El tacto de la polilla (2)
En la salida del aeropuerto de la ciudad de M¨¦xico el tumulto me paraliz¨®: ?c¨®mo reconocer, en medio del caos, a un desconocido? Pas¨¦ varios minutos mirando por encima de las cabezas, adivinando mi nombre en cada cartel, buscando un gesto c¨®mplice: ?Jaime? ?Es usted Jaime S¨¢ez? Asent¨ª, dej¨¦ caer la maleta al suelo y nos estrechamos la mano. La de ?scar era grande, firme y un poco caliente. Algo encorvado, bajo y ligeramente barrig¨®n, ten¨ªa, sin embargo, un aire festivo que de entrada deb¨ªa hacerle caer simp¨¢tico a la gente.Durante el trayecto hasta Taxco hablamos poco, mis ideas segu¨ªan dando vueltas alrededor de un punto fijo, lo mismo que las polillas en torno a la luz, y no deseaba adelantar acontecimientos. Por momentos intent¨¦ aferrarme a mis convicciones y continu¨¦ con la misma letan¨ªa que me hab¨ªa repetido hasta la saciedad en el avi¨®n: no demostrar emociones, mantenerme firme, mantenerme firme. Sin embargo, estaba agotado y no consegu¨ªa fijar las ideas. Ten¨ªa la sensaci¨®n de que estaba dejando escapar lo m¨¢s importante. Por instantes me adormec¨ª, aunque no del todo; estaba justo lo bastante despierto para darme cuenta de que dorm¨ªa.
Apenas recuerdo fragmentos de aquella noche. La llegada a una finca desvencijada, hecha de patios, corredores y peque?os edificios; la jaur¨ªa de perros flacos, furiosos, que, desde la entrada, persigui¨® el coche tratando de morder las ruedas; el momento en que ?scar me introdujo en una cocina enorme y sent¨ª seis pares de ojos taladr¨¢ndome; la rapidez con que se diluy¨® el reconocimiento y las muchachas que trajinaban en los fogones ya estaban de nuevo en sus quehaceres; la expresi¨®n ce?uda de los peones que com¨ªan en una esquina de la mesa; la manera en que se prolongaban los silencios; la aparici¨®n de una mujer peque?a y gruesa, con el cabello recogido en la nuca, sec¨¢ndose las manos en el delantal. ?scar se apresur¨® a presentarla como Adela, la madre de Mar¨ªa. ?Mar¨ªa? -pregunt¨¦-. Mar¨ªa es la esposa de su padre, se?or. ?Nadie le dijo? Vi a ?scar encogerse de hombros al tiempo que miraba de otra manera a aquella figura y me percataba de que sus ojos eran realmente magn¨ªficos, grandes, negros, con una indefinible expresi¨®n de gravedad y de energ¨ªa. Parec¨ªa imposible no haber reparado en ellos. Recuerdo tambi¨¦n que me acercaron un cuenco con sopa y que, una vez, cuando me llevaba la cuchara a la boca, se aproxim¨® Adela: ?Le gustar¨ªa una tortilla tostada con el caldo? ?Est¨¢ bueno de sal? -dijo, acerc¨¢ndome una gallinita de vidrio azul.
Luego todo se desdibuj¨® hasta que por la ma?ana sal¨ª de mi habitaci¨®n al jard¨ªn y me hiri¨® el paisaje. Todo, incluso la fuerza del sol, laceraba la vista. Ech¨¦ a andar con cautela por un prado de caminos desiguales que se escurr¨ªan en todas direcciones. Eleg¨ª el que parec¨ªa m¨¢s importante a causa de los macetones resquebrajados con buganvillas que adornaban sus lindes y, caminando, sent¨ª los zumbidos de apresurados insectos hasta que llegu¨¦ a la puerta del edificio principal y conoc¨ª a la mujer de mi padre. Al entrar en el zagu¨¢n la vi venir junto a ?scar, sonriendo. Era apenas una muchacha de dieciocho o diecinueve a?os, guapa, de aire pac¨ªfico y formas escasas, vestida de blanco, con los mismos ojos negros de su madre, como ara?as nocturnas: Buenos d¨ªas -me dijo-. ?Ya se desayun¨®? Negu¨¦ con un adem¨¢n y les segu¨ª hasta una terraza amplia donde hab¨ªan dispuesto con todo esmero platos, tazas y frutas en el centro de una mesita. Ella se sent¨® aparte, sola, en la parte superior de unos escalones, impartiendo ¨®rdenes con un leve movimiento de la mirada. Poco despu¨¦s ?scar vino a recogerme y me propuso dar una vuelta por el jard¨ªn. Caminamos hasta que se detuvo para llamar a un hombre que trabajaba junto a un muro: Ac¨¦rquese, Manuel. ?D¨®nde est¨¢ el se?or? Don Bernardo se encuentra en la alberca, dormitando.
Hab¨ªa llegado la hora de enfrentarme con mi padre. ?scar debi¨® apreciar la transformaci¨®n de mi rostro: ?Le indico por d¨®nde se va a la alberca? -pregunt¨® con suavidad, al tiempo que se?alaba un sendero que se bifurcaba a la derecha-. Mejor lo dejo solo. No tiene pierde.
