La sociedad de los poetas
Cuando muere un poeta, los que quedan aprovechan para ajustar las cuentas. La ley se cumpli¨® con inexorable fatalidad tiempo atr¨¢s con Rafael Alberti y tambi¨¦n, m¨¢s recientemente, con Jos¨¦ ?ngel Valente. Aunque las trifulcas se agudizan en los periodos sucesorios, al igual que suced¨ªa con los Corleone, la guerra de baja intensidad no conoce la tregua ni los territorios vedados. La vanidad impide borrar las huellas y no cuesta encontrar las pistas: en la trastienda de la correspondencia; en los mostradores para clientes habituales, los diarios pensados para publicaci¨®n, trufados de c¨®mplices menciones a los compa?eros de oficio; en los escaparates m¨¢s vistosos, las antolog¨ªas, en las que la decisi¨®n de incluir a unos y excluir a otros no siempre sigue criterios de calidad, y, por supuesto, en las rese?as y en la propia obra, en donde, de vez en vez, todo hay que decirlo, la peor bilis destila excelentes poemas. Editoriales, ciclos universitarios, revistas, en la m¨¢s humilde loma se afincan las trincheras.Las estrategias se repiten una y otra vez. En unos casos se elogian ciertas caracter¨ªsticas del quehacer del poeta muerto que, curiosamente, el cronista reconoce como propias, y de la que carecen los "otros", los que negaron el pan y la sal al desaparecido y, por implicaci¨®n, al cronista. Otras veces se enfatiza que el poeta evitaba el poder y sus entornos, que despreciaba las tribus literarias y los diversos lugares en donde los recursos y las publicaciones se distribuyen. Tambi¨¦n como uno, como el que escribe. No parece importar mucho que, con frecuencia, esas opiniones se expresan en cursos de verano bien retribuidos, en entrevistas a las que se acude despu¨¦s de recoger un premio literario o en influyentes suplementos literarios de los peri¨®dicos. Tampoco falta el elogio que esconde el vinagre. La alabanza exagerada a un poeta menor como "¨²nico en su g¨¦nero" es un modo de ningunear a alg¨²n otro que anda lidiando con parejos materiales. Otras veces el procedimiento es m¨¢s sutil y de alguien que ha quemado media vida escribiendo poes¨ªa y que apenas ha escrito cuatro l¨ªneas a rengl¨®n corrido, se dice que "lo mejor de su obra est¨¢ en sus ensayos".
Ante esas maneras resulta tentador corregir la t¨®pica imagen de los poetas como esp¨ªritus nobles en continuo trasiego con los matices mas sutiles del alma y pensar que se trata de unos truhanes a tiempo completo, paranoicos, atentos a cualquier menci¨®n en papel impreso, no importa si en hoja parroquial o en revista especializada, escrutando las menores se?ales de aprecio o desconsideraci¨®n; inventariando agravios y sedimentando rencores con la pulcra contabilidad de un C¨¦sar Borgia a la espera de que llegue la ocasi¨®n de pasar la factura, as¨ª pasen mil a?os, cuando los dioses o, m¨¢s cercanamente, los editores o alg¨²n cargo pol¨ªtico pongan en sus manos alg¨²n poder o bot¨ªn presupuestario. Otros, m¨¢s caritativos, les conceden la posibilidad de la majader¨ªa, una suerte de maldad por horas, de enajenaci¨®n transitoria. En lo que viene a ser una recreaci¨®n aguada de la teor¨ªa plat¨®nica del artista como un ser pose¨ªdo por los dioses, los poetas estar¨ªan amasados con un barro de baja calidad, propenso a los desequilibrios y, aun si buena parte del d¨ªa acompasan sus h¨¢bitos a los de la ciudadan¨ªa corriente y moliente, en ciertas horas extraviar¨ªan el juicio, y en su desvar¨ªo, unas veces les da por la escritura y otras por el recelo y la mezquindad rencorosa.
Pero quiz¨¢ las cosas sean m¨¢s sencillas y, para bien o para mal, no haya que pensar que la fibra moral o psicol¨®gica de los poetas sea de un material especial. Quiz¨¢ la singularidad no est¨¦ en los poetas, sino en la poes¨ªa o, m¨¢s exactamente, en las peculiares circunstancias de reconocimiento que concurren en el oficio po¨¦tico y en otras muchas actividades, circunstancias que inevitablemente acaban por desencadenar comportamientos como los descritos. Me explico con la cobard¨ªa del ejemplo y la comparaci¨®n. En una competici¨®n atl¨¦tica como los cien metros lisos, a la hora de otorgar los premios est¨¢ claro el objetivo, identificar al corredor m¨¢s r¨¢pido, y hay un procedimiento inequ¨ªvoco para determinar qui¨¦n lo es: el que llega primero. La reputaci¨®n, las ganancias y los elogios son cosa derivada que no se confunde con lo que sucede en la pista. En las ciencias solventes, mal que bien, sucede algo parecido. El cient¨ªfico puede ser un bendito o un miserable, amar el conocimiento o el dinero y la fama, pero la existencia de claras reglas del juego impone que, sean cuales sean sus motivaciones, se vea obligado a jugar al juego de la verdad.
