El tacto de la polilla (4)
Poco despu¨¦s de las cuatro del d¨ªa siguiente, llegamos a Xochicalco, la ciudad perdida de Sara. Bloques de piedra ros¨¢cea con relieves e inscripciones; sillares poligonales yaciendo en el suelo como gruesos troncos de ¨¢rboles; otros, en pie, duplicados horizontalmente por su sombra, se destacaban en el cielo anaranjado; una laguna neblinosa y p¨¢lida se adivinaba tras ellos. Todav¨ªa aturdido por el largo ascenso, me sent¨¦ en un desnivel del muro. Al levantar la vista encontr¨¦ los ojos de Sara mir¨¢ndome con un aire socarr¨®n. M¨¢s tarde conversamos mucho, si bien no hubo una palabra acerca de los motivos de mi viaje o mi relaci¨®n con la casa de Bernardo. Incluso llegamos hasta la pol¨ªtica, a pesar de mi desconocimiento casi absoluto de la realidad mexicana. Le coment¨¦ que Bernardo, al referirme a ello, hab¨ªa respondido: No me hables de eso. ?Malditas elecciones! ?Puedes creer que est¨¢n convenciendo a la gente de que esto va a cambiar? Acabaran perdiendo la dignidad y la paz en luchas est¨¦riles, enga?¨¢ndose a s¨ª mismos pretendiendo que estos partidos artificiales y los sufragios falsificados pueden alterar nuestra verdadera forma de ser... ?Y cu¨¢l es?, pregunt¨¦ yo. Eres idiota si no ves. ?Cu¨¢l va a ser? La colonial. La tradici¨®n. Sara frunci¨® los labios y mene¨® la cabeza de un lado a otro: ?Qu¨¦ hombre! -exclam¨®-. Don Bernardo es un antiguo. No comprende lo que est¨¢ por venir. Es una pena -su voz se torn¨® formal-: Por fin hay una oportunidad seria de que este pa¨ªs pueda transformarse.En un recodo de la carretera, el coche se sali¨® del asfalto y nos dimos un peque?o golpe contra una piedra. Al comprender que estaba averiado, Sara se aterr¨® ante la posibilidad de repararlo en uno de aquellos pueblos, ten¨ªa placa de la ciudad de M¨¦xico y tem¨ªa que nos estafaran. Esperamos tomando una cerveza mientras lo arreglaban, y, en efecto, cuando le dijeron el precio, puso cara de disgusto, cambi¨® unas cuantas palabras con el mec¨¢nico -un tipo bajo y delgado, con bigote, cuya ropa estaba cubierta de grasa casi en su totalidad-, pag¨® y volvimos a nuestra ruta. El hombre no hab¨ªa alterado un ¨¢pice su sonrisa leve durante la negociaci¨®n. "Es indignante" -dijo Sara al cerrar la puerta. Yo hab¨ªa alcanzado a escuchar la cantidad final, irrisoria al cambio, y contest¨¦ con aire resignado que no se preocupara. Replic¨® de inmediato: Mentar madres es tambi¨¦n mi forma de hacerme mexicana. Prosigui¨® explic¨¢ndome que as¨ª ganaba su derecho a seguir viviendo en aquel pa¨ªs, su posibilidad de no convertirse en una extranjera distanciada de la gente: le bastaba con hermanarse en la queja y en el orgullo, necesitaba esa solidaridad elemental, primitiva, adquirida por motivos de emergencia. Yo alegu¨¦ que era inevitable, ella misma lo hab¨ªa previsto. Es verdad -contest¨®-. Pero me queda el derecho al pataleo. Ya te lo dije, soy jud¨ªa y hay una vieja tradici¨®n de mi pueblo que viene al pelo. Un profeta que caminaba por el campo pas¨® junto a una red tendida y un p¨¢jaro que estaba all¨ª cerca le dijo: "Profeta del Se?or, ?en tu vida has visto un hombre tan simple como el que tendi¨® esa red para atraparme, a m¨ª que la veo?". El profeta se alej¨®. A su regreso encontr¨® al p¨¢jaro preso en la red: "Es extra?o" -exclam¨®-. "?No eras t¨² quien hace un rato dec¨ªas tal y tal cosa?". "Profeta" -replic¨® el p¨¢jaro-, "cuando la hora se?alada llega, no tenemos ya ojos ni o¨ªdos".
Nos echamos a re¨ªr. Por momentos, Sara se concentr¨® en la conducci¨®n y yo me evad¨ª recordando fragmentos de la conversaci¨®n del d¨ªa anterior, pregunt¨¢ndome c¨®mo era posible que mi padre pudiera aferrarse con ¨¦xito a una ret¨®rica tan caduca, a ese amaneramiento que consist¨ªa en inventar la vida y, lo que es peor, creer en el efecto. Todos le hab¨ªamos o¨ªdo proclamar que su ¨²nica ley era hacer lo que le agradaba, sin resistir la tentaci¨®n y sin dar explicaciones: sabiendo s¨®lo que se hace, sin pretender hacer o decir lo contrario. Creo que fue la misma Sara quien le objet¨®: As¨ª, ?tan f¨¢cil? ?Ninguna duda, ning¨²n debate, nada que haya que ganar con la oraci¨®n, la responsabilidad o el sentimiento? Para nuestro asombro, Bernardo solt¨® una carcajada y dijo: Mi mujer neoyorquina, que andaba siempre con gur¨²s, entre meditaciones y otras idioteces, me coment¨® una vez que los tao¨ªstas sostienen que las ¨²nicas escrituras dignas de ser cre¨ªdas son los rollos en blanco.
