Gregory Peck Vicente Verd¨²
Durante julio de 1994 me envi¨® el peri¨®dico a cubrir varios partidos del Mundial de f¨²tbol en Estados Unidos, y poco antes de la final asist¨ª a un espect¨¢culo con fines ben¨¦ficos en el Dodger Stadium de Los ?ngeles, muy cerca de Pasadena. El acto reun¨ªa a Los Tres Tenores que tambi¨¦n hab¨ªan actuado en el Mundial de Italia, ante las Termas de Caracalla. Dentro del Dodger Stadium se hab¨ªan congregado unas 56.000 personas, a raz¨®n de 130.000 pesetas las entradas de aquellas primeras filas dispuestas con una funda blanca sobre un extenso tapiz p¨²rpura. En esas localidades se hallaban pol¨ªticos, financieros, escritores o deportistas famosos, pero, sobre todo, actores y actrices de Hollywood con sus esposos, sus amantes, sus amigos, sus partenaires.En la sesi¨®n, Pl¨¢cido Domingo, Carreras y Pavarotti cantaron baladas, tarantelas, Granada, pasajes de ¨®pera, el Ave Mar¨ªa de Schubert, y cuando al fin, acompasada por las palmas del p¨²blico, culminaron Cavalleria rusticana, termin¨® la primera parte. Entonces el auditorio se puso todo en pie y unos a otros comenzaron a observarse mutuamente. Yo, por mi parte, en mi imbuida funci¨®n de periodista, emprend¨ª una vuelta de inspecci¨®n entre las filas, por los pasillos, el bar y los entornos del escenario. Vi a Sidney Poitier, a la odiosa Whoopy Goldberg, a Bush y a su se?ora, a Henry Kissinger tosiendo e incluso a Bob Hope, Gene Kelly y Frank Sinatra gast¨¢ndose bromas a manotazos. Pens¨¦ que hab¨ªa visto todo lo importante y empec¨¦ a remontar desde la primera fila a la ¨²ltima por el corredor central de la alfombra p¨²rpura. Cre¨ªa que ya no quedaban m¨¢s celebridades que anotar cuando, de pronto, en mitad de ese desfiladero, apareci¨® ante m¨ª, a menos de tres metros, Gregory Peck, vestido de negro. No hab¨ªa manera de sortearlo, observarlo a hurtadillas, efectuar el cruce de nuestros cuerpos sin dar se?ales de evidente percepci¨®n. Se trataba de Gregory Peck en toda su estatura y existencia, afianzado como en el centro de una pantalla, cubriendo la totalidad de la visi¨®n y de carne y hueso. ?l me mir¨® de una manera bonachona, acostumbrado a todo, y yo lo mir¨¦ sin poder moderar la vista atra¨ªdo por la atracci¨®n. Los dos concertamos entonces la vista un instante, rostro a rostro, en un momento cr¨ªtico dentro del cual se cre¨® la evidencia de que ¨¦l era Gregory Peck y yo era la concavidad sin nombre donde se imprim¨ªa la verificaci¨®n humana de Gregory Peck.
Porque igual que existen visiones espectrales en forma de rel¨¢mpago que trasladan de golpe a un m¨¢s all¨¢, la experiencia del Dodger Stadium supuso el salto a un contacto entre ¨¦l y yo, un fulgor rec¨ªproco despaciosamente preparado en las salas de cine durante d¨¦cadas. Efectivamente, pod¨ªa haberse dado el caso de que, en ese trance, Gregory Peck hubiera dirigido su vista a otro punto, que hubiera desviado la atenci¨®n hacia su estramb¨®tica esposa con turbante que me soslayara. Pero no lo hizo: mantuvo su estampa de los carteles, directa, real, frontal, id¨¦ntica a la de Gringo Viejo. M¨¢s a¨²n: de no haber mediado la raz¨®n habr¨ªa tendido mi mano para estrechar la suya y quien sabe si no me habr¨ªa administrado una amable palmada en la espalda, porque estuvimos as¨ª, cara a cara, casi un segundo y acaso hubi¨¦ramos consumido una d¨¦cima adicional de no asaltarnos un creciente rumor desde el proscenio. Miramos y a Bob Hope lo estaban trasladando en volandas cuatro o cinco se?ores de esmoquin m¨¢s una dama alta con una diadema de brillantes y un vestido aguamarina. Me decid¨ª a acudir y enseguida me adelant¨® Gregory Peck con su se?ora estrafalaria vestida de blanco y plata. Pasaron ante m¨ª dificultosamente, entre las butacas, d¨¢ndome ¨¦l con su traje en mi costado y muy cerca pude aspirar las emanaciones de su ropa, distinguir la espesa hebra de sus cabellos, percatarme de la buena textura de su camisa reci¨¦n adquirida y hasta soportar el dulz¨®n efluvio de su larga conyugalidad con aquella se?ora.
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