El t¨ªo Vicente
En la familia hab¨ªa un t¨ªo viudo, vestido de negro, que gozaba de una consideraci¨®n especial. En primer lugar no viv¨ªa en Elche, sino en Valencia; en segundo lugar, trabajaba de cajero en el Banco de Espa?a, lo que le proporcionaba un contacto continuo con billetes y monedas reci¨¦n emitidos y en cantidades inmensas. Pero, adem¨¢s, el t¨ªo pose¨ªa una voz finamente rasgada, como si pronunciara las palabras soplando a trav¨¦s de un papel de fumar, y era inconfundible.Llegaba a Elche en tiempos de Navidad, abastecido con los billetes sin estrenar del Banco de Espa?a que usaba para entregarnos los aguinaldos, y regresaba durante una breve temporada en los veraneos, poco antes de instalarse en el balneario de Cestona. En Elche se hospedaba en la casa de sus hermanas, que no hab¨ªan traspasado el nivel de la menesterosidad, y era notorio el contraste entre mi t¨ªo Vicente, con trajes a medida y la cartera repleta de billetes nuevos, y el hogar de sus hermanas con ni?os birriosos entretenidos con juguetes rotos. Como consecuencia, mi t¨ªo, que pasaba un estipendio a la familia, procuraba evitar los espect¨¢culos de la estrechez y ven¨ªa poco.
?l, en Valencia, viv¨ªa muy hecho a sus costumbres de viudo, habituado a ser servido por una se?ora a la que hab¨ªa empleado desde el momento de morir su esposa y cuya extrema sumisi¨®n incluso daba que hablar. Do?a Pepita viv¨ªa pendiente de la m¨¢s m¨ªnima mota de polvo, concentrada en los deseos y antojos de don Vicente, el pa?uelo humedecido en colonia Flores del Campo, los cubiertos dispuestos con escrupulosidad geom¨¦trica sobre el mantel, el orden en los armarios rayando en la regla militar y hasta llevaba la cuenta de las fechas de estre?imiento de mi t¨ªo que fueron su cruz.
Estre?ido, vestido invariablemente de traje y corbata negros y nimbado por la fragancia de ese perfume con evocaciones mortuorias, era, sin embargo, alegre y le gustaba gastarnos bromas a los ni?os, jugando a menudo con la extra?a vibraci¨®n de su voz. A m¨ª me quer¨ªa, en particular, porque hab¨ªa tenido la ocasi¨®n de tratarme durante mi periodo de internado en Valencia y ven¨ªa a recogerme al colegio alg¨²n domingo del curso. Entonces, me bajaba hasta la ciudad para invitarme a comer a Balanz¨¢ una paellita de pollo, muy sabrosa, y despu¨¦s acudir al f¨²tbol en Mestalla, donde ten¨ªa su asiento de socio y desde el que me iba se?alando los nombres y la cualidades de cada jugador en los tiempos de Pasieguito y Puchades.
En ese itinerario nuestro que se presentaba un domingo entre cinco o seis, surg¨ªa tambi¨¦n la variaci¨®n de almorzar en su casa, servidos por la escrupulosidad de do?a Pepita, que incluso le cepillaba los hombros de la chaqueta antes de salir y le hac¨ªa recordar si llevaba las llaves, el pa?uelo y una medallita de La Milagrosa. Durante un tiempo, debido a esta exagerada solicitud, las hermanas de mi t¨ªo pudieron pensar que acabar¨ªa cas¨¢ndose con do?a Pepita o que ya estuviera manteniendo relaciones ¨ªntimas, pero yo no vi nunca alg¨²n indicio de complicidad. En general, mi t¨ªo no expresaba esta clase de deseos desde la muerte de su esposa, que sucumbi¨® a las consecuencias del sarampi¨®n y que permanec¨ªa risue?a en los varios portarretratos del comedor, el recibidor o el dormitorio como un ser que observaba los instantes sucesivos de la vida de su esposo.
Por su parte, nunca tuve la ocasi¨®n de conocer a un viudo tan conspicuamente sumido en su estado civil. Pero esto era as¨ª, seg¨²n dec¨ªa mi madre, por la muerte de Merceditas apenas unos meses despu¨¦s de la boda, cuando todav¨ªa no hab¨ªan empezado a quererse y el enamoramiento pod¨ªa continuar, como ocurri¨®, dejando una estela que mantuvo a mi t¨ªo en una fija devoci¨®n por su mujer. Una mujer de la que terminamos enamor¨¢ndonos todos, delicada y desva¨ªda en blanco y negro, con su pelo en mo?o como Evita Per¨®n y unos ojos muy claros y tiernos, como de vislumbrar los esplendores del m¨¢s all¨¢.
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