Por primera vez le contempl¨¦ con cierta ternura, percibiendo un trasfondo de miedo en sus pomposas declaraciones al aire que trataba de encubrir agazap¨¢ndose en la acci¨®n, haciendo lo que tem¨ªa para acabar con el temor. No obstante, reconoc¨ª que deb¨ªa ser una delicia vivir como hac¨ªa ¨¦l, sin la menor inquietud o desaz¨®n. Y algo, por dentro -cuya naturaleza no pod¨ªa precisar-, me insist¨ªa en que era imprescindible que volviera a la rutina plana e independiente de Madrid, sin antepasados, sin anterioridad.
-Estamos llegando a Cuernavaca. Cenaremos en un sitio que va a gustarte.
Se llamaba Las Ma?anitas y era, ?c¨®mo no!, ?o nunca iba a entender que all¨ª todo era m¨¢s grande?, un enorme restaurante en cuyo jard¨ªn pastaban animales salvajes y hab¨ªa jaulas con p¨¢jaros de todas las especies. Hac¨ªa una noche magn¨ªfica, con la luna asomando entre las nubes en movimiento, ti?endo el paisaje de holl¨ªn y plata, y me dej¨¦ llevar: acabamos pidiendo escamoles -huevos de hormiga- y quesadillas con carnitas. Despu¨¦s cenamos en un peque?o comedor de aire decadente, sin m¨¢s iluminaci¨®n que una vela apoyada sobre un cuenco de plata.
Ocurri¨® de manera lenta; segu¨ªamos conversando con el mismo entusiasmo sobre cualquier asunto, hasta que en un instante, sin la menor intencionalidad, le cog¨ª con ambas manos para afirmar una idea. Al rozar sus dedos tuve de nuevo la certeza -casi la hab¨ªa olvidado- de que el arrebato es una intuici¨®n violenta. Yo me qued¨¦ parado, mir¨¢ndola, pero ella apart¨® la vista y continu¨® con su parlamento. Luego fue todo igual, un juego de miradas de soslayo hasta que ella volv¨ªa a sorprenderme. A los postres propuso que nos acerc¨¢ramos a un pueblo llamado Tepoztl¨¢n: Vale la pena ir, Cuernavaca es demasiado grande. Son s¨®lo quince minutos en coche. Debo advertir que hasta esa ocasi¨®n ni me hab¨ªa planteado donde ¨ªbamos a pasar la noche y no ca¨ª en la cuenta sino cuando la o¨ª; para entonces ya todo me daba igual y me gust¨® seguir abandon¨¢ndome al plan que quisiera proponer.
En el hotel nos acostamos como viejos amantes, despoj¨¢ndonos de la ropa el uno frente al otro sin alterar el tono de la conversaci¨®n. Al internarnos bajo las s¨¢banas estuvimos largo rato el uno en los brazos del otro, charlando, mirando al trasluz las brumas que flotaban, azules, tras la ventana, en la cresta de las colinas. En un momento dado, la caricia de sus pesta?as en mi piel hizo que me tamborilearan las sienes y comenz¨® una sucesi¨®n incesante de respuestas sutiles, de miradas y caricias, un contrapunto de arpegios y resonancias que, ahora, al recordarlo, a Sara debieron llegarle como si su cuerpo se hubiera convertido para m¨ª en un objeto ceremonial, ajeno a ella. Creo eso por la manera en que me interrumpi¨® para volverse a mi cuerpo tendido, la forma en que sonri¨®, se dio la vuelta y me aprision¨® entre sus nalgas. Lo creo por la manera en que se irgui¨® con insolencia y su grupa y la espalda toda dibujaron el violoncelo que so?¨® y fotografi¨® Man Ray.
Por la ma?ana paseamos durante horas por el paisaje de Tepoztl¨¢n. Sara ten¨ªa raz¨®n, la naturaleza parec¨ªa expandirse en aquel valle rodeado de monta?as desde el que daba la impresi¨®n de poder ungir las rocas con las manos. Recorrimos sus casas de piedra volc¨¢nica, adornadas con arcos de cantera cubiertos de polvo destilando recuerdos secos y acabamos perdi¨¦ndonos por las callejuelas de un mercadillo atestado de puestos con juguetes, frutas y cer¨¢micas, donde ella me regal¨® un mu?eco de ca?a con forma de esqueleto, una calaca.
-?C¨®mo es tu esposa? -me pregunt¨® de pronto, con su voz sonora.
-?Qui¨¦n?, ?Marta? -y tras una pausa corta, una mueca y una sonrisa-: Casi tan guapa como t¨².
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