevada moral de la literatura. Mehta presenta en sus memorias al austero y puritano Shawn como un hombre de un gusto moral y literario impecable, cabeza de familia de The New Yorker y de la suya propia.
Relaci¨®n secreta
Por desgracia para Mehta, la redactora de The New Yorker Lillian Ross public¨® unas memorias inmediatamente despu¨¦s de que saliera su libro: Here but not here. Aunque Ross tambi¨¦n pinta a Shawn como un ser superior, su gui¨®n es muy diferente. Ross (una periodista lista y un tanto dura cuya compa?¨ªa frecuentaban Ernest Hemingway y el director John Huston) revela que ella y Shawn mantuvieron una relaci¨®n secreta que s¨®lo conoc¨ªan los enterados, y que dur¨® m¨¢s de 40 a?os, hasta que el muri¨®. Adoptaron juntos un hijo, aunque Shawn no le mencion¨® en su testamento. Shawn nunca se plante¨® dejar a su mujer; al parecer a ella se le ocult¨® su segunda vida.
Antes de que los fieles a la memoria del viejo y aut¨¦ntico The New Yorker y el maravilloso Shawn tuvieran tiempo de bufar y resoplar por el sacrilegio de Ross, aparecieron otras memorias: Gone the last days of The New Yorker, de Renata Adler.
Estamos en 1963. Renata Adler, una joven estudiante de posgrado, convence al escritor teatral S. N. Berhman de que le consiga una entrevista en The New Yorker para un trabajo en pr¨¢cticas. A pesar de "no haber le¨ªdo casi nunca The New Yorker", ni molestarse con la literatura escrita en este siglo, la desde?osa Renata consigue el trabajo. Seg¨²n su versi¨®n, enseguida empieza a aconsejar a Shawn sobre c¨®mo dirigirlo.
En el prefacio adelanta su conjetura: "En el momento de escribir estas l¨ªneas, The New Yorker est¨¢ muerto". A continuaci¨®n comienza su diatriba contra sus presuntos enemigos, los presuntos enemigos de The New Yorker, y, lo que es m¨¢s asombroso, contra sus amigos m¨¢s ¨ªntimos (considera que Lillian Ross es la que maneja el cotarro en The New Yorker).
Las batallas de los dem¨¢s son aburridas. Lo que s¨ª merece la pena se?alar es que ¨¦sta y las dem¨¢s memorias (hay m¨¢s en camino) ahora perciben su hogar perdido como el mejor para¨ªso literario de Estados Unidos. Adler escribe: "Durante m¨¢s de 30 a?os, The New Yorker fue no s¨®lo la mejor revista de su ¨¦poca, sino tambi¨¦n probablemente la mejor revista en ingl¨¦s de todos los tiempos. Lo que Renata Adler no menciona es que en 1963, el a?o en que ella entr¨® en The New Yorker, la literatura experiment¨® un sorprendente auge del que la un tanto mojigata revista no form¨® parte.
Las batallas legales contra la censura se hab¨ªan ganado en los tribunales. El sexo se hab¨ªa destapado. El arte segu¨ªa siendo abstracto, los pechos segu¨ªan sin salir desnudos en el cine norteamericano, pero la novela estaba viva y coleando. No digo que la energ¨ªa que estall¨® en la novela estadounidense en aquella ¨¦poca tuviera que ver s¨®lo con el sexo; me limito a se?alar que fue un factor.
El mejor mamotreto sobre c¨®mo estaban realmente las cosas es la edici¨®n de julio de 1963 de Esquire, que aplaud¨ªa esa explosi¨®n. Su famosa portada publicada s¨®lo unos meses antes de que el presidente Kennedy fuera asesinado retrataba a una chica del pastel traviesa levantando presumiblemente la mirada hacia Allen Ginsberg : "Mailer est¨¢ aqu¨ª. Albee est¨¢ aqu¨ª. Jones est¨¢ aqu¨ª. Nabokov est¨¢ aqu¨ª. Pero, ?qui¨¦n habr¨ªa so?ado que usted vendr¨ªa nada menos que desde el Ganges para estar en nuestra peque?a fiesta, se?or Ginsberg!".
