La lecci¨®n de las ruinas RAFAEL ARGULLOL
Cuando a mediados del siglo XVIII Johann Joachim Winckelmann recurri¨® a "una noble simplicidad y una serena grandeza" para definir la esencia de la escultura griega, se abri¨® paso simult¨¢neamente en la Europa septentrional un peculiar proceso de interpretaci¨®n y apropiaci¨®n de la antig¨¹edad cl¨¢sica. Era, tambi¨¦n, la culminaci¨®n de la mirada transfiguradora con la que la cultura europea ha contemplado el mundo antiguo. Desde la asunci¨®n compleja, tensa, contradictoria, operada por el humanismo italiano a la dr¨¢stica idealizaci¨®n neocl¨¢sica, una paulatina estilizaci¨®n caracteriza el reencuentro con la antig¨¹edad. Tras la decadencia intelectual y art¨ªstica de la Italia renacentista, y la medida en que se deslizan hacia el norte los centros de gravedad de la cultura, la visi¨®n del arte cl¨¢sico se vuelve cada vez m¨¢s abstracta y purificadora.Es as¨ª como, finalmente, suspendidos fuera del tiempo y ajenos a su destrucci¨®n, pueden surgir los templos inmaculados y las estatuas heroicamente tranquilas que cruzan las p¨¢ginas de Winckelmann. Es as¨ª, tambi¨¦n, como se forja una determinada nostalgia de Grecia, en parte libresca, pero asimismo, en muchos casos, esencial y fundamentadora, capaz de oponer la imagen m¨ªtica de un arquetipo pr¨ªstino y perdido a la imagen real de una cotidianidad aniquiladora: la nostalgia, entonces, metamorfosea la historia hasta hacer del pasado, irrecuperable pero insuperable, la fuente del deseo totalizador del esp¨ªritu.
Distinta a la n¨®rdica es, por lo general, la mirada mediterr¨¢nea sobre la antig¨¹edad. No hay opci¨®n, en ella, para las estatuas y columnas inmaculadas. No hay tampoco una visi¨®n atemporal y purificadora que salvaguarde la imagen invencible de los restos antiguos. ?stos, por el contrario, deben ser mostrados en su impureza, en su temporalidad, en su corrupci¨®n. En las pinturas y grabados, las ruinas se cubren de maleza, las l¨ªneas ordenadas y rectil¨ªneas dejan paso al retorcimiento de la curva, la claridad conceptual es sustituida por la distorsi¨®n pl¨¢stica.
La decadencia, la destrucci¨®n, la rotura obrada por el tiempo en el seno de la vieja grandeza no debe ser ocultada mediante un filtro idealizador, sino mostrada en su contundente materialidad, en su perversa sensualidad. Las cabezas decapitadas y los torsos mutilados no admiten una recomposici¨®n intelectual, sino que reflejan la lecci¨®n, viva todav¨ªa, de un esplendor desvanecido.
La mirada es distinta porque el punto de vista es distinto, y esa diferencia alcanza por igual a pintores y a poetas. Como las im¨¢genes de Winckelmann, los sue?os po¨¦ticos de H?lderlin, Keats o Shelley son estilizados, abstractos, simb¨®licos. Para Leopardi o Val¨¦ry, para Cernuda o Riba, la antig¨¹edad cl¨¢sica dif¨ªcilmente puede ser reducida a un arquetipo sin m¨¢cula. La evidencia directa, sensorial, de las grandes realizaciones del pasado, as¨ª como su implacable deterioro, les impide alimentar la imagen labrada por la nostalgia n¨®rdica. Su b¨²squeda de identidad con el pasado -tan perentoria, cuando menos, como la de los poetas alemanes e ingleses- se basa en el reconocimiento de su claroscuro, de su plenitud, pero tambi¨¦n, y en propia carne, de su ocaso.
S¨®lo en apariencia es parad¨®jico que frente a la claridad irreal de la mirada n¨®rdica, que busca una luz di¨¢fana desde las sombras boscosas, la mirada mediterr¨¢nea al propio pasado prefiera la ambig¨¹edad tensa del claroscuro. Las causas de esta preferencia remiten a las din¨¢micas de identificaci¨®n que, expl¨ªcita o impl¨ªcitamente, rigen en la cultura latina. Cuando el mismo Renacimiento italiano se plante¨® reabsorber la antig¨¹edad grecorromana para cimentar una nueva civilizaci¨®n, su visi¨®n del mundo cl¨¢sico dist¨® mucho de la que, luego, tendr¨ªa el neoclasicismo alem¨¢n.
El arte antiguo no fue arrancado de sus tierras vencidas para ser elevado al altar del ideal, sino que fue considerado el legado que esas mismas tierras ofrec¨ªan, a trav¨¦s de siglos de devastaci¨®n y barbarie, a sus pobladores futuros. Desde Petrarca en adelante, este legado es motivo de dolor, de esperanza, de combate: el esp¨ªritu de la antig¨¹edad se reencarna, con sus monumentos y sus ruinas, con su esplendor y su decadencia, en las mismas orillas mediterr¨¢neas que lo procrearon.
La mirada n¨®rdica tiende a idealizar y a estilizar. Necesita, al mirar hacia atr¨¢s, un paradigma, una Edad de Oro absoluta en la que medir su propia ansia de alcanzar un nuevo paradigma, una nueva Edad de Oro. La ausencia del sentimiento f¨ªsico, inmediato, palpable, de los vestigios cl¨¢sicos le mueve a desear lo todav¨ªa inalcanzable y a anunciar en t¨¦rminos totalizadores tanto el pasado ya perdido como el futuro por venir.
La mirada mediterr¨¢nea es m¨¢s sensorial, m¨¢s esc¨¦ptica, m¨¢s ¨ªntima. Se nutre de parajes demasiado pr¨®ximos -la antig¨¹edad, el propio Renacimiento- como para enga?arse sobre los ciclos de auge y declive que, mutuamente deudores, trazan la historia humana. Sue?a, como ocurre en las Elegies de Bierville de Carles Riba, con "Orfeu a la porta oberta de l'Ombra", y aunque se dirige hacia el pasado con la secreta esperanza de revivir su grandeza no ignora la relatividad de toda nueva victoria.
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