La afasia de los laicos
Dicen que dos millones, pero aunque hubiesen sido algunos menos, fue una masa nunca vista de j¨®venes la que acudi¨® a Roma el pasado fin de semana para el sprint final de la XV Jornada Mundial de la Juventud. Los primeros d¨ªas eran cerca de medio mill¨®n, y hab¨ªan llegado adeptos m¨¢s o menos de todo el mundo. Al final llegaron espont¨¢neamente, en grupos o solos, de todas partes, algunos incluso enter¨¢ndose por casualidad, durante su acostumbrado viaje veraniego a Italia, de que exist¨ªa esta cita.Y se dirigieron desde las estaciones congestionadas hacia el gran campus perif¨¦rico romano de Tor Vergata, donde se hab¨ªa preparado un estrado, un gran n¨²mero de servicios y nada m¨¢s: una inmensa explanada de hierba sin ni siquiera un piadoso ¨¢rbol, donde pasaron la t¨®rrida jornada, esperando la tarde. Hac¨ªa 38 grados a la sombra, pero no hab¨ªa sombra, y los bomberos tuvieron que desempe?ar un ins¨®lito papel: regar amablemente a una multitud de chicos con sus largas mangueras antiincendios, un gran juego. A las ocho, al ponerse el sol, estaban de nuevo listos y en pie para el gran concierto y la presencia del viejo Pont¨ªfice. S¨®lo al final, a medianoche, extendieron en el suelo sus sacos, durmi¨¦ndose como troncos incluso bajo los reflectores, un mar de lonas multicolores y de j¨®venes rostros sumidos en el sue?o. No era un ej¨¦rcito de monaguillos, ni siquiera los primeros en llegar. Iban vestidos como todos los chicos y chicas, camisetas y hombros desnudos, algo m¨¢s tapados cuando asist¨ªan a las funciones, pero despu¨¦s invadieron la ciudad ardiente, la noche amiga y a veces con el chico o la chica del alma en el saco. Realmente eran j¨®venes, no todos los j¨®venes, desde luego, pero no s¨®lo una tribu devota y amaestrada, como otras que hemos visto llegar para el Jubileo. Y esto, confes¨¦moslo, nos ha preocupado y nos ha fastidiado a los laicos.
Precisamente esto. No el triunfalismo de la prensa cat¨®lica, los serviles comentarios de las retransmisiones televisivas en directo, los indestructibles cardenales Ruini y Tonini, que a estas alturas son m¨¢s asiduos de las c¨¢maras que de las sacrist¨ªas. Observamos con el ce?o fruncido al chico que participa meditabundo en el v¨ªa crucis hacia el Coliseo antorcha en mano, pero al que se le escapan los saltitos de los estudiantes cuando le enfoca la c¨¢mara de televisi¨®n. Y sacudimos la cabeza ante las respuestas que dan, cohibidos o con desparpajo, a los micr¨®fonos o a los periodistas. No un "alabado sea Jesucristo", sino "es muy bonito encontrarse con gente de todo el mundo, vivir esta experiencia juntos, aunque quiz¨¢ s¨®lo uno de cada diez mil tenga la fe que yo tengo". Somos diferentes, todos diferentes, se?ala un portorrique?o, pero la cosa -dice precisamente "la cosa"- que nos une es Jes¨²s. O el Papa, su delegado, que es lo mismo, algo por encima de las circunstancias, miserias y riquezas, pero respetado por los ricos y amigo de los desamparados; en resumidas cuentas, una potencia que est¨¢ de parte del justo. Y adem¨¢s el calor del coraz¨®n al sentir que se es tan numeroso, 400.000, un mill¨®n, dos millones.
Por mucho que nosotros, los laicos, digamos con sentido com¨²n que para la mayor¨ªa de estos chicos ha sido el primero y ser¨¢ el ¨²ltimo encuentro con la catolicidad, porque las dem¨¢s grandes reuniones, invenci¨®n de Juan Pablo II, no han cambiado ni las cada vez menores asistencias dominicales a misa, en las que la Iglesia basa la fidelidad de su grey, ni las vocaciones a la vida sacerdotal, que no aumentan. La fe sigue siendo un recorrido privado. Tambi¨¦n podemos observar que esta muchedumbre no es muy diferente a la que se reun¨ªa en Nashville o Woodstock y que a¨²n se re¨²nen en torno a una estrella del rock en busca de una emoci¨®n com¨²n, de un escuchar com¨²n, de estar vestidos o desvestidos como los dem¨¢s, de hacer de uno mismo un s¨ªmbolo ordenado o transgresivo, pero sobre todo no aislado, no solo. En com¨²n con estas asambleas tienen la m¨²sica, las voces, los reflectores, los aplausos, los momentos en que uno se deja llevar y los de calma. Pero esto tambi¨¦n lo sabe la Iglesia de Roma, que no ha nacido ayer, es experta en almas, y ha observado e intuido. Y precisamente porque lo sabe apuesta ahora por el acontecimiento medi¨¢tico ef¨ªmero, pero para dejar huella. La verdadera pregunta para nosotros, los laicos irritados, es por qu¨¦ el catolicismo es capaz, en los albores del 2000, de lanzar estas grandes reuniones, y nosotros no.
