Dios en el supermercado
Gran Hermano est¨¢ trayendo cola. A los comentarios reticentes, o a los esc¨¢ndalos rutinarios, les han sucedido an¨¢lisis de vuelo largo y tono claramente alarmado. El 11 de junio, en este mismo peri¨®dico, Jos¨¦ Mar¨ªa Guelbenzu escrib¨ªa un art¨ªculo afligido sobre el cerco que han puesto las masas a la cultura en su acepci¨®n m¨¢s digna (La venganza de los iletrados): "Y advirtamos la perfidia del asunto, el Dios Mercado es democracia: lo forman todos los ciudadanos Nif del pa¨ªs convertidos en h¨¦roes de s¨ª mismos. ?No es un sue?o?". Los h¨¦roes de s¨ª mismos son aqu¨ª, por supuesto, los botarates congregados en la pecera de Gran Hermano, la cual re¨²ne dos atributos que, por lo com¨²n, se dan por separado: el de ser una c¨¢rcel y el de ser un espejo. El bicho encerrado y an¨®nimo abre su rueda de pavo real, y el espectador se proyecta en ¨¦l y experimenta un delirio circular: sentirse contemplado -y admirado- por millones de almas gemelas. Cinco d¨ªas despu¨¦s, en EL PA?S igualmente, Fernando Vallesp¨ªn (El nuevo gran circo) volv¨ªa a Gran Hermano, citaba agud¨ªsimamente a Ortega y lamentaba la falta de tensi¨®n y el populismo rampante de nuestra democracia fin de milenio. Al d¨ªa siguiente, Ignacio S¨¢nchez C¨¢mara sub¨ªa una octava o dos el tono debelador y eleg¨ªaco (La degradaci¨®n de las masas; Abc, 17 de junio). Por descontado, se han escrito m¨¢s art¨ªculos, y se han verificado m¨¢s convergencias. Pero con lo dicho tengo ya munici¨®n bastante para ponerme a disparar por mi cuenta.Lo har¨¦ en la misma direcci¨®n que Guelbenzu, Vallesp¨ªn y S¨¢nchez C¨¢mara, y tambi¨¦n en direcci¨®n contraria. Quiero decir con esto que estoy en parte de acuerdo con ellos, y tambi¨¦n, en parte, en desacuerdo. Estoy de acuerdo, por ejemplo, en que est¨¢n ocurriendo cosas profundamente desagradables. Pero no lo estoy en identificar la causa, sin m¨¢s, en una alianza desafortunada entre democracia y mercado. Y no porque niegue que esta alianza no pueda resultar ocasionalmente lesiva, sino porque el diagn¨®stico es demasiado impreciso, y tambi¨¦n demasiado arriesgado. Empecemos por el mercado. ?Qu¨¦ es el mercado? Pues un sistema, no inventado en rigor por nadie, para el intercambio de bienes y servicios. Hay gente que quiere cosas, y hay otra gente dispuesta a vend¨¦rselas, y al orden que resulta de este machihembramiento de voluntades lo denominamos "mercado". ?Y qu¨¦ es la democracia? La democracia es un artefacto constitucional para decidir qui¨¦n manda y c¨®mo se manda; y es un conjunto de garant¨ªas, y as¨ª sucesivamente.
Ahora bien, en el sentido que nos interesa aqu¨ª, y que interesa a nuestros autores, la democracia representa, ante todo, un temple moral. La ciudadan¨ªa reclama su presencia urgente en la vida colectiva, y hace esta presencia efectiva coloc¨¢ndose en el centro y empin¨¢ndose sobre la punta de los pies. Cuando la democracia era todav¨ªa una aspiraci¨®n, y no un hecho, se escribieron millones de palabras sobre qu¨¦ formas podr¨ªa adoptar este protagonismo de las masas. Se especul¨®, por ejemplo, con la estampa impresionante y virtuosa de una ciudadan¨ªa movilizada en pos del bien com¨²n, la raz¨®n y la belleza. Lo que hemos obtenido al cabo, sin embargo, es una democracia cuya expresi¨®n real es, precisamente, el mercado. El mercado orienta los recursos hacia lo que la gente quiere. Y en particular, orienta m¨¢s recursos hacia aquellas cosas que m¨¢s quiere la gente. Sobre el papel, los agraciados con el favor popular habr¨ªan podido ser Proust, Bach y Juan Gris. Pero no ha ca¨ªdo la moneda de cara, y Proust, Bach y Gris circulan por la masa ciudadana en dosis menores que Stephen King, Julio Iglesias o los dibujos de los estudios Disney. ?Qu¨¦ hay de malo en ello?
