Internet, Tocqueville y el genio del lugar.
El inicio del m¨¢gico 2000 desencaden¨® una aguda fiebre del oro digital, a la busca desaforada de frescos capitales que invertir en los nuevos yacimientos electr¨®nicos de las cuencas burs¨¢tiles. As¨ª se invert¨ªa el previo clima de opini¨®n, pues si la d¨¦cada pasada estuvo ensombrecida por negros presagios de pesimismo crepuscular (sociedad del riesgo, fin del trabajo, posmodernidad), el cambio de siglo parec¨ªa favorecer confiadas demostraciones de optimismo desbordante, como si el providencial Progreso se hallase a la vuelta de la esquina, tra¨ªdo por la mano de esta nueva Fortuna que es la diosa de la Raz¨®n Digital. Luego, los especuladores despertaron de su primer sue?o dorado, alertados por la sentencia contra Microsoft, y la fiebre digital comenz¨® a caer por el tobog¨¢n de las convulsiones burs¨¢tiles. Pero no por eso ha cesado la fe cuasi religiosa en las virtudes redentoras del determinismo tecnol¨®gico, sacralizador de la modernizaci¨®n. Y tanto es el ardor digital que pudiera parecer c¨®mico, pero la experiencia ense?a que de estos espejismos colectivos cabe esperar algunos efectos perversos.
As¨ª que, por pura sensatez, habr¨¢ que desmitificar Internet. Al decir esto no pretendo despreciar la evidente utilidad del invento. Se trata de un medio de comunicaci¨®n que va a potenciar sobremanera la densidad de los intercambios al reducir sus costes de transacci¨®n. Pero de ah¨ª a erigirlo en una especie de nueva Enciclopedia Universal, por analog¨ªa con aquella que propag¨® la Ilustraci¨®n del Ochocientos, media un abismo. Es verdad que ambos constructos geom¨¦tricos, la Enciclopedia e Internet, se erigen como altar cartesiano a la diosa Raz¨®n: me conecto, luego existo, piensa el internauta. Pero la Enciclopedia de Diderot se propuso emancipar al g¨¦nero humano, liber¨¢ndolo del Antiguo R¨¦gimen oscurantista Y lo ¨²nico que pretende Internet es ganar dinero al estilo de Disneylandia, vendiendo hasta oscurantismo si hace falta. Por eso resulta ingenuo creer que se podr¨ªa emancipar a los excluidos conect¨¢ndolos a Internet, como si en esta Jauja virtual habitase el esp¨ªritu de los Reyes Magos.
John Gray ha se?alado que la creencia en las virtudes m¨¢gicas de Internet es no s¨®lo producto de la ideolog¨ªa neoliberal, que reduce la complejidad de las interacciones humanas al modelo del intercambio de mercado, sino adem¨¢s un puro mimetismo de la cultura estadounidense, cuya singularidad no es trasplantable al tejido social europeo. Como lamentan con envidia nuestros gobernantes, Europa presenta un considerable retraso en materia de nueva econom¨ªa digital respecto a Estados Unidos. Pues bien, cabe imaginar que, por causas culturales, semejante retraso no se podr¨¢ reducir f¨¢cilmente. Internet gusta m¨¢s a los estadounidenses que a los europeos porque se ajusta como anillo al dedo al modo de vida y al tipo de relaciones personales que estructuran su sociedad. Y en esto Internet se comporta igual que las ventas por correo que le sirven de modelo. As¨ª como en Europa las ventas por correo han representado siempre una proporci¨®n muy baja, en Estados Unidos suponen una fracci¨®n muy elevada de las ventas totales. ?Por qu¨¦? La respuesta est¨¢ en la excepcionalidad estadounidense: el esp¨ªritu de frontera obligaba a los pioneros a vivir aislados unos de otros y dispersos por un territorio hostil; de ah¨ª que, al no poder estrechar lazos permanentes cara a cara, debieran recurrir al correo y al tel¨¦grafo primero, despu¨¦s al tel¨¦fono y hoy a Internet, para poder mantener sus precarias relaciones a distancia, aliviando as¨ª su propensi¨®n a retraerse en el encierro de su privacidad. Los europeos, en cambio, nunca han vivido aislados en las praderas, sino siempre estrechamente integrados en sus comunidades locales de pertenencia: pueblos, calles, barrios, mercados, ciudades y hasta naciones, por provincianas que sean. Por eso los europeos, satisfechos con las permanentes relaciones cara a cara que les vinculan unos a otros (redes primarias de amistad, ayuda mutua y solidaridad), no han necesitado en igual medida medios t¨¦cnicos capaces de relacionarles a distancia (excepto el tel¨¦fono m¨®vil, que les une a sus redes comunitarias).
