Piel de nazi JACINTO ANT?N
Busqu¨¦ refugio en un portal con el uniforme de capit¨¢n nazi arrugado, las botas sucias y el ¨¢guila de la gorra aguantada apenas por un ala. La noche giraba a mi alrededor amenazante como un remolino. Record¨¦ confusamente c¨®mo hab¨ªa llegado a esa situaci¨®n absurda y peligrosa.Fue por culpa del libro The nazis, de Piotr Uklanski, que recomendaba el suplemento Tentaciones. Consegu¨ª la obra, que consiste en 250 p¨¢ginas de fotograf¨ªas de actores de cine que se han caracterizado alguna vez de militares alemanes de la II Guerra Mundial. Est¨¢ todo el mundo, no crean: desde Errol Flynn hasta Harrison Ford pasando por Richard Burton, Lee Marvin, Dirk Bogarde, Marlon Brando, Peter O'Toole y Robert Redford. Incluso salen retratados con uniforme nazi Jerry Lewis y Ronald Reagan. La verdad, reflexion¨¦, es que esa indumentaria imprime car¨¢cter: todos, sin excepci¨®n, compon¨ªan nazis veros¨ªmiles. Me pregunt¨¦ qu¨¦ pinta har¨ªa yo llegado el caso.
Resulta que adem¨¢s hab¨ªa le¨ªdo hace alg¨²n tiempo un art¨ªculo muy interesante en The Independent en el que se analizaba con cierta sorna la obsesi¨®n de los actores brit¨¢nicos por interpretar papeles de nazi. Se?alaba el art¨ªculo que lo m¨¢s perturbador es lo bien que lo hacen. Pocos nazis de la vida real, es cierto, arrojaron una imagen tan convincente como, por ejemplo, el oficial de las SS que compone Ralph Fiennes en La lista de Schindler. Y ?acaso el mismo Hitler lleg¨® a las cumbres hamletianas de sombr¨ªa introspecci¨®n que alcanzaron encarn¨¢ndolo Alec Guinness, Anthony Hopkins o Ian McKellen?
Hacer de malo -y qu¨¦ m¨¢s malo que un nazi- atrae mucho, y si a eso se a?ade un bonito uniforme, pues miel sobre hojuelas. Medit¨¦ si vestir la indumentaria del III Reich influir¨ªa en el estado de ¨¢nimo, la seguridad en uno mismo y, no s¨¦, la militancia pol¨ªtica. ?Modificar¨ªa la actitud de los que te rodean? El estar en fechas de carnaval y la circunstancia de que mi cu?ado hab¨ªa montado una multitudinaria fiesta de disfraces en su casa me ofrec¨ªa la posibilidad de experimentar en vivo sobre el asunto.
Me fui a Casa Peris a alquilar un traje de nazi. No les sorprendi¨®: tambi¨¦n tienen el de alabardero de la Guardia Suiza. Me ofrecieron diversas posibilidades. Me prob¨¦ el negro uniforme de sturmbannf¨¹her SS, pero me asust¨® lo que vi en el espejo. As¨ª que acab¨¦ llev¨¢ndome -por 13.000 cucas, botas de montar y pistolera incluidas- un traje de capit¨¢n de la Wehrmacht que me sentaba como un guante.
Me pase¨¦ un poco por casa disfrazado, para irle dando forma al cuerpo. Aprovech¨¦ para salir a la terraza y dejarme ver: nunca est¨¢ de m¨¢s aumentar el respeto entre los vecinos. Ya entrado en el papel, encontr¨¦ que a mi uniforme le faltaban condecoraciones -vale ir de malo, pero con un toque heroico- y fui a Militaria, donde tienen las mejores cruces de hierro de Barcelona, a ver si pillaba una. Me dijeron que sal¨ªan a 10.000 pesetas las de segunda clase y a 20.000 las de primera. Por el dinero que llevaba no me daban m¨¢s que una insignia de cantinera en la campa?a de Narvik. Regres¨¦ a casa y trat¨¦ de recortar una cruz de hierro a partir de una lata de cerveza, como hab¨ªa visto hacer a un submarinista alem¨¢n en La guerra de Murphy, pero me cort¨¦. Mientras me vendaba el dedo se me ocurri¨® cu¨¢l iba a ser mi personaje: el conde Claus von Stauffenberg, el apuesto y valeroso coronel que llev¨® a cabo el atentado contra Hitler del 20 de julio de 1944. Stauffenberg perdi¨® la mano derecha, dos dedos de la otra y el ojo izquierdo con el Afrika Korps en T¨²nez, pero se apa?¨® bastante bien para meter una bomba en el cuartel general del F¨¹hrer. Mi idea era brillante: de oficial nazi, s¨ª, pero opuesto al r¨¦gimen; confiaba en que la gente valorar¨ªa el matiz.
