Un mundo que envejece.
Es el nuestro, sin lugar a dudas,un mundo que envejece o, por decirlo en el lenguaje pol¨ªticamente correcto de los anglosa-jones, un mundo entrado en a?os, an aging world. Y no s¨®lo porque el planeta Tierra haya cumplido incontables siglos, sino porque la edad media de su poblaci¨®n ha aumentado de forma inusitada. El progreso tecnol¨®gico, la superior calidad de vida en ciertos aspectos y el descenso de la natalidad, han provocado una "revoluci¨®n gris" y dibujan el perfil de un mundo humano cada vez m¨¢s entrado en a?os.Seg¨²n los expertos, en el a?o 2040, el 22,7% de la poblaci¨®n espa?ola contar¨¢ con m¨¢s de 65 a?os, y una buena porci¨®n de esa cuarta parte habr¨¢ traspasado el umbral de los 80. El envejecimiento de la poblaci¨®n en su conjunto y el creciente n¨²mero de personas longevas, tanto en los pa¨ªses desarrollados como en la mayor parte de pa¨ªses en v¨ªas de desarrollo, nos obligan a dise?ar los trazos de un nuevo mapa de la vida, por decirlo con Peter Laslett, nos sit¨²an en un mundo nuevo. En ¨¦l se desplazan las fronteras entre unas etapas vitales y otras, crecen algunos continentes de edad mientras otros se achican, se difuminan antiguos l¨ªmites. Los j¨®venes parecen m¨¢s preparados para asumir los nuevos retos tecnol¨®gicos y, sin embargo. la emergencia de la tercera edad y su creciente protagonismo constituyen una de las mayores novedades del cambio de milenio y, junto a ella, la silenciosa ampliaci¨®n de la cuarta edad, ese tiempo misterioso de la persona valetudinaria.
C¨®mo "conquistar" este mundo nuevo es la cuesti¨®n. Porque puede hacerse, o bien atropellando a sus habitantes, de modo que no quede piedra sobre piedra, o bien tratando de conocerlo a fondo y respetando sus peculiaridades, que es el modo m¨¢s ¨¦tico de hacerlo y adem¨¢s el m¨¢s rentable, ya que es mucho m¨¢s inteligente asociarse a la realidad social y tomarla como c¨®mplice que combatirla, trabajar con ella que destruirla. Y para hacerlo importa estudiar bien el terreno para trazar adecuadamente los planos de la nueva realidad, una realidad que, al menos en parte, est¨¢ construida socialmente.
Y lo est¨¢ porque, en realidad, la edad personal, la que cada persona vive, se compone al menos de otras tres: la edad biol¨®gica, su peculiar proceso vital, ¨²nico e irrepetible; la cronol¨®g¨ªca, la que marca el calendario de forma insobornable y homogeneizadora, y, por ¨²ltimo, la edad social, la edad construida por la sociedad al colocar mojones ac¨¢ y acull¨¢ seg¨²n criterios diversos y convencionales. El impulso de rebeld¨ªa frente a cualquier homogeneizaci¨®n forzada nos podr¨ªa llevar a decretar que la edad biol¨®gica es la ¨²nica real y que las otras dos son falsas, por convencionales, pero lamentablemente esto no acaba de ser cierto, porque las convenciones constituyen en gran medida la vida personal, la edad personal est¨¢ tambi¨¦n socialmente construida. Por eso, por la influencia que tienen en la vida de las personas concretas y en el dise?o de las medidas que la sociedad debe tomar para respetarlas, importa conocer los planos y criterios de demarcaci¨®n de las edades sociales.
En este sentido, el mundo romano tomaba como referente el momento de mayor vigor intelectual, situ¨¢ndolo en la d¨¦cada de los 50 a los 60, en la virilitas, y a partir de ¨¦l consideraba las fases precedentes como una preparaci¨®n para la madurez, las posteriores, como el inicio de la decadencia. La infancia, la edad pueril, la adolescencia y la juventud formaban el ciclo preparatorio a la virilidad, mientras que el ciclo de decadencia empezaba a los 60 a?os con la senectud, a la que segu¨ªa la decrepitud, desde los 80 hasta la muerte. Curiosamente, y a pesar de los cambios sociales, no parece que este mapa vital haya variado sustancialmente, si recordamos que en 1980 la ONU fij¨® en los 60 a?os la edad de transici¨®n a la vejez, o si atendemos a la extendida convenci¨®n de tomar los 65 a?os como punto de partida para ella. Los 65 a?os, la edad de la jubilaci¨®n.
Seg¨²n esta convenci¨®n, D. Eloy, el impagable D. Eloy de Miguel Delibes, encuentra al jubilarse la hoja roja en el librillo de papel de su vida, que le anuncia "quedan cinco hojas", y empieza el tiempo de las reiteraciones obsesivas, del recuerdo frente al proyecto, la memoria nost¨¢lgica frente a la creatividad. Empieza el tiempo de la decrepitud.