Un objetivo claro y un procedimiento p¨²blico con reglas precisas descargan psicol¨®gicamente los mecanismos de reconocimiento y retribuci¨®n, cancelan la arbitrariedad y sus tributos. Cuando esas circunstancias no se dan, se abre la veda para las inseguridades, los clientelismos, las filias y las fobias. S¨®lo queda uno, con sus dudas, o los otros, con sus deudas. El reconocimiento s¨®lo puede proceder del p¨²blico, del grupo o de uno mismo. Respectivamente, se corresponde con tres modelos de comportamiento diferentes: el populista, el sectario y el iluminado. Cada uno tiene sus reglas. Y sus patolog¨ªas.
En el primer caso, cuando el reconocimiento se adquiere a trav¨¦s del "p¨²blico", el poeta tiene que lidiar con un serio problema de autoestima. En actividades, como la poes¨ªa, que requieren cierto entrenamiento para su disfrute, no es frecuente que coincidan el gusto mayoritario y el gusto refinado. Casi por definici¨®n, el buen gusto es un gusto minoritario. No importa ahora la pertinencia de ese juicio, que alguna tiene. Lo relevante es que, en esas condiciones, el autor popular parece condenado a admitir que su trabajo es "menor", poesia de les senyoretes de que hablaba Pla. Le queda, por supuesto, la posibilidad de atribuir al p¨²blico la condici¨®n exclusiva de juez est¨¦tico y, por esa v¨ªa, confirmar la calidad de su quehacer. Pero la elecci¨®n tiene su precio. En su psiquis y, con facilidad, por derivaci¨®n, en su trabajo. La dependencia de los humores de "ese p¨²blico al que tanto quiero y al que tanto debo" favorece la fragilidad ps¨ªquica y, por ende, complica la consecuci¨®n de la autonom¨ªa y la confianza en el propio quehacer que requiere la genuina actividad art¨ªstica.
El sistema de retribuci¨®n de las sectas ha sido cultivado hasta el tedio entre poetas. Est¨¢ detr¨¢s de no pocas antolog¨ªas, manifiestos y grupos generacionales. En este caso, el reconocimiento se realiza a trav¨¦s de la propia tribu. Decir que los amigos de uno son inteligentes es un modo apenas velado de afirmar el propio talento. Y uno est¨¢ obligado a cre¨¦rselo. El reconocimiento unilateral es un imposible: yo no puedo sentirme complacido por los elogios de alguien cuyas opiniones desprecio. Por eso, tenemos una natural disposici¨®n a creer que nuestros amigos son lo mejor de cada casa. Cada cual toca el tambor al paso de uno de los suyos. Por lo mismo, resulta conveniente psicol¨®gicamente descalificar a aquellos que no comparten nuestros gustos. Lo mejor es elogiar a quienes forman parte de nuestra secta y, en el mismo movimiento, acuchillar a los otros. Por supuesto, como todos las sectas hacen los propio, todos confirman con ello su propio juicio.
Finalmente, la confianza y el reconocimiento pueden venir de uno mismo. El poeta puede verse a s¨ª mismo como un navegante solitario que se sabe en una larga traves¨ªa sin otro sost¨¦n que su propia voluntad. Si se lleva hasta el final, esta actitud ha de pasar inadevertida. A quien desprecia los cen¨¢culos, no le cabe lamentarse de que no lo inviten. Del mismo modo que hay virtudes que desaparecen cuando se proclaman, como la modestia, la marginaci¨®n consecuente no puede buscar la publicidad. Si s¨®lo se quieren tratos con la eternidad, hay que tener paciencia. La posteridad tiene eso: nunca est¨¢ aqu¨ª para repartir premios. Si uno sostiene que est¨¢ clamando en el desierto, no debe esperar ser escuchado y, si no lo espera, no tiene razones para hablar. Hay que tener una pasta especial, aplomada, serenamente cl¨¢sica, con una ajustada autoiron¨ªa, para manejar sanamente esta actitud. No resulta sencillo, desde luego, no ser deudor de las opiniones de los otros y, a la vez, no incurrir en la soberbia de quien cree que s¨®lo se tutea con Dios. La m¨¢s com¨²n es encontrar unos profetas de la religi¨®n de uno mismo que, con voz atronante y justiciera, entretienen su tiempo en descalificar a unos y otros. Muchos se sienten obligados a ello: si se acepta que hay un tribunal que eval¨²a con justicia y uno suspende, la cosa se lleva mal; y si se aprueba, la autocalificaci¨®n de "incomprendidos" se revela falsa. Lo mejor es ajusticiar a los candidatos a jueces. Aunque, bien mirado, de ser consecuentes, ni siquiera esa actitud cabr¨ªa. Despu¨¦s de todo, el reproche carece siempre de sentido. Presume lo que niega. S¨®lo tiene sentido si quien lo padece acepta la norma y precisamente lo que se le reprocha es que no asume la norma.
De todo eso hay en el gremio y no costar¨ªa ilustrar cada caso. Lo terrible es que, finalmente, la responsabilidad de los poetas es m¨¢s bien escasa. La naturaleza de su arte y los escenarios de retribuci¨®n imponen unos comportamientos que a buen seguro no gustan a muchos de sus protagonistas. Como si una ley ajena les dictara el gui¨®n. Las reglas deciden los enteros y a ellos apenas les queda escoger el quinto decimal. Sin poder apearse. Tambi¨¦n en esto, como los dem¨¢s mortales.
F¨¦lix Ovejero Lucas es profesor de Metodolog¨ªa de las Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona.
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