Porque a pesar de lo que decimos todos los d¨ªas, que no basta con un mundo que ofrece s¨®lo dinero, ¨¦xito, consumo, vaguedades y deseos repetitivos, ?es que no somos capaces de a?adir ese algo m¨¢s que necesita un chico, un joven, en esos a?os en los que, a menos que sea un necio, se busca a s¨ª mismo? ?C¨®mo es posible que estos j¨®venes, menores de 20 a?os, acudan para encontrar una respuesta a un viejo pont¨ªfice, no especialmente cordial, y de entre los papas recientes, a uno de los m¨¢s cerrados y dogm¨¢ticos?
Tambi¨¦n es cierto que a los j¨®venes de Roma les ahorr¨® hasta el ¨²ltimo d¨ªa las puntas m¨¢s ¨¢speras de su mensaje, el dogma de la infalibilidad, sobre el que naufragan las hermosas palabras sobre el ecumenismo, la dureza hacia la teolog¨ªa de la liberaci¨®n o las iglesias de base, la prohibici¨®n a las mujeres de administrar los sacramentos, la restituci¨®n del sexo al demonio, siempre que no tenga como fin la reproducci¨®n y el poder de una naturaleza insuperable. Como se hace con los m¨¢s peque?os e inexpertos, Juan Pablo II mostr¨® la cara m¨¢s bondadosa, y s¨®lo al final record¨® el mandamiento de la pureza -nada de relaciones sexuales antes o fuera del matrimonio-, pero admitiendo que es muy dif¨ªcil ser cristianos a diario; es m¨¢s, hablando de desaf¨ªo por ser cristianos m¨¢s que de pecado si no se es.
Tanto, que despu¨¦s de su discurso, ante los micr¨®fonos que preguntaban: "?Qu¨¦ opinas de lo que ha dicho el Papa del sexo?", las respuestas no eran precisamente el colmo de la obediencia: "Es una elecci¨®n personal". Pero el eje central del discurso del Papa fue: estamos en un mundo basado en el dinero, el beneficio, el consumo, la guerra, la pena de muerte; han ca¨ªdo los fatales mesianismos laicos, pero en su lugar ya no hay valores, no hay otro sentido que no sea el nuestro. Ser cristianos es ir contra corriente. Id contra corriente. Palabras que pueden llegar al alma de los j¨®venes. Y as¨ª lo han escuchado dos millones de chicos, y lo han visto otros cuatro millones de ojos.
?Por qu¨¦ nosotros ya no somos capaces de hacer que se nos escuche del mismo modo? Karol Wojtila record¨® con orgullo a la Iglesia perseguida, citando h¨¢bilmente a monse?or Romero, mientras que nosotros callamos, casi avergonzados, nuestras luchas democr¨¢ticas. Durante doscientos a?os hemos reprochado al Vaticano que enredara en la disciplina del dogma la complejidad y la duda del ser vivo, que exhortara a dar al C¨¦sar lo que es del C¨¦sar, fuera cual fuera el C¨¦sar, que recomendara la resignaci¨®n antes que la rebeli¨®n, que redujera la justicia a caridad, que recriminara la riqueza pero protegiera a los ricos, y resulta que precisamente sobre esto parece que nos faltan las palabras. Ha habido algo m¨¢s que una ca¨ªda, un rechazo y una irrisi¨®n de la ¨¦tica laica, incluso hemos teorizado sobre ello; nada produce mayor horror a la posmodernidad que un gran proyecto terrenal. Los hijos de una generaci¨®n saciada y en continua crisis pol¨ªtica lo sienten: ya nadie les habla de hacer cosas en este mundo, de no remitir la respuesta al m¨¢s all¨¢, de decidir por uno mismo el propio destino, de las aventuras vertiginosas de la raz¨®n. Nos hemos inclinado ante el mercado como ¨²nico regulador social y ante la indiferencia como la protecci¨®n m¨¢s tranquilizadora.
Merece la pena reflexionar sobre esta miseria de los laicos. No obligatoria, algo cobarde y muy c¨®moda. Si no le ponemos fin, haremos cada vez m¨¢s tel¨¦fonos m¨®viles esperando que alg¨²n sacerdote sugiera, m¨¢s all¨¢ de las ¨®rdenes en bolsa, las palabras para la inquietud, y ampliaremos Internet dejando a las religiones nacientes el monopolio del sentido. Ser¨ªa, si es que no lo es ya, la m¨¢s titubeante de las modernizaciones.
Rossana Rossanda es escritora italiana, cofundadora del diario Il Manifesto.
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