Entre amigos (4)
En los a?os ochenta, Renata quer¨ªa una vida muy libre, pero tambi¨¦n necesitaba coche. Su padre le regal¨® un Chevrolet y la sumi¨® en contradicciones. Gonzalo Erdioz¨¢bal la convenci¨® de mitigar el drama con un rito vern¨¢culo: un sacerdote bendec¨ªa taxis el d¨ªa de San Crist¨®bal, patrono de los navegantes. Renata no hab¨ªa querido bautizar a Tania. Sin embargo, se sent¨ªa tan culpable de llegar a sus clases de antropolog¨ªa en un coche ¨²ltimo modelo que el bautizo le pareci¨® una oportunidad de mezclar un regalo burgu¨¦s con un hecho social.Gonzalo se autonombr¨® padrino de la ceremonia y llev¨® una hielera con cervezas y botanas del mercado de Tlalpan.
Fuimos a un conf¨ªn donde la ciudad asombrosamente segu¨ªa existiendo. Llegamos tarde y tuvimos que hacer cola entre decenas de taxis. Al fondo, la capilla se alzaba como una casita de mu?ecas, pintada en azul celeste y rosa mexicano. Gonzalo contrat¨® a un tr¨ªo para amenizar la espera. O¨ªmos boleros y a la cuarta cerveza sent¨ª compasi¨®n por mi amigo. He escatimado un dato esencial: Gonzalo amaba a Renata con desesperaci¨®n y descaro. Su coqueteo era tan obvio que resultaba inofensivo. Mientras escuch¨¢bamos las infinitas maneras de sufrir de amor que proponen los boleros, pens¨¦ en el vac¨ªo que defin¨ªa su vida y determinaba sus cambiantes aficiones, la fuga hacia adelante en que se convert¨ªan sus a?os. Algunas mujeres olvidables lo hab¨ªan acompa?ado; ninguna le interes¨® m¨¢s tiempo que el necesario para tejer un chaleco de colores psicod¨¦licos o aprender las posturas b¨¢sicas del yoga. Renata serv¨ªa de pretexto postergado para sus amor¨ªos en falso, la mujer inaccesible y definitiva que lo manten¨ªa en la peor de las proximidades, demasiado cerca para olvidarla, demasiado lejos para olvidar a las otras. Sent¨ª una intensa l¨¢stima y le dije a Gonzalo esas cosas que se pronuncian en los silencios de la m¨²sica sentimental que de pronto regresa a cobrar sus cuentas.
El tr¨ªo se qued¨® sin repertorio antes de que lleg¨¢ramos a la capilla. Cuando finalmente estuvimos a tres taxis de distancia, nos informaron que se hab¨ªa ido el agua, no en la iglesia, sino en toda la colonia. Llevaban meses con el problema y tra¨ªan agua en cubetas desde una toma a dos kil¨®metros. Ahora tampoco ah¨ª hab¨ªa agua.
Vimos el hisopo seco del sacerdote y su rostro cubierto de polvo. El viento hac¨ªa volar peri¨®dicos y bolsas de celof¨¢n.
Renata se resign¨® a que su auto circulara por el limbo y se estacionara en Antropolog¨ªa sin el prestigio compensatorio de un rito popular. Pero Gonzalo estaba borracho y decidido a ser nuestro compadre automotriz. Pidi¨® que lo esper¨¢ramos y se perdi¨® en una calle de tierra. Entramos a la capilla. En un altar lateral, el Santo Ni?o Mec¨¢nico sosten¨ªa una llave de cruz, ataviado con un rop¨®n de mezclilla. Su rostro color de rosa, con mejillas c¨¢rdenas, parec¨ªa trabajado por un pintor de r¨®tulos. Estaba rodeado de exvotos que narraban milagros viales y coches a escala que los taxistas dejaban como ofrendas.
Esto bastaba como sorpresa del d¨ªa, pero Gonzalo hab¨ªa partido con mirada de poseso. Lament¨¦ su soledad, su pasi¨®n vicaria por Renata, mi incapacidad de estar m¨¢s cerca de ¨¦l.
Un estruendo y una nube de polvo anunciaron su regreso. Ven¨ªa al frente de un cami¨®n de Agua Electropura. Los botellones de cristal desped¨ªan un brillo azulado. Gonzalo amenazaba al conductor con el punz¨®n que usaba para hacer signos de peace & love en madera de balsa. Cuando baj¨® de la cabina, su rostro ten¨ªa el desfiguro de la demencia.
El sacerdote se neg¨® a reanudar el sacramento con agua robada (el conductor no pod¨ªa vendernos un garraf¨®n: "No me autorizan salirme de mi ruta"). Gonzalo lo abofete¨® con un abanico de billetes.
-Esa agua ya fue insuflada por el pecado -sentenci¨® el sacerdote. En el aire polvoso, los botellones refulg¨ªan como un tesoro.