Pero hay m¨¢s, pues tambi¨¦n influye el famoso efecto Tocqueville, descubierto por el insigne autor cuando se maravill¨® ante la efervescente propensi¨®n a asociarse que demostraban los yanquis. Como es sabido, ¨¦l identific¨® las bases sociales de la democracia con el proverbial furor asociativo que por doquier ejerc¨ªan los estadounidenses, participando activamente en toda clase de foros, clubes, sectas, fratr¨ªas y dem¨¢s redes capaces de interconectarles: ayer ingresando en asociaciones secundarias y hoy tambi¨¦n enchufados a distancia en los chats de Internet. Pero en todos los casos puede percibirse la misma necesidad de conexi¨®n, como recurso terap¨¦utico o red de protecci¨®n capaz de salvarles del aislamiento y la incomunicaci¨®n. Los europeos, en cambio, como nunca se sienten aislados, sino confortablemente integrados en sus redes primarias de solidaridad comunitaria (sobre todo los que pertencen a contextos latinos o mediterr¨¢neos), s¨®lo recurren a las asociaciones secundarias por conveniencia utilitaria, y no por terapia existencial. En suma, si los estadounidenses han inventado la conexi¨®n a Internet es para poder disponer de un suced¨¢neo que les supla su vac¨ªo de aut¨¦nticos v¨ªnculos interpersonales. Pues as¨ª como los europeos contamos con una s¨®lida cultura p¨²blica estrechamente vinculante, tradicionalmente identificada con el ¨¢gora de la polis o la plaza mayor que dota de sentido a la vida ciudadana, nada de eso sucede en Estados Unidos, aut¨¦ntico desierto ciudadano donde lo p¨²blico brilla por su ausencia y s¨®lo predomina la dispersa privacidad diseminada.
Y esta enfermedad americana puede diagnosticarse como un d¨¦ficit de ciudadan¨ªa. El ciudadano es quien se identifica con la ciudad en cuya vida urbana participa y se arraiga. Pues bien, los estadounidense carecen de sentido de la ciudad, pues su experiencia hist¨®rica les mueve al desarraigo y la huida de toda ciudad. Al respecto, Borja y Castells (en su libro Local y global, Taurus, 1997) citan la Geography of Nowhere de Kunstler, que identifica las cuatro grandes oleadas hist¨®ricas de deserci¨®n urbana estadounidense. Primero, la emigraci¨®n a Am¨¦rica para escapar de las ciudades europeas. Despu¨¦s, la marcha hacia el Oeste y la colonizaci¨®n de la frontera. Luego, el abandono del centro de la ciudad por las clases medias para refugiarse en las periferias ajardinadas. Y ahora, por ¨²ltimo, la desestructuraci¨®n de las ¨¢reas suburbanas que se realinean formando ciudades-orilla a lo largo de los ejes de las autopista, ya sean viales o inform¨¢ticas. Aqu¨ª cobran sentido Internet, Tel¨¦polis y la imaginaria ciudad virtual, donde la aut¨¦ntica vida ciu-
dadana con sus contactos carnales parece quedar por completo fuera de lugar.
Pues, en efecto, el problema es el lugar, la localidad. Si el estadounidense se siente tan desarraigado como un desertor errante es porque carece de lugar: su verdadero sitio es nowhere. Y siempre est¨¢ huyendo de alguna parte: de su origen europeo, de los indios de las praderas, de los negros del gueto urbano, de sus conciudadanos m¨¢s pobres. De ah¨ª que vague de un sitio a otro, sin arraigar en lugar alguno y flote a la deriva, recalando fugazmente en cualquier parte como sucede al navegar aleatoriamente por la red. ?De qu¨¦ huye el desertor urbano estadounidense que corre a perderse por los sites de Internet? Si se me permite la met¨¢fora, creo que huye del genio del lugar. Con esta figura me refiero al genius loci cantado por Alexander Pope, que deb¨ªa presidir el dise?o del jard¨ªn paisajista que los prerrom¨¢nticos ingleses opusieron al racionalista jard¨ªn franc¨¦s. El localista jard¨ªn ingl¨¦s, para huir del laberinto cartesiano, busca identificarse con la verdadera naturaleza del lugar, tratando para ello de recrear su aut¨¦ntico genio interior. Pues bien, de quien buscan huir los estadounidenses, al perderse en el global laberinto cartesiano de Internet, es del genio local: sea el fantasma de sus or¨ªgenes europeos, el esp¨ªritu de los ind¨ªgenas masacrados en las praderas o el genoma de las razas excluidas por el canon wasp. Pues el estadounidense teme ser como Dr¨¢cula, que carece de reflejo, o Peter Pan, que no tiene sombra: un ser ingenuo, sin estirpe ni genius loci, carente de identidad. De ah¨ª que salga fuera de s¨ª, conect¨¢ndose a una red para redimir su propia falta de lugar.
Enrique Gil Calvo es profesor titularde Sociolog¨ªa de la Universidad Complutense.
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