Una respuesta posible es que lo malo reside en que el hombre haya resultado ser como en efecto es. Esta respuesta, sin embargo, es est¨¦ril. Si el hombre no nos sirve seg¨²n es, habr¨¢ que inventar otro hombre. Pero esto, por definici¨®n, no podr¨¢ hacerse democr¨¢ticamente. Y entonces nos veremos abocados a una cr¨ªtica autoritaria de la democracia.
Existe, no obstante, una respuesta alternativa: lo malo no est¨¢ en el mercado ni en la democracia, ni en la composici¨®n de ambos, sino en la tentaci¨®n de interpretar el mercado o la democracia como m¨¢s de lo que son o deber¨ªan ser. Perm¨ªtanme que me centre en el concepto de mercado. Es un concepto mucho m¨¢s equ¨ªvoco de lo que parece, y, por lo mismo, propenso a ataques y tambi¨¦n a defensas igualmente equ¨ªvocos. La mayor parte de los liberales que conozco suelen ponderar el mercado con el argumento de que es eficiente. Con ello quieren decir que el mercado es una m¨¢quina para maximizar la satisfacci¨®n de los distintos agentes econ¨®micos. Pero esto, de momento, no tiene nada que ver con el liberalismo. No existe violencia l¨®gica alguna en suponer que esas satisfacciones podr¨ªan ser maximizadas en una econom¨ªa planificada. El nexo entre la idea de la eficiencia del mercado, y la idea liberal, viene dada por lo que Douglas Rae ha llamado "individualismo epist¨¦mico". Que es la hip¨®tesis de que un individuo es el mejor juez de lo que le conviene. Si un individuo es el mejor juez de lo que le conviene, entrar¨¢ dentro de lo razonable pensar que el mercado cumple simult¨¢neamente dos requisitos: el de la eficiencia y el de la libertad. Tenemos, con todo, "dos" requisitos distintos, no uno. En puridad, cabr¨ªa exaltar el mercado, exaltarlo en clave liberal, aun cuando no fuera eficiente. Lo que infundir¨ªa prestancia al mercado no ser¨ªa su eficiencia, sino la circunstancia de que autoriza a cada cual a hacer de su capa un sayo.
Tal es, precisamente, la posici¨®n de Buchanan. Buchanan, en un ensayo seminal (The Foundations for Normative Liberalism, 1991), llega a impugnar la hip¨®tesis del individualismo epist¨¦mico y elogia el mercado a pelo, o sea, como un puro ejercicio de la libertad de elegir. Lo realmente importante, seg¨²n Buchanan, es que el hombre se construya permanentemente a s¨ª mismo, sin la constricci¨®n impuesta por un conjunto externo o dado de valores (esto es, de utilidades). Atiendan a este p¨¢rrafo: "El individuo escoge lo que escoge, y no es necesario que exista un conocimiento a priori o a posteriori que permita medir su elecci¨®n respecto de una escala objetiva de bienestar y calificarla en consecuencia de correcta o incorrecta". En otras palabras: una cosa es buena, si se trata de la cosa que el individuo ha escogido. Entre el acto lib¨¦rrimo de escoger, y la bondad de la cosa, existe una relaci¨®n gen¨¦tica: convertimos una cosa en "buena" por el procedimiento de escogerla. Ahora, col¨®quense una venda en los ojos, olv¨ªdense de Buchanan y pongan mientes en este otro p¨¢rrafo: "La voluntad de X integra hasta tal punto una norma de justicia que todo lo que X quiere, y por el solo hecho de que lo quiere, ha de ser considerado justo. Cuando, por tanto, alguien pregunta por qu¨¦ X ha hecho lo que ha hecho, debemos responder: 'Porque lo ha querido'. Y si nos preguntamos por qu¨¦ lo ha querido, estaremos buscando algo m¨¢s grande y alto que la voluntad de X, y esto no existe".
