El tacto de la polilla (1)
Estabas distra¨ªdo, ven¨ªas de un peque?o restaurante descubierto unas semanas antes, y todav¨ªa saboreabas la papillote de trufas envueltas en jam¨®n ib¨¦rico que hab¨ªas degustado en silencio junto a Marta, tu mujer, casi sin intercalar comentarios, concentrados en el sabor, conscientes de la inutilidad de llenar con palabras ciertas especies de tiempo. Hac¨ªa d¨ªas que buscabas el momento de mostrarle ese fig¨®n y, al salir, cuando os despedisteis, nada permit¨ªa adivinar que unos instantes despu¨¦s el rictus satisfecho con el que ingresaste al despacho iba a desvanecerse con tanta facilidad por una llamada de tel¨¦fono:?Jaime? ?Jaime S¨¢ez? S¨ª, el mismo. D¨ªgame. Bueno... Usted no me conoce. Mi nombre es ?scar, ?scar Hijuelas. Le hablo desde M¨¦xico. Desconcertado, alcanzaste a balbucear: ?Perd¨®n? Mire, es dif¨ªcil -la voz tambi¨¦n sonaba turbada-. Soy, ?c¨®mo decirlo?, algo as¨ª como un secretario o asistente de su padre... En septiembre har¨¢ 25 a?os que trabajamos juntos. Torciste el gesto sintiendo c¨®mo flu¨ªa tu tensi¨®n. Era m¨¢s o menos el mismo tiempo que llevabas sin tener la menor noticia de ¨¦l. Ya, ?qu¨¦ desea? -contestaste con frialdad-. La mera verdad -dijo la voz-, ni yo mismo lo s¨¦. Su padre desconoce esta llamada y, si se enterara... Pens¨¦ que deb¨ªa hacerlo. Usted, quiz¨¢ no lo sepa, es su ¨²nico hijo. ?En fin! Es mejor hablar claro. Los doctores dicen que apenas le quedan seis meses de vida. -Nueva pausa-: ?C¨®mo ha dicho? Eso como m¨¢ximo. Ya tuvo dos ataques al coraz¨®n hace a?os, el ¨²ltimo hace diez u once meses, cuando fuimos a San Diego, pero ahora la lesi¨®n tiene m¨¢s alcance. En apariencia, est¨¢ como siempre. ?Bueno! Cre¨ª que ten¨ªa usted derecho a saberlo. Se lo agradezco -respondiste en tono bajo-: ?Y qu¨¦ quiere que haga? ?Usted? Perdone, nada. No puede hacer nada. S¨®lo trato de informarle. Es su padre, ?sabe? Disculpe -reconociste-. No esperaba esto. Supongo que sabr¨¢ que me abandon¨® cuando ten¨ªa cinco o seis a?os y jam¨¢s supe de ¨¦l. Y de pronto, ahora... Ya s¨¦ -contest¨® con rapidez-. Nunca entend¨ª las razones. Su padre nunca da razones. En todo caso, ya se lo he insinuado, si don Bernardo se entera de esta conversaci¨®n, se va a enojar mucho...
Don Bernardo... Al escuchar el nombre prohibido no pudiste menos que evocar a Elisa, tu madre, a quien nunca hab¨ªas o¨ªdo usar ese apelativo, y si no ten¨ªa m¨¢s remedio que mencionarlo, se refer¨ªa al "murciano". Tu madre hab¨ªa fallecido un a?o atr¨¢s, y aunque en vuestras ¨²ltimas conversaciones, con su penetraci¨®n de siempre, hasta hab¨ªa accedido a tus ansias revelando alg¨²n detalle sobre lo que t¨² nunca hubieras preguntado, tambi¨¦n te hab¨ªa hecho prometer que jam¨¢s te pondr¨ªas en contacto con ¨¦l mientras ella estuviese viva. El silencio se espesaba en la l¨ªnea telef¨®nica. Sonre¨ªste con una mueca tristona, quiz¨¢ fuera ¨¦sa tu ¨²nica actitud clara con el tal Bernardo. El silencio. Tu interlocutor prosigui¨® explic¨¢ndote que si deseabas viajar a M¨¦xico, podr¨ªa pasar a recogerte al aeropuerto. Viv¨ªan cerca de Taxco, a unos 150 kil¨®metros del Distrito Federal... A¨²n intentaste rebelarte: ?Por qu¨¦ piensa que quiero ir? Mire, yo no pienso nada. Imagino que si yo fuera su hijo me gustar¨ªa saber algo m¨¢s... Tal vez no me haya explicado bien. Y, tras otro intervalo: Don Bernardo es un buen hombre, aunque usted no lo crea. No se puede imaginar lo he que rezado por ¨¦l... Callaste, no ibas a facilitar que te internaran en una senda tan expuesta. ?C¨®mo hago para avisarle si decido ir? M¨¢ndeme un e-mail con dos o tres d¨ªas de anticipaci¨®n. Ser¨¢ bastante. Le esperar¨¦ a la salida con un letrero.
