El amor en el tiempo de los dinosaurios (3)
Apura el paso. Para que el camino se hiciera m¨¢s corto, empez¨® a contar las filas de adoquines, pero luego de cinco minutos recapacit¨®, pues no lleg¨® a ning¨²n n¨²mero concreto. No importa, ya ha llegado a la casa indicada. La casilla est¨¢ en orden, todo a tiempo para dar inicio al proceso. Los otros se le han adelantado y ¨¦l es el ¨²ltimo, todo por culpa del gato. Detecta de inmediato a aquellos que lo advirtieron ser¨ªan sus dos adversarios, lo explic¨® el jefe, no debe perder de vista ninguna de sus acciones, pueden ser peligrosos, ponerse necios y limitar su margen de maniobra. Ya en el curso preparatorio le ense?aron todas las formas de fraude posible -las que uno puede hacer, que el profesor llam¨® "activas", y las que puede implementar el adversario, bautizadas como "pasivas"-. ?se fue el d¨ªa en que la g¨¹erita no asisti¨® y ¨¦l puso atenci¨®n a todo lo que ense?aron. Un mundo nuevo para Pedro ?ngel Reyes, nuevo, extra?o, inconmensurable. Tantas veces durante su vida acudi¨® a votar sin ninguna conciencia de lo que ocurr¨ªa tras el voto, es m¨¢s, nunca repar¨® en los apoderados de las listas. Hoy, ¨¦l es uno de ellos y quiz¨¢s vengan a votar personas que tampoco sepan cu¨¢nto se juega en este d¨ªa, que desconozcan la enorme parafernalia que existe tras una simple papeleta y que, por supuesto, tampoco reparen en ¨¦l. Lo piensa dos veces y una sonrisa se le escapa de los labios transformada en mueca, como si alguna vez ¨¦l hubiese merecido mayor reparo, ?puede un d¨ªa de elecciones cambiar tanto como las miradas en las pupilas ajenas?Gordo, muy gordo, su barba no ha sido afeitada al menos en tres o cuatro d¨ªas y su polo largo cuelga grasoso hasta los hombros. Allen Ginsberg, dijo cuando se present¨®, ll¨¢meme licenciado Ginsberg. Pedro ?ngel Reyes lo mira sorprendido, no tiene pinta de gringo para llevar ese nombre; es m¨¢s, en una prueba de blancura, ¨¦l le gana. Si su padre es gringo, sali¨® a su madre, qu¨¦ duda cabe, azteca pura. El otro se las da de se?orito, todo su atuendo lo grita a veces como tambi¨¦n sus facciones claras, no pens¨® en arreglarse ni acicalarse en un d¨ªa como ¨¦ste, y yo que me puse el terno y la corbata, ni siquiera van muy limpios sus vaqueros, pero reconozco la impecabilidad de su camisa celeste, id¨¦ntica a la que exhibe su candidato en la tele. Ambos miran a Pedro ?ngel Reyes con desconfianza, aunque entre ellos tampoco lo hacen mal. Con fastidio reconocen su leg¨ªtima presencia en el local y ¨¦l se pregunta, aunque el jefe se lo haya prevenido, c¨®mo puede un ser humano desconfiar de otro sin conocerlo, sin poseer ning¨²n antecedente previo. ?Te parece poco antecedente el partido al que representas, Reyes, eres buey o te haces?
"Cayeron de rodillas en catedrales sin esperanza rogando por su mutua salvaci¨®n y la luz y los pechos, hasta que el alma les ilumin¨® el pelo por un instante". Mir¨® al gordo sentado a su lado, los botones de la camisa batallando contra el vientre para no explotar, y con humildad se excusa, no ha entendido el significado de sus palabras. No importa, soy poeta, fue toda la respuesta del otro. Supuso que con eso bastaba, que una licencia t¨¢cita envolv¨ªa al gordo y no a ¨¦l, que se empe?aba tanto en su dicci¨®n y en el sentido com¨²n de cada uno de sus decires. Se distrajo en las capas de grasa que cubr¨ªan ese cuerpo, en la falta de agilidad de esos pliegues, ?c¨®mo se coger¨ªa a una mujer dif¨ªcil como Carmen Garza?, ?qu¨¦ resentimientos profundos guarda un ser con ese volumen? Los gordos se inventan a s¨ª mismos una aceptaci¨®n que nunca es cierta, nadie se ufana definitivamente de tales dimensiones, sino los que ya se entregaron, los que no quieren m¨¢s guerra, los que han decidido dejar de gustarse.
Una bocanada de humo lo ahoga. El se?orito de los vaqueros ataca un paquete de Marlboro rojo, el muy macho no fumar¨ªa light, y sin ofrecerle a nadie, ha encendido un cigarrillo y comienza a aspirarlo con enorme placer. Lentamente deposita el humo sobre el rostro de Pedro ?ngel Reyes. La peque?a tos de ¨¦ste, irreprimible, no lo disuade. Mira aburrido a los votantes mientras fuma, su falta de conocimiento de este rinc¨®n del municipio es obvia y no pretende disimularla. S¨®lo cumple un tr¨¢mite y como tal act¨²a, dejando muy claro que parte importante de aquel tr¨¢mite consiste en demostrar una arrogancia y una falsa displicencia hacia el se?or de bigote ralo y gris que se sienta a su lado. Su enemigo principal eres t¨², Reyes, ?no te asombra tal categor¨ªa?
