La mano de los pa¨ª?os (4)
El se?or Appleton, el jefe de cirug¨ªa, tuvo el detalle de encabezar la primera visita m¨¦dica. Antes que nada, levant¨® las vendas y ech¨® un vistazo a la mano. Hizo un gesto de aprobaci¨®n. Ten¨ªa mucha reputaci¨®n como microcirujano.Un buen trabajo, dijo. Cr¨¦ame, no era f¨¢cil salvar esa mano.
Le di las gracias. Mi voz todav¨ªa era un hilo seco y mal enhebrado.
?l era un hombre de pocas palabras, cosidas con precisi¨®n. Y me gust¨®, y sorprendi¨®, lo que dijo en recuerdo de Castro. Que era un gran caballero. Yo nunca lo hab¨ªa observado desde esa perspectiva, aunque era verdad que el pelo blanco le daba mucho porte. Quiz¨¢s el esfuerzo por salvar la mano era para ellos un homenaje a Castro.
A prop¨®sito de la mano, pensaba que Arturo Regueiro, cuando me vino a ver, ser¨ªa m¨¢s expl¨ªcito. Estuvo simp¨¢tico, eso s¨ª. Al verme embalsamado, exclam¨®: ... Y Johnny cogi¨® su fusil. Le sacaba mucha punta a los t¨ªtulos de pel¨ªculas. Hab¨ªa sido acomodador en el cine H¨¦rcules y, cuando emigr¨®, empez¨® a trabajar en el ambig¨² del cine Curzon Mayfair. Dec¨ªa: Yo, siempre en el S¨¦ptimo Arte. As¨ª que Regueiro ten¨ªa que estar al tanto de todo, pero se limit¨® a decirme: Te han puesto un juego de tornillos de primera calidad, incluido el que te faltaba.
Y lo de la mano, ?qu¨¦ te parece?
La mano, como nueva.
La mano del amigo, dije yo, buscando complicidad.
Me mir¨® con algo de extra?eza. Luego sonri¨®: Claro, claro.
Regueiro me explic¨® que no hab¨ªan enterrado a Castro, siguiendo su voluntad. Hab¨ªan hablado con la madre y estuvo de acuerdo en incinerarlo. Bien hecho, dije. El mar era lo que ¨¦l quer¨ªa.
Eso te tengo comentar, dijo Regueiro. La madre no se vale por s¨ª sola. No es cosa de mandar las cenizas en un paquete. Y hemos pensado en ti. Hemos hablado los amigos, y todos de acuerdo. Cuando te pongas bien, te llevas a Castro.
Asent¨ª. Sab¨ªa que era un detalle por su parte.
Los de aquella convalecencia fueron d¨ªas muy importantes en mi vida. Entre la mano y la cabeza empez¨® a establecerse una complicidad. La mano me hizo pensar en mi forma de ser. Eres como una sardina metida en lata, me hab¨ªa dicho Castro. Tienes que abrirte al mundo. Y en eso estaba. Los pa¨ª?os sub¨ªan brazo arriba, por los nervios, y aleteaban en la cabeza. Las enfermeras, que me ten¨ªan por arisco, se sorprendieron con mi nuevo humor. De joven, yo era muy bailar¨ªn. Tambi¨¦n eso me lo hizo recordar la mano.
Un d¨ªa apareci¨® un nuevo doctor, a quien no conoc¨ªa por el nombre, y me coment¨® que iba a ser necesaria una segunda operaci¨®n. El reimplante hab¨ªa sido un ¨¦xito, dijo, pero luego me habl¨®, de una forma bastante confusa, de complicaciones derivadas de lo que llam¨® la fractura del boxeador y de la ligaz¨®n de los tendones en la tierra de nadie de la mano. Parec¨ªan t¨ªtulos de pel¨ªcula para Regueiro.
Que el se?or se levante un poco, con cuidado, le dijo a la enfermera. Es hora de que le eche un vistazo a la mano. Al fin y al cabo, es una obra de arte.
Sobre eso yo no ten¨ªa ninguna duda. La mano de mi amigo era una obra de arte. En movimiento, la mejor obra que se podr¨ªa contemplar. Vi c¨®mo el doctor retiraba los vendajes con mucha delicadeza, deleit¨¢ndose con ese momento en que me iba a mostrar un nuevo paisaje.
?Qu¨¦? ?Qu¨¦ le parece?
?Y los pa¨ª?os?, pregunt¨¦ angustiado. ?D¨®nde est¨¢n los pa¨ª?os?
?Qu¨¦ pa¨ª?os?
?Qu¨¦ pa¨ª?os van a ser? Los p¨¢jaros de la mano.
El m¨¦dico y la enfermera, desconcertados, buscaron entre las vendas con la mirada algo que no sab¨ªan lo que era.
Tranquil¨ªcese, dijo el m¨¦dico al fin. ?sta es su mano y no ninguna otra.
?l no pudo entender que eso era precisamente lo que me dol¨ªa.
Pero no aparecieron los pa¨ª?os. Las heridas fueron cicatrizando y los huesos sold¨¢ndose. La pierna barruntaba cuando iba a llover, como si me colocaran un bar¨®metro dentro, pero nada m¨¢s. Me desprend¨ª pronto de las muletas y del collar¨ªn. Pero estaba cansado de que me hiciesen pruebas en la cabeza, encefalogramas, resonancias y todo eso, y de aquella insistencia en que acudiera peri¨®dicamente al psiquiatra.
