El amor en el tiempo de los dinosaurios (2)
RESUMEN: Pedro ?ngel Reyes, un funcionario municipal mexicano, comparte desde hace tres a?os su gris vida con Carmen Garza. Es domingo, d¨ªa de elecciones, y Pedro ?ngel actuar¨¢ como apoderado en una mesa a instancias de su jefe. All¨ª espera rematar la conquista de una atractiva compa?era y dar un giro a su existencia.
Erguida, lo que es erguida, nunca estuvo su columna vertebral, siempre un poco encorvada, blanda, como si una incierta derrota se instalara en esos huesos. Pero al salir a la calle y respirar el frescor de aquella ma?ana del 2 de julio, se enderez¨®, sac¨® pecho como si pudiera generar una nueva musculatura, una nueva estructura ¨®sea y tambi¨¦n se invent¨® una nueva mirada, recogiendo en ella todas las semillas mal nacidas que lo poblaban, escondi¨¦ndolas, estirando el cuerpo y ensayando un paso que podr¨ªa haberse calificado como algo cercano a lo el¨¢stico. A¨²n le torturaba la in¨²til erecci¨®n matinal, la negativa de Carmen Garza, a pesar de sus esfuerzos por contentarla en la m¨¢s dif¨ªcil de las performances, porque no era mujer f¨¢cil en ning¨²n aspecto; para encenderla hab¨ªa que ser un verdadero gimnasta ol¨ªmpico, oblig¨¢ndolo a acrobacias rid¨ªculas e imposibles, aunque, una vez logradas, ella se prodigara como pocas. Pagar era m¨¢s f¨¢cil, piensa Pedro ?ngel Reyes, que durante a?os se hab¨ªa tendido muy c¨®modo sobre lechos de dudosa limpieza y sin hacer el m¨¢s m¨ªnimo esfuerzo, s¨®lo el ganar los pesos que pasaba a cambio, hab¨ªa apaciguado sus permanentes urgencias, convencido de que el diablo se apoder¨® de su deseo muy temprano y que el infierno mismo le enviaba esta continua lascivia de la que no lograba desprenderse. Una cosa s¨ª lo aterrorizaba: que en la oficina lo descubrieran, que alguno de sus compa?eros notara el bulto en sus pantalones cada vez que una mujer apetecible se acercaba a las ventanillas, cada vez que la g¨¹erita cruzaba el pasillo contone¨¢ndose sin recato, ostentosamente.Para el curso electoral preparatorio, aquel al cual lo invit¨® su jefe para preparar el buen desempe?o del d¨ªa de hoy, la g¨¹erita lleg¨® tarde el primer d¨ªa y, muy displicente, recorri¨® con sus ojazos el recinto buscando un lugar donde sentarse. El ¨²nico asiento vac¨ªo que quedaba a esa hora era ah¨ª, justo ah¨ª, al lado de Pedro ?ngel Reyes, y mientras ella se acomodaba y meneaba sus piernas, bien moldeadas, muy vistosas bajo la minifalda del traje azul, su coraz¨®n, previsiblemente, comenz¨® a galopar. La carne, la promesa de la carne, la buena carne. Conoc¨ªa de memoria el efecto de aquel galope, pod¨ªa incluso cronometrarlo, por lo que alcanz¨® unos papeles impresos que descansaban sobre la peque?a mesa frente a su silla y los instal¨® disimuladamente en su regazo, protegi¨¦ndose de cualquier indiscreci¨®n. Poco y nada logr¨® escuchar del discurso y las instrucciones que se impart¨ªan en la sala, pero su pose de atenci¨®n resultaba indesmentible. Al terminar la sesi¨®n, se puso r¨¢pido de pie e intent¨®, con un gesto galante, remover el respaldo de la silla donde se sentaba la g¨¹erita, pero ¨¦sta lo despach¨® con una implacable mirada de desd¨¦n, tomando con sus propias manos el asiento y levant¨¢ndose en el acto.
Las calles est¨¢n casi vac¨ªas y se respira en ellas una cierta contenci¨®n. Es muy temprano para que los ni?os jueguen fuera de sus casas, el abandono ayuda a impregnarlas de un leve aire fantasmal. Sin olvidar su nuevo paso erguido, como si una espada de hierro se atara a su espalda, Pedro ?ngel Reyes camina hacia la casa donde lo espera su casilla. S¨®lo cuatro cuadras, no tardar¨¢ en llegar.