Cuando anotabas la direcci¨®n del correo electr¨®nico percibiste por primera vez la sensaci¨®n que te perseguir¨ªa las pr¨®ximas jornadas: comenzar a obedecer, altern¨¢ndolas, dos voluntades distintas -el rencor y la curiosidad-, que de manera inaudita, igual que si se tuviesen miedo, ya no colisionaban entre s¨ª. Luego sentiste el impulso de llamar a Marta para compartir la novedad y, aturdido por el pasmo, soportaste diez o doce veces el repiqueteo mon¨®tono del tel¨¦fono hasta que el sonido se interrumpi¨®. Al colgar segu¨ªas desconcertado. Por unos instantes, todo lo que te hiciera pensar en movimiento te inquietaba e intentaste diluirte en el h¨¢bito del trabajo; otras veces lo hab¨ªas conseguido. Pero no, esa tarde no ibas a evadirte. De hecho, durante las horas siguientes te fue ganando la impresi¨®n de que tu vida comenzaba a trasladarse all¨¢, a la l¨ªnea del horizonte, y el tiempo transcurri¨® en una especie de preparaci¨®n que inclu¨ªa rememorar los escasos detalles propios que conoc¨ªas del hombre que, ahora, treinta a?os m¨¢s tarde, irrump¨ªa por sorpresa en tu existencia.
Siempre te hab¨ªa sobresaltado la furia contenida con la que pretend¨ªan intimidarte los acontecimientos. Entre las escasas vivencias de la vida en com¨²n de tus padres, resonaba de manera especial el sonido de sus voces discutiendo acaloradamente. Una noche -todav¨ªa pod¨ªas evocar el momento- te hab¨ªan despertado los gritos. Al acercarte a su alcoba, viste a tu padre sujet¨¢ndose a las piernas de tu madre, mientras ella lloraba y descargaba sobre su cabello desmara?ado golpes sordos, sin fuerza. El resto de la escena lo escuchaste en la voz grave de Elisa: hab¨ªas estallado en sollozos y, corriendo, te hab¨ªas dirigido en su direcci¨®n. Acabasteis los tres de rodillas, abrazados, sobre la vieja alfombra que a¨²n segu¨ªa presidiendo la parte delantera del dormitorio de la casa cerrada.
La casa en la que no hab¨ªa entrado otro hombre.
Y te dijiste que no deb¨ªas nada a quien nada hizo por ti y que, si eras inteligente, har¨ªas bien en mantenerte detr¨¢s de tus propios ojos como hasta ahora. Y al tiempo que reiterabas esta letan¨ªa que te liberaba de compromisos y obligaciones, amag¨® la primera duda: ?En realidad, estabas pensando s¨®lo en sus deudas o el debate inclu¨ªa tambi¨¦n las tuyas contigo? Aunque empezabas a comprender la inutilidad de mantener un patr¨®n de conducta o una forma de simetr¨ªa en aquel asunto, no fue suficiente y seguiste dici¨¦ndote cosas, bisbise¨¢ndote, llen¨¢ndote de argumentos, haciendo c¨¢balas, elaborando silogismos, tramando argucias y conjeturas, hasta que lleg¨® la hora de decir basta y, de repente, te diste cuenta de que estabas agotado.
Era dif¨ªcil admitir que ya eras consciente de que la vida es simplemente experiencia, y por motivos que a veces no se comprenden con facilidad, no podemos eludir el instinto de hurgar en nuestras fuentes.
Una hora m¨¢s tarde tuviste el valor de abandonar la oficina sin dar explicaciones a nadie. En el ascensor intentaste silbar una melod¨ªa sin el menor ¨¦xito. Es verdad, no la encontraste. Tampoco era f¨¢cil, ten¨ªa que ser una que te quitara el mal aliento. Camino del metro ibas pendiente de los zapatos, como si el hecho de estar movi¨¦ndote y hacer algo en medio de la desventura te resultara sorprendente: "Es curioso -pensaste al bajar las escaleras-. Parece como si este ?scar hubiera adivinado que soy lento para las reacciones".
Por la noche, en tu casa, fuiste incluso m¨¢s equ¨ªvoco: no se lo explicaste a Marta, que, menos mal, estaba en sus asuntos y no percibi¨® nada; balbuceaste una excusa y te dirigiste a la cama; all¨ª, a pesar de las precauciones farmac¨¦uticas, s¨®lo conseguir¨ªas dormir a pierna suelta durante tres o cuatro horas, hasta que el horror de una pesadilla te hiciera incorporarte en medio de la m¨¢s negra oscuridad. Es probable que ya fueras consciente del rumbo de la decisi¨®n porque, por mucho que el coraz¨®n recobrara su curso normal, tus pies no lograron aquietarse bajo las s¨¢banas. Era l¨®gico, por fin reun¨ªas el coraje suficiente para recuperar tu pasado sin las restricciones que te imped¨ªan ver claro: ver lo justo, lo verdadero, sin reprimir el deseo de que el dolor pudiera germinar convertido en alivio. Al menos lograste mirarte desde una cierta distancia. Ya s¨¦, rehu¨ªas alimentar a la oruga, pero era bastante si eras capaz de permitir que te llegaran los susurros de la cris¨¢lida: lo que surgiera despu¨¦s obedecer¨ªa a su propia naturaleza y estar¨ªa fuera de tu control.
Por la ma?ana, poco antes de las diez, ten¨ªas el billete de avi¨®n en tu poder.
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