Razono mejor que antes. E incluso me mejor¨® el idioma.
El m¨¦dico se ri¨®: No es por eso.
Yo bien sab¨ªa por lo que era. Era por la maldita mano. No entend¨ªan por qu¨¦ no se mov¨ªa, por qu¨¦ no sent¨ªa, si todo estaba perfecto, si hab¨ªa revasculado desde el primer momento. Estaba viva. Pero viva como una lapa.
Me hab¨ªa cabreado con el psiquiatra.
?Por qu¨¦ la oculta?, me dijo haciendo un gesto hacia la mano.
?Ocultar qu¨¦? ?Quiere que vaya saludando todo el d¨ªa como la reina?
Eso de ser camillero te da una cierta confianza con el personal facultativo. Me dejaron tranquilo.
Yo pod¨ªa utilizar la mano como quien usa un paipai. A veces, por la noche, sentado a solas en la mesa de la cocina, la cerraba en pu?o con la otra mano y luego ve¨ªa c¨®mo se iba abriendo, con la lentitud de una planta. Cuando le acercaba el fuego del mechero, no se mov¨ªa, pero parec¨ªa que me miraba con unos ojos ciegos, de murci¨¦lago.
Un d¨ªa me llam¨® Regueiro y me dijo que ya era hora de llevar a Castro de retorno a Galicia. Le dije que s¨ª, que ya era hora. Hab¨ªa aplazado todo lo posible aquel momento. Hab¨ªa callado sobre el asunto. Ten¨ªa las llaves de la vivienda, pero no quer¨ªa verme delante de aquella puerta roja que tanto me recordaba a las de los barcos. Ni siquiera hab¨ªa vuelto al Old Crow.
Parec¨ªamos dos ladrones la noche en que fuimos a buscar el cenicero con los restos de Castro. Lo hab¨ªan colocado sobre la c¨®moda de la habitaci¨®n, al lado de una foto enmarcada de la madre. Luc¨ªa como un florero sin flores.
?Qu¨¦ te parece?, pregunt¨® Regueiro. No es de los m¨¢s caros, pero tampoco de los m¨¢s baratos.
No me sent¨ªa muy bien. No quer¨ªa tocarlo. Palidec¨ª.
Trae la bolsa, dijo Regueiro. Ya lo guardo yo.
Aquella bolsa deportiva vino conmigo en el avi¨®n. La llevaba abrazada, en el regazo, y me acord¨¦ de Rosal¨ªa y su bolsa con nueces. La azafata me hab¨ªa llamado la atenci¨®n, pero enmudeci¨® cuando le dije, en voz muy baja, que era mi amigo. Las cenizas de mi amigo.
Mil veces hab¨ªa repetido Castro que ya no hab¨ªa casa con higuera. Pero aun as¨ª, al bajar del taxi en Visma, busqu¨¦ la silueta de una higuera entre los grandes edificios que ocupaban el lugar de la antigua aldea marinera. La madre de Castro abri¨® nada m¨¢s sonar el timbre, como si esperase pegada a la puerta. Yo no sab¨ªa muy bien lo que hacer, pero ella mir¨® hacia la bolsa de deportes y pregunt¨®: ?Est¨¢ ah¨ª?
Asent¨ª. Pasa y si¨¦ntate, dijo ella, que voy a arreglarme un poco. La voz era en¨¦rgica. Contrastaba con su manera de andar lenta, casi arrastrada. Dijo desde la puerta de la habitaci¨®n: Hagamos pronto lo que haya que hacer, que a m¨ª no me llega el d¨ªa para nada.
Ten¨ªa raz¨®n. Fuimos por un sendero del litoral, buscando un lugar apartado de los nuevos edificios, por los roquedos marinos de Visma. El viento nos rondaba, enfurecido. Extra?amente, Chelo, la madre de Castro, parec¨ªa aligerada en la tormenta. Se?al¨® el monte de San Pedro. Y dijo una frase que me result¨® enigm¨¢tica: Desde all¨ª, el ni?o tir¨® el bollo de pan. Por fin nos decidimos por una roca accesible que aproaba como una barca en el mar. Aun as¨ª, resbal¨¦ y me hice sangre en la mano tonta. ?Duele?, pregunt¨® la se?ora. Mir¨¦ la mano y la mano me devolvi¨® una mirada enrojecida. No, nada.
Fue con esa mano, mientras con la otra sujetaba el cenicero, con la que intent¨¦ arrojar al mar las cenizas del amigo. Pero el viento las devolv¨ªa y se prend¨ªan a las hebras de la ropa como pavesas. Murmur¨¦: Tranquilo, Castro.
Aparta, dijo de repente la madre.
No s¨¦ de donde sac¨® la fuerza. Alz¨® el cenicero y lo tir¨® entero a la boca del mar. Se santigu¨®.
Yo lo prefer¨ªa en tierra, dijo con una voz que acariciaba con una cierta rudeza. Pero ¨¦ste tampoco es mal sitio.
Continuar¨¢
Manuel Rivas (A Coru?a, 1957) es autor de ?Que me quieres, amor? -Premio Nacional de Narrativa 1996-, El l¨¢piz del carpintero y Ella, maldita alma. Su obra est¨¢ escrita originalmente en gallego.
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