Un cuento de encargo (5)
RESUMEN: La preocupaci¨®n de nuestro escritor comienza a convertirse en angustia. Se acaba el plazo y ve m¨¢s cerca la posibilidad de ser incapaz de cumplir el encargo de escribir un relato de verano para el peri¨®dico, y del que no tiene a¨²n ni una l¨ªnea. La obsesi¨®n por este inc¨®modo compromiso comienza incluso a perjudicar a la relaci¨®n con su mujer.
C¨®mo va el cuento?-Mal.
-?Mal? -se alarm¨® el director al otro lado del hilo telef¨®nico.
Lo hab¨ªa cogido en la cama. Durante toda la noche no hab¨ªa podido dormir, y luego se hab¨ªa quedado como un bendito hasta que son¨® el tel¨¦fono, cerca ya del mediod¨ªa.
-Bueno, digamos que no muy bien -matiz¨® el escritor su afirmaci¨®n sobre la marcha.
-?Y eso?
-Pues nada. Que me he atascado.
Era una manera suave de decir lo que le ocurr¨ªa; un eufemismo, s¨®lo que hiperbolizado. En realidad, lo que le ocurr¨ªa es que segu¨ªa sin empezar el cuento y, lo que era a¨²n mucho peor, sin perspectivas de que fuera a hacerlo.
Pero no iba a confes¨¢rselo. No pod¨ªa decirle al director, a tres d¨ªas de la fecha convenida para darle su relato, que a¨²n no lo hab¨ªa empezado.
-Pero lo acabar¨¢s... -suplic¨®, m¨¢s que afirmar, el director, dando ya por entendido que lo har¨ªa con retraso.
-Por supuesto -le dijo el escritor, sin saber c¨®mo saldr¨ªa de aquel atolladero.
Cada vez lo ve¨ªa m¨¢s negro. Llevaba ya varios d¨ªas sumido en el pesimismo, pero, a medida que se acercaba la fecha, ve¨ªa casi imposible que llegara a escribir algo. No s¨®lo no pod¨ªa ya estar tranquilo en su mesa, sino que, desde hac¨ªa dos d¨ªas, ni siquiera pod¨ªa concentrarse.
Al principio, como siempre, lo atribuy¨® al nerviosismo; a esa especie de hormigueo que le invad¨ªa las piernas y que le obligaba a estar paseando todo el d¨ªa por la casa. Pero ahora, el nerviosismo era ya casi una angustia, una especie de inquietud, como una extra?a zozobra que le oprim¨ªa el est¨®mago y que, al acabar el d¨ªa, le hac¨ªa caer rendido en la cama. Aunque luego no se dorm¨ªa. Al contrario, se pasaba horas y horas dando vueltas en la cama, pensando en miles de historias de las que, al d¨ªa siguiente, ni siquiera se acordaba.
La mayor¨ªa eran invenciones, historias imaginarias que surg¨ªan como espectros de la noche y que, como la noche misma, se deshac¨ªan entre las s¨¢banas. Otras eran las de siempre: la de la mujer de azul, la de Crodulfo, la de su padre, que volv¨ªa a darles vueltas y m¨¢s vueltas sin conseguir sacar nada de ellas. Al contrario: parec¨ªa como si el tiempo las hiciese todav¨ªa m¨¢s opacas.
Prob¨®, incluso, con los sue?os; a ver si ellos le dec¨ªan algo. Uno de los que m¨¢s se le repet¨ªan, y que se le lleg¨® a hacer casi obsesivo, era aquel en que ve¨ªa a una ni?a en un balc¨®n asomada, con los brazos extendidos, al vac¨ªo de la calle. Como la mujer de azul, seguramente ten¨ªa un relato, pero ¨¦l no logr¨® encontr¨¢rselo.
Estaba claro, pues, que tendr¨ªa que buscar por otra parte. Por otra parte, s¨ª, ?pero d¨®nde? Ya hab¨ªa agotado todos los temas, todos los cuentos posibles, y ninguno le acababa de gustar. Quiz¨¢ el problema era suyo, que se hab¨ªa quedado seco.