El mapa de lo m¨¢s in en literatura de Esquire inclu¨ªa a Grove Press, Evergreen Review, los poetas beat, los puestos acad¨¦micos llamativos, The Village Voice, Story, The Hudson Review, Harper's, Dial Press, New Directions; Vogue, Mademoiselle y Harper's Bazaar publicaban unas obras de ficci¨®n sorprendentes. Hab¨ªa escritores en abundancia y ten¨ªan el atractivo que hoy tienen las estrellas de los medios de comunicaci¨®n.
La mejor descripci¨®n del sexo y la literatura antes de la revoluci¨®n son las memorias de Anatole Broyard, Kafka Was the Rage, A Greenwich Village Memoir. Son una peque?a joya, como Les Mots de Sartre, s¨®lo que menos conocidas. Broyard muri¨® demasiado joven. La familia de Broyard eran criollos que se trasladaron a Nueva York desde Nueva Orleans en la d¨¦cada de los cuarenta. Escribe:
"Cuando una chica se quitaba las bragas en 1947, estaba m¨¢s desnuda de lo que hab¨ªa estado cualquier mujer antes que ella. Era como si el tiempo o la historia hubieran estado evolucionando hacia su desnudo, ansi¨¢ndolo. Los hombres de mi generaci¨®n hab¨ªan pensado obsesivamente en su cuerpo, se hab¨ªan preparado minuciosamente para ¨¦l, hab¨ªan sido conducidos hasta ¨¦l por la gran curva de la civilizaci¨®n... El desnudo de la mujer era un objeto tan anhelado que se plant¨® delante de la cultura estadounidense, como el adorno del radiador en la capota de un coche... En 1947, unos p¨®mulos marcados eran lo mejor que pod¨ªa tener una chica, mejores que unos pechos grandes o unas piernas estupendas. El cubismo hab¨ªa alcanzado el rostro humano y a la gente del Village le gustaba hablar de la estructura ¨®sea".
The New Yorker, sexualmente mojigato, no se implic¨® en el mapa literario de la conciencia sexual. Al igual que a Time/Life y a los estudios de Hollywood de los a?os treinta y cuarenta, le preocupaba la idea de la producci¨®n en grupo; el homog¨¦neo resultado no dejaba sitio para la voz individual del escritor. La revista era verdaderamente parte de la Am¨¦rica brillante y tubular de entreguerras de la que se burl¨® Chaplin en Tiempos modernos, en la que el m¨¦todo era la virtud. The Rockettes bailaban al un¨ªsono en Radio City Hall, Billy Rose ten¨ªa sus equipos de nataci¨®n de sirenas sincronizadas y Busby Berkley sus bailarines de claqu¨¦ sincronizados de las pel¨ªculas. Time/ Life ten¨ªa su equipo de investigaci¨®n; cada art¨ªculo pasaba por numerosos borradores en papel de colores diferentes por cuadros diferentes en pisos diferentes del rascacielos Rockefeller.
The New Yorker, descrito brillantemente por Jay McInerney en Bright Lights, Big City, controlaba su producto mediante un ej¨¦rcito de comprobadores de hechos a sueldo y obsesionados m¨¢s all¨¢ de toda raz¨®n. Mientras Hollywood se inventaba un Salvaje Oeste imaginario, The New Yorker en la Costa Este se inventaba una id¨ªlica Nueva Inglaterra refinada para su consumo en Manhattan.
Su original alto estilo para "sofisticados del caviar" proven¨ªa de su irreverente fundador, Harold Ross; en los primeros tiempos ten¨ªa un aire a lo Algonquin de los felices veinte. Luego, cuando el supuesto santo William Shawn sucedi¨® a Ross en 1951, convirti¨® la revista en un refugio para el "buen gusto".
Aqu¨ª no tenemos un blas¨®n real de la reina que nos diga qu¨¦ marca de mermelada de ciruelas debemos comprar. Los discretos y escuetos anuncios de la revista serv¨ªan para eso. Puede que matricularse en las mejores universidades norteamericanas no resultara tan f¨¢cil, pero la nueva clase media pod¨ªa sin duda permitirse una suscripci¨®n a The New Yorker. De vez en cuando, la revista daba un bandazo y hac¨ªa una apuesta loca. Publicaron un extracto de In cold blood, de Truman Capote.
Y lo que es todav¨ªa m¨¢s extraordinario, The fire next time, de James Baldwin. Pero eso fue mucho despu¨¦s de que las obras de Baldwin se hubieran publicado en montones de sitios.
Babelia
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