March¨¦ hacia la fiesta contento como unas pascuas como si me fuera a invadir Polonia. Mi pareja desentonaba un poco porque eligi¨® ir de rockabilly, pese a que yo le suger¨ª vestir de empleada del mes del Salon Kitty. Ya en la fiesta observ¨¦ de entrada que la gente se cohib¨ªa ante mi uniforme. Es verdad que yo estaba impresionante, aunque me costaba aguantar la maleta de la bomba con las manos vendadas y calcular las distancias con un parche en el ojo. Me acerqu¨¦ a la mesa de las bebidas y todos se apartaron. Ped¨ª schnaps, y urg¨ª: "schnell!, ?r¨¢pido!". Qu¨¦ bonito es mandar. Los dem¨¢s invitados me evitaban. Y no es que me faltara conversaci¨®n: hab¨ªa memorizado largas parrafadas sobre entomolog¨ªa y caballos muertos de Radiaciones, los diarios de J¨¹nger. Intercambi¨¦ unas palabras con un tipo disfrazado de Pinochet, de largos colmillos. Me fui entonando, y al observar unas jovencitas en lontananza avanc¨¦ arrollador, en plan panzerdivision de Von Rundstedt: Angriff! Pero eran suecas; mala suerte: neutrales. Me acerqu¨¦ luego sigilosamente a un hippy que liaba un porro. "Heil Hitler!", ladr¨¦. Acongojado, levant¨® la mano torpemente para contestar al saludo y se le cay¨® toda la mixtura.
Desde un rinc¨®n de la fiesta, observ¨¦ con suficiencia el teatro de operaciones. "Todo el mundo se disfraza de lo que lleva en su interior", me hizo notar entonces un individuo siniestro caracterizado de piloto egipcio suicida. "?No ha le¨ªdo a Nietzsche?: 'Tu alma tiene sed de estrellas, pero tambi¨¦n tus malos instintos tienen sed de libertad". Me alej¨¦ sobresaltado y hall¨¦ refugio entre un cuarteto disfrazado del grupo Abba, al que hab¨ªan reforzado las dos suecas, embargadas de emoci¨®n patri¨®tica, y una bailarina de can-can. Confraternizamos y bail¨¦ un rato con ellos, entrechocando ruidosamente los talones; pero el uniforme nazi, aunque elegante, no est¨¢ hecho para el techno. La verdad, empezaba a notar, no est¨¢ hecho para ser feliz.
La fiesta sub¨ªa y yo bajaba. El traje me oprim¨ªa el alma. Cuando comenc¨¦ a explicar deprimentes historias del frente ruso me pareci¨® que era hora de marcharme. Decid¨ª volver a casa andando. Unos skins me saludaron brazo en alto desde la acera de enfrente. Al pasar ante un edificio okupado se encendieron las luces y o¨ª gritar: "?Un nazi, t¨ªo, he visto un nazi!". Apret¨¦ el paso. Me segu¨ªan. Entonces me ocult¨¦ en un portal y, hecho un ovillo, me rindieron el cansancio, el miedo y la mezcla de schnaps y gin tonic.
Despert¨¦ sobresaltado: ah¨ª estaban. Descendieron de un viejo citro?n negro. La chica se parec¨ªa a Lucie Aubrac y el hombre luc¨ªa un perfil de Jean Moulin. L'arme¨¦ des ombres. Mientras alzaban las pistolas clam¨¦ que yo era antinazi y el uniforme una farsa. Los disparos rasgaron la noche y vi estupefacto c¨®mo se abr¨ªan tres agujeros en mi guerrera gris, a la altura del pecho. Met¨ª un dedo en uno de ellos y, mientras ca¨ªa hacia un vac¨ªo sin fondo ni sue?os, me embarg¨® la reconfortante sensaci¨®n de volver a notar mi propia piel.
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