"Regresando a?os m¨¢s tarde calvos con una peluca de sangre y l¨¢grimas y dedos, a la visible condena del loco de las salas de los manicomios del este". Ya, esta vez no preguntar¨¢ nada, que contin¨²e el poeta, total, nadie le hace caso, y menos que nadie el se?orito. Fue entonces que apareci¨® esa mujer. Una morena de ojos grandes y anchas caderas, una Mar¨ªa F¨¦lix actualizada en versi¨®n Huixquilucan. Tra¨ªa refrescos en una bolsa de malla y unos peque?os envoltorios cubiertos por semillotas blancas. Ante el estupor de Pedro ?ngel Reyes, se dirigi¨® sin titubeos hacia ¨¦l. Tendr¨¢ hambre ya, compa?ero, le dicen esos labios carnosos y pintados, y haciendo caso omiso de las miradas del poeta gordo y del se?orito arrogante, abre la bolsa, destapa con agilidad una Lift y desenvuelve una torta tentadora, un bolillo donde asoman trozos de jam¨®n, huevo, frijoles, tomate y carne. Reci¨¦n al entreg¨¢rselos parece tomar nota de las otras presencias, y con una sonrisa f¨¢cil los despacha, ustedes tendr¨¢n qui¨¦n les traiga comida, y punto. Claro, c¨®mo no se dio cuenta lo grande que era su hambre, lo devorar¨ªa todo, todo, torta, Lift, y si pudiera, Mar¨ªa F¨¦lix incluida, este ¨¢ngel ca¨ªdo del cielo s¨®lo para m¨ª; c¨®mo no me met¨ª en pol¨ªtica antes; de haber sabido que as¨ª ven¨ªa la mano, cu¨¢nto tiempo desperdiciado, cu¨¢nto, Dios m¨ªo.
Hazme cancha, morenito; s¨ª, eso le dijo; no es que Pedro ?ngel Reyes sue?e, se lo dijo as¨ª, mientras introduc¨ªa un muslo en la punta de su silla. Con rapidez autom¨¢tica, porque el cerebro ya le hab¨ªa dejado de funcionar, ¨¦l mueve sus huesos hacia un costado, haci¨¦ndole lugar. De pronto, siente la pierna de Mar¨ªa F¨¦lix contra la suya. Cree que va a atragantarse cuando la presi¨®n de esa pierna insiste, el jam¨®n se atora en su garganta y toma un trago de Lift. La erecci¨®n, carajo, ya, ah¨ª est¨¢, debajo de la mesa, ?c¨®mo mierdas la disimulo! Come tranquilo, le susurr¨® ella comprensiva, adem¨¢s de hermosa, adem¨¢s de rica -una aut¨¦ntica mamacita-, adem¨¢s de generosa, es comprensiva; ?ser¨¢ a este pobre servidor que le est¨¢ sucediendo cuando nunca me sucede nada; c¨®mo es posible, tanto poder da el partido, de la noche a la ma?ana me torn¨¦ irresistible? Terminada la torta, por fin, la pierna a¨²n instalada contra la suya, busca una servilleta para limpiarse manos y boca. Ella se la entrega sol¨ªcita, como si adivinara sus pensamientos. Y fue entonces el momento bendito, aquel en que ella toma su mano derecha y con boquita fruncida, entro que suspira, y se queja, ?tienes sangre en tu mano! ?De un gato? Ven, ven conmigo, yo te la limpiar¨¦.
El saco ayud¨®, al menos pudo levantarse del asiento con cierta dignidad, tirando de ¨¦l, escondiendo su bulto como ya sab¨ªa hacerlo y abandonar as¨ª su puesto. Caminar tras la mujer hacia los lavabos, sigui¨¦ndola como el m¨¢s fiel y domesticado de los perros. Ella parec¨ªa conocer bien el camino.
Manita, manita, s¨®lo una lavadita, canturreaba Mar¨ªa F¨¦lix adentro del ba?o, mirando por aqu¨ª, por all¨¢, haciendo caso omiso de un par de hombres que, con justo derecho, la miraron raro, estaban en territorio masculino despu¨¦s de todo; pero, maravillosa ella, no se hac¨ªa problemas; tom¨® su mano, abri¨® la llave del peque?o y blanco lavatorio, la dej¨® correr como si la frescura fuese relevante para la sangre seca de aquella mano derecha, la sangre del gato, y sacando un pa?uelo limpio de un peque?o bolso que pend¨ªa de su hombro, se aboc¨® a su trabajo cual Mar¨ªa Magdalena a las heridas de Jes¨²s. El calor en el agitado cuerpo de Pedro ?ngel Reyes ard¨ªa encendido, refulg¨ªa sin ton ni son, irradiando la sala de ba?o de tal modo que si no actuaba, si no tomaba alguna medida ya la convertir¨ªa, sin refracci¨®n posible, en el centro mismo de una explosi¨®n. El pobre Reyes, desgraciado, no olvida que desde el amanecer el deseo, in¨²tilmente, late.
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