La par¨¢bola del asesino RAFAEL ARGULLOL
La fascinaci¨®n del teatro por los engranajes del poder es tan vieja y tan persistente como el propio teatro. Sin la Orest¨ªada de Esquilo nos faltar¨ªa una pieza decisiva para comprender la cadena de poderes que atravesaba las sociedades antiguas y sin Cal¨ªgula de Albert Camus no poseer¨ªamos una perspectiva suficiente del totalitarismo moderno. Nada puede a?adirse a la importancia de la obra de Shakespeare para penetrar en los complejos mecanismos del dominio humano: si a veces decimos que la naturaleza imita al arte, con mayor raz¨®n podemos afirmar que los poderes concebidos por el hombre, sea en la ¨¦poca que sea, parecen imitar los dramas de Shakespeare.No es de extra?ar, por tanto, que el cine heredara la fascinaci¨®n del teatro y que, desde sus mismos or¨ªgenes, convirtiera al poder en uno de sus escenarios favoritos. Directores tan distintos como Griffith, Murnau o ?isenstein nos han dejado radiograf¨ªas legendarias que deber¨ªan formar parte de la educaci¨®n pol¨ªtica de los ciudadanos, si la hubiera, de la misma manera que Ciudadano Kane, de Orson Welles, debiera ser una pieza importante del plan de estudios de los aspirantes a periodistas o del c¨®digo ¨¦tico de las redacciones de los medios de comunicaci¨®n.
De Fritz Lang a Akiro Kurosawa, el siglo XX ha generado su propia fantasmagor¨ªa en las pantallas cinematogr¨¢ficas. El poder ha sido iluminado por mil focos tratando de vencer sus m¨¢s ¨ªntimas oscuridades: siempre quedan, sin embargo, zonas de penumbra en un organismo tan proteico e inagotable. Cuando todo parece estar ya representado empieza de nuevo la representaci¨®n con vigor renovado.
Esta es, al menos, la impresi¨®n que produce la ¨²ltima pel¨ªcula del director chino Chen Kaige El emperador y el asesino, de 1999, estrenada recientemente aqu¨ª. Si las obras maestras del cine se miden por sus efectos perdurables en la retina y en la memoria, ¨¦sta lo es. Recuerda a Kurosawa como -muy consecuentemente- recuerda a Shakespeare; pero su fuerza estriba en su personalidad acusadora y en una magia peculiar: obra l¨ªrica y ¨¦pica al mismo tiempo, se despliega con enorme violencia pero se revela con delicadeza y refinamiento. No es tanto una recreaci¨®n hist¨®rica como un sutil juego de par¨¢bolas perfectamente narradas mediante las vicisitudes de los principales protagonistas. Este contenido parab¨®lico acaba por transmitir una belleza actual, aunque la materia prima haya sido rescatada por Chen Kaige de las profundidades de la historia china, a m¨¢s de 2.000 a?os de distancia del presente.
La trayectoria de Ying Zheng, el poderoso rey de Qin, obsesionado con la idea de unificar China para erigirse en su primer emperador, era, desde luego, una magn¨ªfica fuente para hacer que naciera una historia ¨¦pica. El personaje tiene las caracter¨ªsticas necesarias para convertir el sue?o en pesadilla y la pesadilla en inmortalidad, como en las grandes historias ¨¦picas. Sin embargo, en El emperador y el asesino hay una sabidur¨ªa enigm¨¢tica que trasciende la brutal hermosura con la que, en ocasiones -gracias a los poetas y artistas-, se muestra el poder. En el claroscuro, todos los personajes son grandes y m¨ªseros al mismo tiempo: ¨²nicamente los detalles descubren la verdad.
El mismo rey, futuro emperador y protagonista esencial de la historia china, es un hombre dubitativo, hamletiano en buena parte. Encarna el claroscuro de la perfecci¨®n: terriblemente contradictorio, expresa los mejores ideales mientras, como ocurre con los tiranos de todas las ¨¦pocas, va hundi¨¦ndose en barrizales de crueldad. Ama sinceramente, o cree hacerlo, mientras, m¨¢s ciega que conscientemente, masacra ciudades a su alrededor. En la soledad final sigue aferrado a su destino.
Junto a ¨¦l, los otros personajes son, asimismo, memorables. Dama Zhao -encarnada por la maravillosa Gong Li-, su amante primero y luego su adversaria implacable. Tambi¨¦n el claroscuro: dispuesta al sacrificio por su patria, pero demasiado condescendiente, quiz¨¢ por amor, quiz¨¢ simplemente por miedo. Hundida cuando permanece en los aleda?os del poder, se redime a s¨ª misma al ser marcada su belleza por el hierro. O la Reina Madre, recluida en su palacio y en su secreto, due?a de una vida paralela que avanza contra su propio hijo. O el Marqu¨¦s, que ha aprendido a re¨ªr como un buf¨®n para salvarse y que se condena con la dignidad de un h¨¦roe.
Hay otros personajes importantes: el Primer Ministro, el Pr¨ªncipe Yang. Ninguno, sin embargo, como el Asesino. En el cruce de personalidades, el Asesino se desliza sobre el filo de la navaja; en el claroscuro, nadie detenta tanta oscuridad para acabar proyectando tanta luz. La figura del Emperador nos arrastra hacia la turbulencia general que concedemos a los cap¨ªtulos de eso que denominamos Historia, con may¨²scula. El crimen adornado por el canto de la ¨¦pica corona los nombres que respetamos y estudiamos.
El Asesino es la figura inversa. Con la espada se ha educado en el crimen y con ella avanza por aquellos resquicios que las ¨¦pocas llenan de sangre an¨®nima. Es una figura destinada a un horror que se olvida porque los peque?os horrores no tienen lugar en la ¨¦pica de los pueblos. Hasta que un acto insoportable hace que su vida se vuelva insoportable. Entonces el Asesino se detiene y calla. Y es ese silencio del que ha visto aquello, diminuto y esencial, que permanece al margen de la Historia lo que acaba imponi¨¦ndose a todo el griter¨ªo.
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