Paseo por la batalla del Ebro ISABEL OLESTI
El paisaje es de almendros y olivos. Los vi?edos se agarran con fuerza a una tierra blancuzca de guijarros. Cae el sol a plomo en esta ma?ana de finales de junio. El cielo es de un blanco lechoso, de vez en cuando lo cruza una urraca que va directa a desmenuzar una almendra todav¨ªa tierna. Se oye el ric-rac de las cigarras pegadas a los troncos de los olivos mientras las moscas, insistentes, sobrevuelan nuestras cabezas y en cuanto pueden se nos meten en el ojo. Estamos en Gandesa, pero no se ve ni un alma porque la gente, m¨¢s sensata que nosotros, a esta hora se zambulle en las playas del delta o seguro que toma el fresco, si existe (bajo alg¨²n pino del monte Caro).Nosotros entramos en el Centre d'Estudis Batalla de l'Ebre, un museo que ha recuperado el material b¨¦lico documental y cultural de los fat¨ªdicos cuatro meses -del 25 de julio al 14 de noviembre de 1938- que dur¨® la batalla del Ebro, el episodio m¨¢s sangriento de la guerra civil espa?ola.
Desde Fai¨® a La Cava, zona donde se mantuvo la contienda, nadie se sorprende si alg¨²n vecino encuentra una bomba bajo el tractor. Pedazos de avi¨®n, metralletas, fusiles, botas, insignias e infinidad de huesos humanos siguen sepultados en las monta?as y los campos de Corbera, Vilalba, Bot, Prat de Comte, Gandesa, La Fatarella... Cada a?o se desactivan unas cincuenta bombas; hace s¨®lo un mes encontraron 87 bombas de mano reunidas en un terrapl¨¦n. Antonio Blanch es un experto en el tema, pero dice ser mucho m¨¢s prudente desde que hace dos a?os un compa?ero suyo muri¨® despedazado al manipular una de ellas.
Antonio Blanch se familiariz¨® con el material b¨¦lico por contagio de su padre, un pastor que recog¨ªa todo lo que encontraba en el campo y lo vend¨ªa como chatarra. Su hijo, en cambio, lo almacen¨® todo hasta acumular un arsenal que ahora forma parte, junto con la colecci¨®n de otros vecinos de Gandesa, del Centre d'Estudis Batalla de l'Ebre, abierto desde hace un a?o. El Ayuntamiento les cedi¨® las antiguas escuelas y ellos se encargaban de informar y de mantener y vigilar el museo, que se abre solamente los fines de semana.
Lo primero que encontramos en el centro es una reproduci¨®n a tama?o natural de un trinchera con todos sus elementos originales. Los efectos especiales (el zumbido de las bombas, sirenas, motores de avi¨®n, fogonazos...) intentan situar al visitante en el lugar de la acci¨®n. Pasamos a la sala de los proyectiles y el material b¨¦lico, con un impresionante muestrario de todo lo que lleg¨® a caer en esos campos de vid y olivos. Pero lo que quiz¨¢ impresione m¨¢s es la sala donde se encuentran los utensilios que empleaban los soldados: cantimploras, cucharas, latas de sardina, tel¨¦fonos de campa?a, palas, polainas, mochilas, m¨¢scaras de gas, cartucheras... Esos objetos ro¨ªdos por el tiempo (un mont¨®n de cucharas mohosas recuerda una fotograf¨ªa de Toni Catany) alguna vez pertenecieron a alguien, que, a lo mejor, muri¨® mientras los usaba.
En otra sala, un v¨ªdeo de Manuel Astruel recoge fragmentos filmados de la batalla, donde se ven los tanques cruzando los vi?edos y a Franco organizando las maniobras desde el Coll del Moro, punto cercano a Gandesa que ahora forma parte de una ruta que sigue los principales frentes. La visita al museo tiene este verano el valor a?adido de una exposici¨®n de 27 fotograf¨ªas de Robert Capa.
Antes de volver a Barcelona subimos a la sierra de P¨¤ndols, uno de los escenarios que, junto con la sierra de Cavalls, se convirti¨® en un cementerio al aire libre porque muchos de los soldados que dejaron la piel se quedar¨¢n all¨ª para siempre. En la cumbre hay un monumento a la quinta del biber¨®n. Bajo sus piedras, un mont¨®n de huesos a la vista resume los miles de v¨ªctimas. Nosotros encontramos una calavera con un agujero encima de la ceja izquierda. Como nadie pretend¨ªa llev¨¢rsela a casa como trofeo, la dejamos all¨ª, entre matas de tomillo y romero, con la vista impresionante del fat¨ªdico r¨ªo que le frustr¨®, absurdamente, el derecho a vivir.
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