Paseo por un coto privado
Separada de la populosa ciudad de Alcobendas por algo m¨¢s que los atestados carriles de la autov¨ªa de Burgos, La Moraleja, ciudad, colonia residencial, conglomera, sin aglomeraciones, a diferentes urbanizaciones de gran lujo, lujo, semilujo o seudolujo. Un concepto, un nivel y un g¨¦nero de vida muy alejados de lo que se vive del otro lado de la carretera.Aunque poco dados a los movimientos asociativos vecinales y proclives al aislamiento y la privacidad, algunos residentes de este privilegiado entorno se agruparon hace unos a?os para reclamar su independencia y segregarse del municipio de Alcobendas, al que s¨®lo se sent¨ªan vinculados en materia de impuestos y servicios municipales.
Es cierto que los vecinos de La Moraleja apenas frecuentan los centros culturales, sociales o deportivos, las fiestas patronales y los carnavales, las calles y los comercios de la ciudad vecina. Los ancianos de La Moraleja no se dejan caer muy a menudo por el "hogar del jubilado" o centro de la tercera edad, sus hijas o nueras nunca se matricularon para tomar clases de sevillanas o aprender a modelar en barro y sus nietos no asisten a los colegios p¨²blicos, salvo contadas excepciones.
La entrada principal de La Moraleja anuncia ya su cualidad de coto exclusivo: el ramal que parte de la autov¨ªa desemboca en un estrecho camino de un solo sentido, sombreado de pinos, que termina en una glorieta centrada por una fuente ornamental con cervatillos encaramados. El espacio se cierra con un semic¨ªrculo porticado y de escaso porte de estilo neoimperial cineg¨¦tico con dos puertas, entrada y salida, que se?alan su car¨¢cter de finca privada.
No hay guardias ni barreras, la seguridad va por dentro, y bajo los arcos se cobijan una sucursal bancaria, una tienda de delicatessen, una florister¨ªa y dos o tres comercios m¨¢s.
No hay ning¨²n cartel de bienvenida en el acceso a este laberinto de perfilados setos y kilom¨¦tricas verjas terminadas en punta de lanza, como un ej¨¦rcito dispuesto a defender el territorio de cualquier invasi¨®n con la ayuda de un arsenal m¨¢s moderno, pues comparten su vigilancia con c¨¢maras de v¨ªdeo y sofisticados sistemas de alarma. El imponente y secular ca?¨®n apostado sobre el cuidado c¨¦sped a la entrada de un chalet, aunque apunte a la puerta, s¨®lo tiene una funci¨®n decorativa.
Lo del laberinto no se dice en sentido figurado, pues, para los no iniciados, todas estas calles y paseos son iguales, aunque de vez en cuando aparecen hitos identificables, pero no hay que dejarse enga?ar: el soberbio portal¨®n de hierro forjado, blasonado con escudos her¨¢ldicos en relieve y sustentado por dos monumentales columnas que vimos hace un rato, tiene su parang¨®n en una v¨ªa paralela donde alguien ha tratado de superarle. Si uno se fija bien, enseguida aprecia que ¨¦ste tiene m¨¢s columnas y m¨¢s blasones.
Los r¨®tulos de las calles son muy peque?os y situados casi a nivel del suelo, no se sabe si para que no afeen el paisaje o para despistar a los intrusos, una estrategia que funciona. Tal vez deber¨ªan vender mapas en los accesos para evitarles el trabajo de realizarlos manualmente a los residentes cuando tienen invitados primerizos, o disponer de un servicio de gu¨ªas.
Preguntar a un gu¨ªa nativo es la mejor manera de orientarse, pero en estas calles apenas se ve un alma y no es cosa de interrumpir el esforzado trote del adicto al footing envuelto en colores fosforescentes que se ha atrevido a afrontar el chubasco, ni tampoco a la anciana vestida de negro pueblerino de los pies a la cabeza, tocada con un pa?ol¨®n atado bajo el cuello que le cubre la mayor parte del rostro. Su paso bajo la lluvia en este marco ins¨®lito tiene algo de fantasmal y de esot¨¦rico.
Tambi¨¦n aparecen de vez en cuando, corriendo hacia la parada de autob¨²s, solos o en grupo, empleados del servicio dom¨¦stico que han finalizado su jornada de trabajo. Predominan los rasgos y los acentos de Am¨¦rica y del Caribe. La mayor parte de los trabajadores del hogar y el jard¨ªn son, en estas latitudes, ecuatorianos, como se puede deducir de los anuncios de demandas y ofertas de empleo que cubren el escaparate de una lavander¨ªa del centro comercial enclavado en el coraz¨®n, si lo tuviera, de la urbanizaci¨®n.
En cuartillas y hojas de libreta cuadriculadas con insegura caligraf¨ªa, y generalmente en may¨²sculas, se ofrecen matrimonios ecuatorianos, se?oras ecuatorianas o j¨®venes ecuatorianos dispuestos a ocuparse de la casa y el jard¨ªn, la plancha, la cocina, la compra, la limpieza y el cuidado de ni?os y ancianos. S¨®lo un 10% de los anuncios se refiere a otras nacionalidades: filipinos, dominicanos o colombianos. Tambi¨¦n hay demandas, pero son mucho m¨¢s escasas, y cerrando la lista, un reclamo que reza: "Se?ora de La Moraleja recomienda matrimonio ecuatoriano".
Tal vez esta se?ora nativa de La Moraleja podr¨ªa explicarnos el misterio de por qu¨¦ las ciudadanas y ciudadanos del Ecuador se imponen sobre las hijas e hijos de la Rep¨²blica Dominicana o de las islas Filipinas, que hasta hace poco eran mayor¨ªa. No creo que sea cuesti¨®n de modas.
El centro comercial se articula alrededor de un patio que circunda un estanque de cristalinas aguas que cuenta con iluminaci¨®n natural a trav¨¦s de una gran claraboya circular. En sus aleda?os dominan previsiblemente las grandes firmas sobre las franquicias est¨¢ndar y los grandes precios sobre el todo a 100.
En el centro comercial hay adem¨¢s una peque?a y digna taberna con suculentos pinchos y precios moderados. Un lugar para reponerse de la elegante y discreta frialdad del entorno, confraternizar si se tercia con alg¨²n aborigen y preguntarle c¨®mo se sale del laberinto para no girar eternamente en sus confines.
Florece la jara junto a los encinares en los escasos retazos de monte sin ajardinar, relucen las praderas del campo de golf bajo un sol indeciso y el intruso encuentra la salida de esta ciudad que en su d¨ªa colonizaron los militares norteamericanos de la base de Torrej¨®n, con unos modos m¨¢s democr¨¢ticos, con menos verjas y algo m¨¢s de bullicio.
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