De pronto, el apacible silencio matinal se interrumpe y una motocicleta roja y negra arrastra r¨¢pida su ruidosa prepotencia por la pr¨®xima calle adelante, la que Pedro Reyes deber¨¢ cruzar. ?De d¨®nde sali¨® ese gato? ?l no alcanz¨® a verlo, s¨®lo sinti¨® su aullido cuando la motocicleta tambale¨® un poco, arroll¨¢ndolo. El motorista no se inmuta y sigue su camino, dejando una estela amarilla a sus espaldas, la del color de su chamarra, y a ¨¦l como ¨²nico testigo. Se acerca y su l¨¢bil coraz¨®n se estrecha al escuchar los gemidos agonizantes. Manchas oscuras ti?en las rayas sobre la piel amarilla, bonito ejemplar el pobre gato. Pero la imagen de la sangre lo desconcierta. El cuerpo de Carmen Garza golpea su visi¨®n como un saco de piel. Y mientras aumenta el charco circular alrededor del animal, ¨¦l se acuclilla sin arrodillarse, no debe ensuciar el pantal¨®n, lucir respetable hoy en las casillas es la consigna. Las entra?as del gato se esparcen por la calle, un nuevo golpe de visi¨®n y los cuerpos de sus compa?eros de oficina revientan en el pavimento. Zancadilla tras zancadilla, la vida entera de Pedro ?ngel Reyes es como la sensaci¨®n de andar descalzo, cuando cada paso debiera darse con los pies cubiertos, la pena de mirarse casi mutilado porque los ojos de sus compa?eros saltan sobre ¨¦l, m¨¢s all¨¢ de ¨¦l, lo ignoran, lo ignoran y no dejan de ignorarlo, esos pies desguarnecidos, est¨¢ticos mientras los dem¨¢s avanzan, esos pies detenidos en su desnudez por la verg¨¹enza de que te los miren, de que te apunten, mira, all¨¢ va ¨¦se, sin zapatos. Y cuando hoy amanec¨ªa, cuando su cuerpo desaseado le advirti¨® en la cama la necesidad del deseo, cuando arrim¨® su cabeza al pecho de Carmen Garza, ¨¦sta lo espet¨®: tu pelo huele a rat¨®n.
No debe tocar al gato, no debe tocar la sangre.
Hoy es el d¨ªa de la venganza.
Esta noche la g¨¹erita acudir¨¢ a la fiesta de celebraci¨®n, ya le advirti¨® que all¨ª conversar¨ªan, se lo dijo en la ¨²ltima sesi¨®n del curso cuando casi por h¨¢bito volvi¨® a elegir el mismo lugar a su lado, cuando por fin ella repar¨® en su presencia aceptando que le levantase la silla en la m¨¢s primitiva de las galanter¨ªas. Tambi¨¦n trabajo en el municipio, le dijo Pedro ?ngel Reyes, imperdonable habr¨ªa resultado dejar pasar el instante en que lo vio, al fin, lo vio y lo mir¨®, en la oficina de Partes; qu¨¦ casualidad, s¨ª, qu¨¦ casualidad, eres uno de los nuestros; s¨ª, s¨ª, soy de los vuestros, soy de alguien; s¨ª, tuyo. El domingo ganaremos; s¨ª, a celebrarlo, s¨ª; ?cu¨¢ntos votos has conseguido?; varios, bastantes, muchos, ni s¨¦ por qui¨¦n vota mi propia mujer, soy un mentiroso, pero si pudiera, los falsifico; todo para contentar a la g¨¹erita, a mi jefe, para que cumpla la promesa de subirme el sueldo despu¨¦s del trabajito que le hice, no fue tan f¨¢cil, desaparecer esos papeles podr¨ªa resultarme caro; despu¨¦s de todo soy el ¨²nico que los maneja, pinches papeles, de algo me sirvieron, el jefe no olvida los favores, as¨ª me lo dijo, y ahora, ma?ana mismo, me dar¨¢ el ascenso; no es una pura cuesti¨®n de sueldo, hacerme de la g¨¹erita es m¨¢s que un sueldo, zafarme de la vieja es m¨¢s que un sueldo, el prestigio frente a mis compa?eros es mucho m¨¢s que un sueldo.
Se extinguen los gemidos, el gato ya est¨¢ muerto y rematado. Debe arrancarse de las pupilas el color de la sangre. Debe seguir su camino, enhiesto con la invisible espada a cuestas, ignorar esas entra?as repartidas en el pavimento, esos intestinos despanzurrados, hacer caso omiso de esa carne pobre, fea y desparramada que de alguna forma oblicua le recuerda la suya. Y la de Carmen Garza, esquiva la muy perla, opaca y desafinada como la trompeta de un mariachi viejo. Su voluntad esta ma?ana es inquebrantable. Unas pocas cuadras, y ya est¨¢. Pero le resulta dif¨ªcil abandonar el cad¨¢ver del gato en plena calle; en su infancia ¨¦l enterraba a los animales muertos, siempre lo hizo, por principio. Buscaba cajas de cart¨®n en el desperdicio y los convert¨ªa en ata¨²des, con la pala de su padre cavaba peque?as tumbas agujeros y les daba la m¨¢s digna sepultura. Incluso a su perro, un quiltro que recogi¨® en un basural, le sum¨® a la tierra una estampa de la Virgen de Guadalupe. Pero el perro le pertenec¨ªa y este gato es ajeno. Al menos moverlo, correrlo hacia la vereda, que no vuelvan a arrollarlo; cu¨¢ntas muertes deber¨¢ sufrir el pobre. Con cautela, le tom¨® la cabeza, la cabeza no est¨¢ aplastada; sin levantar el cuerpo lo arrastra poco a poco, lentamente, hasta depositarlo en la acera. Lo mueve a¨²n un poco m¨¢s para que el tronco de un ¨¢rbol lo proteja. Casi una sepultura. Orgulloso, se pone de pie; la tarea, cumplida. Advierte en su mano derecha una peque?a mancha de sangre. A falta de pa?uelo, introduce la mano al bolsillo del pantal¨®n, refreg¨¢ndola all¨ª dentro hasta limpiarla. Entonces, ya puede seguir la huella.
Continuar¨¢
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