Pero esto no es verdad ya. Los D. Eloy del cambio de siglo podr¨¢n jubilarse del trabajo remunerado, si es que lo tienen, pero no de la vida. Ya no encuentran a esa edad la hoja roja anunciando el comienzo de la decrepitud, sino que les quedan muchas hojas por delante y, las m¨¢s de las veces, en muy buena forma mental y sentimental. De ah¨ª que el mapa de la vida cambie sustancialmente. La virilitas y la mulieritas, la madurez, empiezan mucho antes de los 50 y alcanzan mucho m¨¢s all¨¢ de los 65; infancia y juventud preceden a un amplio continente, cuyos habitantes m¨¢s se diferencian por el vigor f¨ªsico que por el mental. Y es justamente en la ¨¦poca del saber, cuando el trabajo relevante es el mental y no el f¨ªsico, cuando la cualificaci¨®n del trabajo es mucho m¨¢s importante que la cantidad, cuando la experiencia acumulada es una ventaja competitiva, siempre que se mantenga la agilidad suficiente como para saber adaptarla a las nuevas necesidades.
La vida humana es quehacer -dec¨ªa con buen acuerdo Ortega- y el quehacer ¨¦tico es quehacerse. Sin duda -podemos a?adir por nuestra cuenta- hay tambi¨¦n un momento en el que ya no podemos hacer, sino que nos hemos de dejar hacer. El momento, progresivo y distinto en cada persona, en el que ya somos m¨¢s pacientes que agentes de nuestra vida, m¨¢s sujetos pasivos que sujetos activos. Pero la frontera de ese vulnerable pa¨ªs, que por lo mismo merece todo el cuidado, se ha desplazado considerablemente y el continente de la edad del quehacer y el quehacerse ha ganado innegable terreno. ?Es inteligente y respetuoso con el ser de las personas despilfarrar sus capacidades y apartarles del quehacer activo, confin¨¢ndoles al dejarse hacer de los viajes organizados y otras diversiones "para jubilados", que parecen algo as¨ª como los indios de las reservas norteamericanas?
La jubilaci¨®n, conviene recordarlo, no es una acto vital, sino administrativo, y tomarla como moj¨®n entre la segunda y la tercera edad, como si con esa convenci¨®n se produjera la decadencia en las personas, es traicionar las edades biol¨®gicas y personales. La jubilaci¨®n es el momento del adi¨®s al trabajo remunerado, aut¨¦ntica clave de b¨®veda de nuestras sociedades, medio para obtener ingresos e identificaci¨®n social, no a las posibilidades de participaci¨®n activa. Bien de in¨²tiles hay que se suben el sueldo constantemente sin producir riqueza social alguna y a eso se le llama "trabajo", sencillamente porque est¨¢ pagado.
?Toman una decisi¨®n "racional" sociedades que, en vez de optimizar sus recursos humanos, los despilfarran hasta el punto de apartar de la vida laboral a quienes m¨¢s experiencia han acumulado y cuentan con la agilidad suficiente como para adaptarla a las nuevas situaciones?
Sin duda, el trabajo remunerado es un recurso escaso, y un recurso al que deben acceder los j¨®venes, pero tambi¨¦n los adultos con capacidad para ello, aunque hayan traspasado el umbral de los 65 a?os, porque no es suficientemente humana una sociedad que retira de la participaci¨®n activa a quienes tienen sobrada capacidad para desarrollarla, ni es econ¨®micamente racional despilfarrar los recursos mentales, en vez de optimizarlos. El trabajo no es s¨®lo un medio de vida y de identificaci¨®n social, es un servicio prestado a la sociedad y una forma de realizaci¨®n personal. Urge, pues, explotar los yacimientos de empleo, de modo que puedan acceder a ¨¦l los j¨®venes y los adultos con capacidad y deseos de continuar, para que el continente de la tercera edad no sea una reserva de indios, menos a¨²n de "consumidores" a los que engatusar para obtener su dinero o su voto.
?Y qu¨¦ ocurre cuando ya no podemos hacer, sino que nos hemos de dejar hacer? En la lucha por la vida -dec¨ªan los anarquistas ¨¦ticos- sobreviven las especies capaces de mantener a sus miembros m¨¢s d¨¦biles, no las que los sacrifican. La ¨¦tica del cuidado de lo vulnerable complementa a la de la autonom¨ªa cuando somos m¨¢s pacientes que agentes. Por eso, es una obligaci¨®n moral y pol¨ªtica de nuestras sociedades multiplicar las residencias de ancianos y la atenci¨®n domiciliaria de alta calidad, con recursos p¨²blicos y privados, poner al menos el mismo cuidado en la protecci¨®n de los ancianos valetudinarios que la que se puso en los jardines de infancia y las guarder¨ªas y no dejar nunca solos a los cuidadores. En los trabajos que rodean a ese cuidado radica el principal yacimiento de empleo del presente y el futuro, pero sobre todo asumirlo es la prueba del nueve para una sociedad prudente, que ve en la ancianidad su propio futuro, y alta de moral, consciente de su responsabilidad por las personas vulnerables.
Adela Cortina es catedr¨¢tica de ?tica y Filosof¨ªa Pol¨ªtica de la Universidad de Valencia.
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