A veces les suced¨ªa a los escritores. A ¨¦l no, pero a algunos s¨ª. De repente se quedaban sin ideas y ten¨ªan que dejar de escribir durante un tiempo. Incluso algunos, como Juan Rulfo, se quedaban callados para siempre.
Pero, ?era por falta de ideas? ?No ser¨ªa por otras causas? Ideas todos ten¨ªan, y Juan Rulfo, mucho m¨¢s. Por lo menos, ya lo hab¨ªa demostrado. Entonces, ?por qu¨¦ dej¨® de escribir? ?No ser¨ªa por desidia, por apat¨ªa existencial, por desinter¨¦s total por lo que ocurr¨ªa en el mundo y aun por la propia literatura?
En cualquier caso, fuera cual fuera la causa por la que de repente alguien decid¨ªa guardar silencio, ya fuera durante un tiempo o definitivamente, si lo que le ocurr¨ªa a ¨¦l era eso, cosa que ya empezaba a pensar, le llegaba en el peor de los momentos. Le quedaban s¨®lo tres d¨ªas para entregar su relato y ten¨ªa que escribirlo como fuera. Aunque no volviera a escribir ya m¨¢s.
Porque la alternativa era renunciar, llamar al director y decirle a bocajarro, despu¨¦s de tanto esperar el cuento, que no contara con ¨¦l. Algo que ni siquiera se le pasaba por la cabeza, ni a ¨¦l ni imaginaba que al director.
El director confiaba en ¨¦l. A pesar de los pesares, confiaba en su palabra y su abandono le sorprender¨ªa tanto como si le dijera que hab¨ªa asesinado a alguien. El director pod¨ªa esperar un retraso (es m¨¢s, contaba seguramente con ¨¦l; por eso le acort¨® el plazo), pero sab¨ªa tambi¨¦n que el escritor acababa siempre cumpliendo sus compromisos, aunque fuera a duras penas y en el ¨²ltimo momento. Por eso, y por amistad (y le gustar¨ªa pensar que tambi¨¦n por su forma de escribir y de pensar), contaba siempre con ¨¦l cuando publicaba cuentos. Por eso no pod¨ªa traicionarlo. Antes, se dijo, le plagiar¨ªa el relato a alguien.
?Y si se lo plagiaba a ¨¦l mismo? ?Si buscaba entre sus libros y papeles m¨¢s antiguos alg¨²n relato perdido o alg¨²n cuento juvenil y lo actualizaba un poco para que nadie se diera cuenta? Pod¨ªa, incluso, darle un trozo de alg¨²n libro; de los primeros, que ya nadie recordaba. Lo aderezar¨ªa un poco y le servir¨ªa para salir del paso.
Pero, ?y si alguien se daba cuenta? ?Si, de pronto, alg¨²n lector descubr¨ªa el autoplagio y escrib¨ªa al director cont¨¢ndole su descubrimiento? Siempre hab¨ªa alguien, en alg¨²n sitio, que lo recordaba todo.
No. No pod¨ªa arriesgarse a eso. Ni por prudencia ni por principios. Antes era preferible renunciar a escribir nada y apechar con las consecuencias.
Pero, ?y si le daba un trozo de la novela; de la que estaba escribiendo ahora? Eso a nadie pod¨ªa molestarle. Al fin y al cabo, era un texto in¨¦dito, aunque no fuera un relato concebido como tal. Ya lo acomodar¨ªa ¨¦l para que lo pareciera. Adem¨¢s, ?qui¨¦n se iba a dar cuenta de ello? La gente lo leer¨ªa como si en verdad lo fuera y, cuando publicara aqu¨¦lla, la mayor¨ªa lo habr¨ªa olvidado.
Pero tampoco eso le parec¨ªa correcto. La novela era sagrada. Ten¨ªa que llegar virgen a los lectores, como las mujeres antes al matrimonio.
Entonces, ?qu¨¦ le quedaba? Realmente, ya muy poco. O, mejor: ya no le quedaba nada. Todas las posibilidades las hab¨ªa desechado una tras otra y lo ¨²nico que le quedaba ya era, como cuando empez¨® a escribir, la hoja en blanco. Mejor dicho, la pantalla del ordenador, que llevaba varias horas encendida esperando in¨²tilmente a que ¨¦l escribiera algo.
Lo mejor ser¨ªa apagarla.
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