Seis hermanas
JUSTO NAVARRO
Son seis muchachas bell¨ªsimas en el tren que va a Algeciras, y un padre elegant¨ªsimo y delgado, de luto: es un tren lleno de soldados que miran a las mujeres y apartan la vista. As¨ª se mira al sol. Viajan en un tren viejo con un gato cazador de ratones y los cristales rotos. En las estaciones del camino, entre Granada y Algeciras, las seis hermanas pasean bajo sombrillas, porque las paradas son interminables como el cielo blanco con una sola nube que anuncia el oto?o: hay higos y granadas y campos amarillos. S¨ª, debe de ser el final del verano, aunque nadie hable de fechas.
Por alg¨²n sitio de Algeciras andar¨¢n esas seis ni?as de pelo negro y labios rojos. No ser¨ªa dif¨ªcil encontrarlas: seis hijas de un hombre elegante, probablemente viudo. Yo las vi una vez, a tres de las hermanas, en un bar del puerto donde hab¨ªa ¨¢rabes y un equipo de baloncesto portugu¨¦s que cualquiera sabe c¨®mo habr¨ªa llegado hasta all¨ª.
Eran tres de las seis hermanas en el bar, pero en otro mundo, m¨¢s di¨¢fano, con menos presi¨®n atmosf¨¦rica. No puede ser: yo las vi en 1996 o 1997, camino de San Roque, y aquellas seis hermanas viajaban de Granada a Algeciras en 1950.
Las vio Truman Capote, el de A sangre fr¨ªa, y yo lo leo en un libro titulado Los perros ladran, en la jornada de reflexi¨®n, ese d¨ªa que da a las elecciones un aire sagrado, ritual: las cabinas parecen confesionarios y las urnas son cofres eclesiales donde se depositan los deseos. Truman Capote viaj¨® entre Granada y Algeciras en 1950, en un tren tan lento que las mariposas entraban y sal¨ªan por las ventanas y revoloteaban entre los viajeros. Pero alguien tuvo que conocer al caballero y sus seis hijas, y saber la historia de la madre desaparecida, y la historia del hombre y las seis mujeres. Es el principio de un cuento, que siempre es un momento de resplandor.
Hay algo m¨¢s sorprendente en este libro: un encuentro de Capote con la escritora francesa Colette, en Par¨ªs, una tarde de junio. Me trae un recuerdo, otro bar, una cervecer¨ªa alemana o inglesa, extranjera, cualquiera sabe ya, frente al puerto de Almer¨ªa, en otro lugar encantado, fuera de sitio o fuera del tiempo, al anochecer. Hab¨ªa un extranjero, un sombrero blanco sobre la mesa, una cabeza pelada que una vez fue rubia, una sonrisa siniestra, Mister Misterio o Mister Catafalco, el se?or Hyde reci¨¦n salido de la casa del doctor Jekyll, un hombre muy parecido a las fotos de Truman Capote: ojos clar¨ªsimos que vieron ahorcar a dos hombres. Y aquel hombre dijo en un ingl¨¦s pastoso e imposible:
-Y para m¨ª otra y un whisky.
Yo hab¨ªa pedido una cerveza y aquel Truman Capote ped¨ªa otra y quer¨ªa que la pagara yo. Y yo la pagu¨¦, y tres m¨¢s y tres whiskys, y a cambio me regal¨® un pisapapeles barato, uno de los dos que guardaba bajo el sombrero. Aqu¨ª est¨¢, en mi mesa.
Yo s¨¦ que aquel hombre no era Truman Capote porque Capote hab¨ªa muerto en 1984 y aquello fue en 1991. Pero ahora leo el encuentro de Capote con Colette, la francesa que le contagi¨® el gusto por coleccionar pisapapeles, y miro mi pisapales (est¨¢ roto: se me cay¨®) y pienso en las coincidencias, ese misterio.
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