La tentaci¨®n Bartleby
Producto del se?or azar, ese gran hilandero, en poco tiempo se han juntado sobre mi mesa de despacho tres libros redundantes y candentes. Analicemos los hechos: un d¨ªa rescataba yo de un secreto almac¨¦n en Guadassuar un librucho alargado, compuesto en cursiva, que conten¨ªa la traducci¨®n al catal¨¢n -magn¨ªfica, por cierto- de Bartleby, el conocido relato corto de Herman Melville. Era el cuarto y ¨²ltimo volumen de una primorosa colecci¨®n auspiciada por la primera Germania, heroica avanzadilla de riesgo editorial (marca de la casa) que proporcionaba Prousts, Montaignes, Londons y Melvilles en tapa dura gui?ando el ojo al lector culto. Mientras esa peque?a joya a¨²n se divide entre ciertas librer¨ªas de viejo en forma de ganga y sus cuarteles de invierno en la batalla diaria contra el polvo, dos t¨ªtulos recientes ven¨ªan a recuperar el nombre de Bartleby y lo que su f¨¢bula representa, en una coincidencia que propicia, si no obliga, al comentario. Se trata de Bartleby y compa?¨ªa, un luminoso h¨ªbrido de Enrique Vila-Matas y Preferir¨ªa no hacerlo, tres esclarecedores ensayos sobre la m¨¢s inquietante historia de Melville oportunamente recogidos por la editorial Pre-textos con su imp¨¢vido buen hacer habitual.Para aquellos que no se sientan concernidos por el p¨¢rrafo anterior, debo explicar que Bartleby es uno de esos personajes inmortales situados en el umbral de nuestra m¨¢s estricta contemporaneidad. Como ciertas criaturas de Hawthorne, de Dostoievski, de Kafka o de Musil, la extra?a historia del escribiente de Melville es una de las m¨¢s ambiguas par¨¢bolas de la modernidad. Se trata de un oscuro chupatintas contratado por un abogado "ya bastante viejo" en cierto antro sito en Wall Street. Es una historia de Nueva York que no parece una historia de Nueva York, exactamente como la Praga de los relatos de Kafka s¨®lo puede aceptarse como un desquiciado negativo de la Praga real (?real?). ?Y qu¨¦ resulta peculiar, en este escribiente? Simplemente su obstinada negativa a aceptar cualquier proposici¨®n de trabajo con una frase ya legendaria: I would prefer not to ("Preferir¨ªa no hacerlo"). Para desesperaci¨®n de su jefe y de sus compa?eros, Bartleby responde a cada requisitoria laboral con una muletilla que ni afirma ni deniega: sencillamente declina. No se trata del consabido pathos heroico de la negaci¨®n (como muy bien observa Giorgio Agamben). Bartleby no es un insumiso ("Diguem no") ni un monoman¨ªaco, como el capit¨¢n Achab, el otro gran personaje de Melville. Su reino es de otro nivel: una teolog¨ªa invertida (Agamben), una contundencia agramatical que lo convierte en el "Ulises de la modernidad" (Deleuze). El resultado no es pat¨¦tico, sino de una l¨®gica aplastante y espeluznante: Bartleby muere de hambre cuando, entre los muros de su c¨¢rcel, se niega a probar bocado: prefiere no comer. No vivir, entonces. Borrarse del registro: no escribir(se).
Enrique Vila-Matas se ha ocupado, por su parte, de recuperar la genealog¨ªa estrictamente art¨ªstica que se encuentra impl¨ªcita en esta met¨¢fora escrituraria. Si la odisea de Bartleby puede ser entendida como "una objeci¨®n contra la novela" (Jos¨¦ Luis Pardo) y, por extensi¨®n, contra la literatura, entonces hay una abigarrada progenie de bartlebys poblando las letras occidentales del ¨²ltimo siglo y medio, con Rimbaud, Juan Rulfo y Salinger como paradigmas palmarios. Es la literatura del No. Para Vila-Matas, urge atenderla y entenderla, puesto que traza "el ¨²nico camino que queda abierto a la aut¨¦ntica creaci¨®n literaria". Su inventario de bartlebys es bastante completo y no nos deja indiferente. S¨®lo lamentar que se haya olvidado de unos de los antiliteratos m¨¢s conspicuos, indefectiblemente neoyorkino: el Joe Gould de Joseph Mitchell, el incomparable creador inverso de la "Historia oral de nuestro tiempo", el "vagabundo solitario nocturno" que se molest¨® en compilar los nueve millones de palabras que resumir¨ªan la otra historia del mundo. Pero s¨®lo fue capaz de perge?arlas en su cabeza.
Hasta aqu¨ª el sumario. Los detalles y la conclusi¨®n prefiero no enunciarlos: el lector interesado tiene los libros. Pero s¨ª que me gustar¨ªa terminar dando una ojeada a esa otra estirpe de escritores, los antibartlebys, aquellos que solamente pudieron imaginar una manera de regresar a Itaca: con el zurr¨®n rebosante de papeles. Son las 29.000 p¨¢ginas de los Cahiers de Val¨¦ry, la Obra inacabable de Josep Pla, las 41 novelas que Georges Simenon segrega s¨®lo en el a?o 1929 (?), los sacos (sic) de versos que, seg¨²n cierta leyenda, a¨²n custodian, celosamente dom¨¦sticos, los herederos del poeta Estell¨¦s...
Uno puede y quiz¨¢ debe dejar de escribir cuando su nombre figura en la portada de una novela como Pedro P¨¢ramo. Pero a lo mejor lo que les ocurre a los antibartlebys es que buscan eso mismo, pero sin tanta suerte, o con una paciencia infinita. Al final, como dice Patrizia Lombardo (a prop¨®sito de un Bartleby italiano, Daniele Del Giudice), "entre la futilidad de la pura creatividad art¨ªstica y el terrorismo de la negatividad, quiz¨¢s haya lugar para algo diferente: la moral de la forma, el placer de un objeto bien hecho".
Tres libros que el azar me unci¨®, tres libros bien hechos, me han proporcionado todo esto. ?Por alg¨²n motivo moralmente incitante? Preferir¨ªa pensar que s¨ª.
Joan Gar¨ª es escritor
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