Correspondencia atrasada
Las previsiones m¨¢s tristes de los a?os setenta hablaban de la dictadura de la imagen, de la disoluci¨®n final de la cultura impresa. Durante algunas d¨¦cadas esto lleg¨® a parecer posible. Pero la realidad se muestra siempre demasiado complicada: a pesar de las numerosas vocaciones que ofrecen los anuncios por palabras o la televisi¨®n nocturna, no hay oficio m¨¢s arriesgado que el de adivino.Se han producido durante los ¨²ltimos a?os curiosas inversiones en los c¨¢nones est¨¦ticos. Irremediablemente, la inform¨¢tica, la realidad digitalizada, determinan que lo visual encuentre mejor acomodo en terrenos abstractos y conceptuales. La sustituci¨®n de los discos de vinilo por los compactos tambi¨¦n supuso una cura de humildad para toda una est¨¦tica.
Del mismo modo, el mundo de los ordenadores, que ya se ha convertido en un referente imprescindible para nuestra propia vida, ha generado curiosos efectos restauradores. Podr¨ªa decirse que esa realidad virtual a la que nos encaminamos ha encontrado la f¨®rmula justa para armonizar la imagen y el sonido con ese viejo c¨®digo intelectual que es el lenguaje escrito.
Internet es un mundo de im¨¢genes, pero tambi¨¦n de palabras. Los augurios (y los augures) que daban por muerto a Gutemberg han decidido ejecutar un discreto mutis por el foro. No es ya la asombrosa realidad de que la compraventa de libros ocupe un espacio nada desde?able en las complejas redes inform¨¢ticas, es que incluso la maldita pantalla del ordenador nos ha tra¨ªdo de vueltas antiguas y espl¨¦ndidas costumbres. Quien esperaba que el ordenador se transformara en un televisor de dimensiones reducidas se ha equivocado. El ordenador, al contrario de la televisi¨®n actual, es plural, tan plural que aspira a la totalidad m¨¢s absoluta: en ¨¦l se contiene toda una versi¨®n virtual de la realidad. Es decir, hay espacio para la basura, pero tambi¨¦n para el arte, la cultura y la ciencia.
Y al hablar de antiguas y espl¨¦ndidas costumbres habr¨ªa que aludir al correo. El correo tradicional, todos lo saben, atraves¨® una mala ¨¦poca. Se recordaba con melancol¨ªa aquel tiempo tan lejano en que la gente escrib¨ªa cartas personales, el tiempo en que los seres humanos, cualquiera que fuera su nivel cultural o econ¨®mico, se esforzaba por objetivar sentimientos y construir narraciones en virtud de la palabra. La dictadura de la imagen y el sonido hab¨ªa amenazado con acabar con todo eso.
El correo electr¨®nico, sin embargo, lleva camino de convertirnos a todos en aut¨¦nticos plumillas, diaristas impenitentes, esforzados escribanos. Mantiene los principios del correo tradicional (uno, de paso, no entiende la obsesi¨®n de los horteras por pronunciar "imeil" cuando la palabra "correo" ejemplifica perfectamente desde las andanzas de Miguel Strogoff a las de los m¨¢s aguerridos internautas) y, todav¨ªa m¨¢s, lo hace de forma asombrosamente diligente. La gente, gracias a ese prodigioso artefacto, ha vuelto a escribir cartas. Los ordenadores dom¨¦sticos son por las noches aut¨¦nticos hervideros de literatura de base, el sustento de prolongados epistolarios, la maquinaria que permite liberar millones de invisibles palomas mensajeras para que atraviesen oc¨¦anos y continentes en busca de remotos dedicatarios.
Si la inform¨¢tica, como cualquier otra cosa, despierta prevenciones y apunta determinados peligros, no estar¨¢ entre ellos la resurrecci¨®n del correo en su sentido m¨¢s tradicional. Tenemos la oportunidad de ponernos al d¨ªa, revisar nuestra correspondencia atrasada, glosar ideas e intuiciones, colocar interminables notas a pie de p¨¢gina a nuestras relaciones personales, dirigir mensajes a novios y novias, a hermanos residentes en Estrasburgo o en California. Incluso a amigos que viven en el portal de la esquina, a los que antes jam¨¢s escribimos una letra y con los que ahora, felizmente, nos carteamos sin parar.
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