El p¨¢rrafo procede de Calvino (Instituto Christianae Religionis III.xxiii.2), y donde he escrito "X" -una licencia esc¨¦nica- deber¨ªa haber puesto, en realidad..., "Dios". El liberalismo voluntarista de Buchanan se presta a ser le¨ªdo, pues, en clave criptoteol¨®gica: existe una comprensi¨®n del mercado, por lo com¨²n en estado larval y ca¨®tico, que equipara al consumidor a Dios. Y no a un Dios cualquiera, sino al Dios de la tradici¨®n nominalista que est¨¢ detr¨¢s de Calvino, ese Dios sobrecogedor e irreductible al Derecho Natural del que mana el bien, no como una idea o un compromiso, sino como un espasmo, un resuello, un movimiento incontrastable de la voluntad. El proceso de secularizaci¨®n de Dios, o m¨¢s valdr¨ªa decir, de transliteraci¨®n de Dios, puede seguirse, sin mayores impedimentos, leyendo algunos textos cl¨¢sicos del XVII. De modo que, a fin de cuentas, el "Dios Mercado" al que se refer¨ªa Guelbenzu es algo m¨¢s que una met¨¢fora. Conviene, aun as¨ª, no tomar la parte por el todo, ni los efectos por las causas. Son los libertarios, y no los mercadistas, los que est¨¢n en el origen del desaguisado. Aparte de esto, claro, est¨¢ la democracia: no s¨®lo ha sido secularizado Dios, sino tambi¨¦n democratizado. La divinidad, ahora, se expende al por mayor. O, como c¨¦lebremente dijo Warhol: "O todo el mundo es una belleza, o nadie lo es".
Es este hombre warholiano, este hombre inn¨²mero e inmodesto que ha enfilado, sin prop¨®sito alguno de perfecci¨®n, el camino del Emp¨ªreo, lo que causa desaz¨®n a Guelbenzu, Vallesp¨ªn y S¨¢nchez C¨¢mara. Y su desaz¨®n se comprende. Ya que este hombre s¨®lo puede inflarse hasta adquirir la hechura desmesurada del "¨¹bermensch" nietzschiano -otro suced¨¢neo de Dios-, reduciendo a cero las cosas que podr¨ªan empeque?ecerlo, o, en todo caso, amarrarlo a tierra: la cultura, la historia y hasta la mera experiencia. Duchamp, el maestro secreto de Warhol, y el disc¨ªpulo m¨¢s dandi y co?¨®n de Nietzsche, expres¨® mejor que nadie, en lo que hizo, y sobre todo en lo que no hizo, esta rebeli¨®n insolente contra toda sujeci¨®n exterior. La cita siguiente es de Duchamp: "Creo que la idea de demoler viejos edificios, viejos recuerdos, es estupenda... A los muertos no se les deber¨ªa permitir que fueran m¨¢s fuertes que los vivos. Tenemos que aprender a olvidar el pasado, a vivir nuestras vidas en nuestro tiempo..." (Calvin Tomkins, Duchamp, p¨¢g. 152. Chatto & Windus, 1997). Suprimir el mundo para vivir a gusto, o mejor, sin tropiezos, con la ligereza y desembarazo a que nos autorizan los paisajes sin relieve. He ah¨ª el "desider¨¢tum" esbozado por Duchamp. Pero Duchamp es, todav¨ªa, una figura de transici¨®n, un representante de ese rebosamiento del XIX en el XX que resumimos bajo el concepto de "vanguardia". Con Warhol estamos en otro mundo, o si se prefiere, estamos "ya" en este mundo. Han desaparecido los resplandores aurorales que encend¨ªan odiosamente la pupila fascinada del h¨¦roe nietzschiano y en su lugar nos encontramos al tipo de la esquina, pas¨¢ndoselo bomba al ritmo del bacalao. Zaratustra se ha hecho del mont¨®n, luego de darse un garbeo por el supermercado.
No se olvide, ni por un instante, de que estoy hablando siempre de la exageraci¨®n de algo que es objetivamente magn¨ªfico: el mercado y la democracia. El mercado y la democracia: cosas de las que sabemos que funcionan bien un poco como sabemos que funciona bien nuestra vieja Remington, inc¨®moda de trasladar en ocasiones, pero, pese a ello, s¨®lida y ¨²til. Ser¨ªa absurdo negar, por ejemplo, que el mercado proporciona libertad -o bastante libertad-. O que la democracia es lo m¨¢s humano, y menos malo, que ha generado el sigloXX. El truco est¨¢ en no sacar estas cosas de quicio, ni exprimirlas m¨¢s de la cuenta. Seg¨²n escribi¨® Graci¨¢n: "La naranja que mucho se estruja llega a dar lo amargo".
?Fin de la historia? No. Les sugiero otra defensa del mercado, ahora en hueco o en negativo. La alternativa pol¨ªtica real al mercado no es Atenas, o la Arcadia, sino todo lo anterior, o sea, Gran Hermano, financiado ahora... a costa de la Seguridad Social. Entonces s¨ª que, verdaderamente, ¨ªbamos a enterarnos de lo que vale un peine.
?lvaro Delgado-Gal es escritor.
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