Las normas de la casa del sidrero ?NGEL FERN?NDEZ-SANTOS
Se ha estrenado aqu¨ª hace poco -y a destiempo oportunista, pues se dio a conocer en Venecia a finales del ¨²ltimo verano y se rescata ahora, cuando esta misma noche puede convertirse en la ganadora de alg¨²n premio Oscar, y eso vende- una singular pel¨ªcula estadounidense titulada Las normas de la casa de la sidra. As¨ª es de enrevesado el t¨ªtulo de la novela de donde procede, que en Espa?a se retorci¨® un poco m¨¢s hasta convertirse nada menos que en Pr¨ªncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra, bonito y ampuloso saludo ritual con que el fascinante hombre eje del relato, Wilbur Larch, un m¨¦dico adicto a la droga honda del chute de ¨¦ter, director libertario de un orfanato y pionero abortista, que interpreta llevado por un vendaval de genio Michael Caine, arenga a los ni?os a la deriva que recalan en la enorme y destartalada casona que gobierna.El gui¨®n del filme est¨¢ firmado por el propio escritor de la novela, John Irving, pero desde las p¨¢ginas de un libro suyo, Mis l¨ªos con el cine, que tambi¨¦n Tusquets, editora de la novela, acaba de publicar aqu¨ª a la sombra de la pel¨ªcula, puede tirarse de algunos hilos que nos ponen ante m¨¢s tinta de m¨¢s plumas que la suya en la larga etapa de formalizaci¨®n y redacci¨®n de la escritura del hermoso filme. Irving cuenta sus trabajosos tira y afloja, a lo largo de m¨¢s de veinte a?os de aprendizaje de las ra¨ªces escritas del cine, con renombrados productores, actores y directores, entre ellos celebridades de la talla de Irving Kershner, Tony Richardson, George Roy Hill, Phillip Borsos, Paul Newman, Glenn Close, Robin Williams y, adem¨¢s de Borsos, que se muri¨® a la mitad del largo camino, los otros tres directores que trazaron la quebrada l¨ªnea de la conversi¨®n de la sidra de papel en sidra de celuloide: el chino Wayne Wang, el ingl¨¦s Michael Winterbottom y, director definitivo, el sueco que nos regal¨® la preciosa Mi vida como perro, Lasse Hellstrom. Hay en el filme gotas de esencia de cine desprendidas de los ojos de estos artistas.
Cuenta Irving que la pel¨ªcula, tal como sali¨® de la moviola de Lasse Hellstrom, le encanta, pero tengo dudas acerca de lo que este encanto encubre, porque este libro, aparentemente tan anecd¨®tico y simplote, est¨¢ lleno de recovecos y es en s¨ª mismo un recoveco, una respuesta esquinada y algo sombr¨ªa a la luminosa existencia de la pel¨ªcula. Al sidrero John Irving le gusta el filme deducido de su sidrer¨ªa, pero su reflexi¨®n posterior da la impresi¨®n de tener algo de ajuste de cuentas, no s¨¦ si consciente, con el cine en cuanto tal y escapa de ¨¦l un oscuro resentimiento contra su conquista, a lo largo de quince a?os de trabajo, del conocimiento de que una pel¨ªcula tiene muy poco que ver con una novela, por mucho que se inspire en ella y sea deudora argumental de su trama.
Esta mala mar de fondo de Mis l¨ªos con el cine se nota en que Irving aborda casi de pasada, como si la cosa no fuera con ¨¦l, las composiciones de los personajes, y sobre todo la del m¨¢s vivo, complejo y b¨¢sico de todos, Wilbur, el m¨¦dico abortista ideado por Irving y representado en la pantalla por Michael Caine, cuando parece obvio que es en esto, en la sutil y grave transformaci¨®n por el cine de su criatura, en lo que el novelista debe sentirse m¨¢s concernido. ?Quiz¨¢s est¨¢ Irving, y con fundamento, herido, ofendido o asustado, por el descubrimiento de que la pel¨ªcula de Caine sea otro arte, otra creaci¨®n que la de su novela, y no quiere rozar una, para ¨¦l, tan vidriosa usurpaci¨®n? ?Ha digerido el novelista, que necesit¨® decenios para esbozar palabra a palabra el poderoso personaje, la impertinencia, situada en el borde de la injusticia, de que en unas pocas semanas, con cuatro golpes de brocha gestual, un genio intruso llamado Michael Caine haya redoblado el alcance de su Wilbur y, convirti¨¦ndolo en otro, haya multiplicado su verdad, su hondura y su gracia?
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