Ya sin elecci¨®n, trat¨¦ de ocultar el nudo de la garganta adentr¨¢ndome en el camino hasta descubrir que, en efecto, all¨ª estaba Bernardo, el murciano, despatarrado sobre una colchoneta en medio del agua sucia, verdeazulada, sobre la que flotaban, a intervalos irregulares, p¨¦talos rojizos de flores de buganvilla. Lo que no pod¨ªa imaginar es la manera en la que parec¨ªan mofarse de m¨ª los acontecimientos: le hall¨¦ tumbado boca arriba, durmiendo, roncando sonoramente. Desconcertado por esta indiferencia c¨®mica del primer encuentro, atraves¨¦ las losas de barro que daban forma a la piscina y llegu¨¦ a una habitaci¨®n redonda en la que se o¨ªa el ronroneo de un refrigerador. Me sent¨¦ en un sof¨¢ y me qued¨¦ contemplando las botellas de licor, los libros alineados en los estantes, los cuadros coloniales y los carteles cinematogr¨¢ficos descoloridos por el tiempo. A mi izquierda, un joven Sean Connery peinado de forma impecable sosten¨ªa una pistola entre sus dos manos y apuntaba hacia el cielo. Con las mand¨ªbulas tensas mir¨¦ a Sean Connery intentando devolverle su et¨¦rea sonrisa y tratando de o¨ªr a trav¨¦s de la puerta.
-Hola, Jaime. As¨ª que lo has hecho. Bienvenido a M¨¦xico.
Cuando me volv¨ª, la imagen tosca y envejecida, con el largo pelo ceniza desbaratado sobre la frente, y el abdomen grueso, ros¨¢ceo, que hab¨ªa entrevisto sobre la colchoneta, se hab¨ªa transformado en otra persona m¨¢s fuerte y recia, que conten¨ªa la respiraci¨®n para ocultar su tripa y se revelaba orgulloso de su apariencia en traje de ba?o. La verdad, el hombre que ten¨ªa tres pasos por delante ni aparentaba los 65 a?os cumplidos que yo sab¨ªa que ten¨ªa, ni parec¨ªa mostrar la menor se?al de culpa: Anda, ven, vamos a dar una vuelta -dijo-. Quiero hablar contigo. Extendi¨® un brazo con la mano abierta y nos pusimos a caminar, ¨¦l por delante y yo atr¨¢s, hasta la terraza del desayuno, donde Adela, la madre de Mar¨ªa, se hab¨ªa puesto a remendar calcetines sentada en una mecedora. Al vernos llegar alz¨® los ojos con rapidez y sigui¨® en su labor. Luego subimos unas escaleras y acabamos desembocando en un desv¨¢n sombr¨ªo, cuyo suelo estaba cubierto de alargadas cajas de cart¨®n: ?Qu¨¦ te parece? Le mir¨¦ con cara de no entender nada. Es mi ¨²ltima man¨ªa. Estoy criando gusanos de seda. Mira -se?al¨® tras levantar la tapa de una de ellas-: estas orugas son extraordinarias, para salir y convertirse en mariposas han de romper un capullo incre¨ªblemente resistente. Pi¨¦nsalo, est¨¢ hecho de seda, la tela m¨¢s dura de roer... ?A que no sabes que en mi pueblo, Murcia, en Semana Santa, sacan, desde hace un mont¨®n de a?os, el Cristo de Salzillo con los pies rodeados de cientos de capullos de gusanos de seda de verdad? A¨²n le o¨ª decir antes de cerrar la puerta con llave: Las orugas simbolizan la regeneraci¨®n, para los egipcios representaban la inmortalidad.
Cuando salimos llam¨® con grandes voces a Mar¨ªa y nos quedamos contemplando el aire felino de su cadencia al aproximarse. Al llegar a nuestro lado, Bernardo dijo: Bueno, ?qu¨¦ opinas? Es hermosa, ?no es cierto? Mar¨ªa miraba desde abajo, cohibida y, yo, al verlos juntos, me pregunt¨¦ qu¨¦ demonios hac¨ªa all¨ª. En realidad, todo el d¨ªa transcurri¨® de esa manera absurda; al poco, cuando comprend¨ª que ser¨ªa ¨¦l quien dirigiera la escena y decidiera lo que se iba a hacer y hablar, opt¨¦ por callar y dejarme ir. Durante la comida, sin que viniera a cuento, me pregunt¨® si estaba casado y le contest¨¦ que s¨ª: Ya veo. ?Y en qu¨¦ trabajas? Soy economista. Llevo la direcci¨®n de marketing de un peri¨®dico deportivo. Pero toma m¨¢s vino, hombre, ?no dir¨¢s que es malo, eh! Adem¨¢s, t¨² entiendes. Mar¨ªa, tr¨¢enos otra botella. Ya fue Guadalupe -contest¨® su mujer, con voz plana-. No he dicho que fuera Guadalupe, sino que la traigas t¨². Por un instante Mar¨ªa me dirigi¨® una mirada cargada de indiferencia, aunque a mi padre le sonri¨® y le dijo: Como t¨² ordenes, dio media vuelta y la vi alejarse. Una figura morena que no pod¨ªa evitar temblar con el comp¨¢s de los perros castigados.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.