Encuentros con Douglas Sirk PON? PUIGDEVALL
Encontr¨¦ las palabras en un libro reciente de Vicente Molina Foix, El novio del cine, un libro peligros¨ªsimo porque contagia aquella enfermedad llamada cineman¨ªa. Encontr¨¦ la cita en el cap¨ªtulo titulado 'Llorar', despu¨¦s de ver una vez m¨¢s Imitaci¨®n a la vida con la voluntad de conmemorar el centenario del nacimiento de Douglas Sirk, el cineasta que ennobleci¨® los melodramas gracias a su estilizada puesta en escena y a la plasticidad de sus im¨¢genes. El melodrama, escribe Molina Foix a prop¨®sito de Almod¨®var, uno de los alumnos aventajados de Sirk, "no acepta m¨¢s distorsiones que las que impone su propia vehemencia de color, de m¨²sicas, de pasiones desmelenadas. Pero el g¨¦nero lleva impl¨ªcita otra imposici¨®n: la de creer sin fisuras ni dudas, casi ingenuamente, en esos excesos expresivos, en los amores y tragedias inveros¨ªmiles de los protagonistas". Quiz¨¢ si hubiera le¨ªdo antes estas palabras mis contactos iniciales con el cine de Douglas Sirk habr¨ªan sido m¨¢s fruct¨ªferos, pero lo cierto es que ni la vitalidad crom¨¢tica ni la primorosa realizaci¨®n f¨ªlmica de sus trabajos consiguieron que en un primer momento apreciara con justeza sus pel¨ªculas. Antes que forma, el cine de mi infancia era argumento, y era inaceptable que ¨¦ste se sustentara en la cursiler¨ªa y la inverosimilitud. Y si Douglas Sirk consigui¨® que llorase fue por la rabia que me produc¨ªa ver como unas historias demenciales ocupaban las sesiones televisivas que yo quer¨ªa reservadas para la ¨¦pica de los westerns: los melodramas me indignaban tanto como los musicales, porque en ambos casos el simulacro y la fantas¨ªa traicionaban mi deseo de ver imitada la realidad entrevista en los perdurables relatos de aventuras.La indignaci¨®n y la rabia dejaron paso a la indiferencia cuando a?os despu¨¦s descubr¨ª que las f¨®rmulas del g¨¦nero permit¨ªan la parodia salvaje: con unos guiones igualmente grotescos, en la misma d¨¦cada de los cincuenta, mientras Douglas Sirk asum¨ªa sin libertad los proyectos que le ofrec¨ªa Hollywood, Luis Bu?uel minaba desde dentro las convenciones de los folletines lacrimosos del cine mexicano. Con actores inadecuados y canalizando las limitaciones del rodaje hacia sus intereses, Bu?uel transformaba en expresi¨®n propia unos esquemas est¨¦ticos rutinarios. Para alguien que no quer¨ªa obedecer las leyes del melodrama, que no deseaba reaccionar con ortodoxia a sus incitaciones y efectos, las propuestas de Bu?uel eran un b¨¢lsamo. Entonces quise acceder a las pel¨ªculas de Douglas Sirk desde una distancia desde?osa, viendo de manera distorsionada lo que estaba filmado con una g¨¦lida geometr¨ªa. Ya no lloraba, pero tampoco re¨ªa: a pesar de que su realizaci¨®n nunca era primaria y de que su escenograf¨ªa incluso era elogiable si se prescind¨ªa de la tosquedad de los argumentos, a pesar de que unos actores elementales y mediocres alcanzaban con ¨¦l una solidez inusitada, una pel¨ªcula suya era algo obsoleto, destinado a otras generaciones y que me sum¨ªa en la indiferencia.
Pero s¨ª hubo en un tercer encuentro una cuesti¨®n que me intrig¨®. Entonces ya no ignoraba que la forma era el ¨²nico camino posible para profundizar en la verdad de los argumentos, y el cine de Douglas Sirk me suger¨ªa la vaga sensaci¨®n de presenciar algo que leg¨ªtimamente s¨®lo pertenec¨ªa al pensamiento cinematogr¨¢fico, algo relacionado con la vitalidad visual de unas im¨¢genes parecidas a los colores p¨¢lidos de la novela rosa o al papel satinado de las revistas del coraz¨®n. Fue entonces cuando supe que lo que merec¨ªa el aplauso era su habilidad para reproducir los colores de la civilizaci¨®n del lujo, los colores industriales de la era del pl¨¢stico, tal como indic¨® Truffaut. Fue entonces cuando vi que la grandeza de Douglas Sirk radicaba en la aprehensi¨®n de las ilusiones de la clase media norteamericana de los a?os cincuenta, en filmar con seriedad y contundencia el imaginario deseado por las almas mon¨®tonas y vac¨ªas que se arracimaban en la oscuridad de los cines para so?ar salvaciones eternas. A partir de aquel instante, el cine de Douglas Sirk me conmovi¨® tal como lo hac¨ªan las categ¨®ricas maldiciones que alimentaban la ¨¦pica de los mejores westerns; entonces entend¨ª que la fe ciega con la que Sirk modelaba el exceso pasional era porque consegu¨ªa someterlo a su expresi¨®n propia y trasladarlo al terreno inmortal de la tragedia desnuda.
"Quiz¨¢ si hubiera visto las 39 pel¨ªculas que rod¨® Douglas Sirk, habr¨ªa llegado m¨¢s lejos", escribi¨® con humildad otro de sus alumnos aventajados, Fassbinder, un cineasta que parodiaba tambi¨¦n los melodramas, pero no socarronamente como Bu?uel, sino con una exasperante amargura nost¨¢lgica. No s¨¦ si con plena libertad Douglas Sirk hubiera llegado m¨¢s lejos, pero lo cierto es que sus pel¨ªculas a¨²n conservan el cromatismo vital que tanto fascin¨® a otras generaciones y, sacando de contexto unas palabras de Molina Foix, quiz¨¢ no prometan la salvaci¨®n eterna, pero indudablemente s¨ª hacen que la vida aqu¨ª sea m¨¢s perdurable.
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