-?Por favor! -Gonzalo se arrodill¨® con patetismo ante el sacerdote. Dos taxistas nos ayudaron a meterlo al coche. No habl¨® en el camino de regreso. Ya en la puerta de su edificio, me abraz¨® con fuerza. Ol¨ªa a sudor y suciedad: "Perd¨®name, soy el peor amigo", mascull¨® muy quedo. Pens¨¦ que se refer¨ªa a la in¨²til expedici¨®n a la iglesia del Ni?o Mec¨¢nico. Ahora, la pelota de tenis articulaba las cosas de otro modo.
Record¨¦ el fin de semana que pasamos con un grupo de amigos en la hacienda de los Mart¨ªnez, semanas o tal vez d¨ªas antes del fallido bautizo. Aunque ninguno de nosotros controlaba una raqueta, la cancha de tenis nos imant¨® como un oasis disponible. Lanzamos muchas pelotas m¨¢s all¨¢ de la malla met¨¢lica, pero s¨®lo importa una. Renata y Gonzalo fueron por ellas. Regresaron una hora despu¨¦s, con las manos vac¨ªas. Renata ten¨ªa la piel enrojecida. Se mord¨ªa obsesivamente un padrastro en el dedo ¨ªndice.
Ahora la pelota hab¨ªa salido del asiento trasero del Chevrolet. ?A ese mismo hueco fue a dar mi pasaporte cuando Renata y yo hicimos el amor en el Desierto de los Leones! ?Pod¨ªa tratarse de otra pelota? El n¨²mero de ubicaciones de las pelotas del mundo debe ser inconcebible. Pero hab¨ªa otras claves; la relaci¨®n con Renata se empez¨® a enfriar en esos d¨ªas; sus manos me esquivaban, yo le sobraba en las pocas situaciones en que est¨¢bamos a solas. Quiz¨¢ Gonzalo se arrepinti¨® y el bautizo del coche fue una especie de exorcismo con la v¨ªctima como tripulante. De cualquier forma, un dato resultaba irrefutable: encontraron la pelota y la usaron de pretexto para refugiarse en el coche, donde finalmente la perdieron. Renata no volvi¨® a interesarse en el tenis, ni en m¨ª, ni en Gonzalo. Tal vez se divorci¨® en bloque de los dos; no conceb¨ªa a un amigo sin el otro. Quiz¨¢ necesit¨® a Gonzalo como lo que siempre hab¨ªa sido, un arrebato imprescindible y breve. Aunque tambi¨¦n ¨¦l perdi¨® a Renata, mi amigo atraves¨® la l¨ªnea que lo separaba de ser un hijo de puta. Cuando dijo "perd¨®name" se refer¨ªa a una traici¨®n innombrable.
La pelota de tenis me ardi¨® en la mano. Sent¨ª tanta rabia que no pude pensar en otra cosa el resto del d¨ªa y olvid¨¦ la lata con coca¨ªna que hab¨ªa dejado en el Oxxo. Trat¨¦ en vano de localizar a Erdioz¨¢bal. Mis manos se mov¨ªan con pulsiones de estrangulamiento; las calm¨¦ quemando los papelitos que decoraban mi computadora, uno por uno, para que eso pareciera una actividad.
Hoje¨¦ revistas viejas; en un Rolling Stone encontr¨¦ una entrevista con Kramer. Una reportera candorosa le preguntaba: "?Cu¨¢l es su lema?". Curiosamente, ¨¦l ten¨ªa uno: "Flotar en las profundidades". Supuse que eso significaba ser un escritor de ¨¦xito, tener un lema. Vi mi computadora apagada. Quem¨¦ el ¨²ltimo papel amarillo y sal¨ª a la calle.
El Parque de la Bola no era el mejor sitio para despejar la mente, sobre todo tomando en cuenta que ah¨ª encontr¨¦ a Mart¨ªn Palencia. Llevaba un peri¨®dico deportivo y un capuchino en vaso de poliuretano para matar unos minutos antes de llamar a mi departamento. Me dijo que la polic¨ªa judicial hab¨ªa revisado las pertenencias de Kramer y hall¨® anotaciones sobre la violencia, el secuestro expr¨¦s, la orde?a en cajeros autom¨¢ticos, la gente encajuelada en los coches. ?Qu¨¦ sab¨ªa yo? Dije la verdad: Kramer no hab¨ªa visto nada, quer¨ªa escribir cosas siniestras, sus editores de Nueva York le exig¨ªan eso; M¨¦xico les parece una reserva para la cr¨®nica sanguinaria. Record¨¦ el pretencioso lema de Kramer, ahora realmente lo necesitaba. Palencia estaba muy intrigado por la recurrencia del adjetivo bu?uelesco en los apuntes. Era una clave, ?o qu¨¦?
-En relaci¨®n con M¨¦xico, quiere decir horrendo. Nada m¨¢s.
Mart¨ªn Palencia esperaba otra versi¨®n de mi parte:
-?Y el pinche surrealismo? ?No se le ocurre alg¨²n tipo de conspiraci¨®n?
Me desped¨ª, pero Palencia me detuvo de la manga, con dedos impositivos:
-?No se le hace raro que no hayan pedido rescate?
S¨ª, era muy raro. Qued¨¦ de informar de cualquier clave surrealista y volv¨ª a mi edificio. Katy estaba en la puerta.
-Perd¨®n por venir sin avisar, pero ten¨ªa much¨ªsimas ganas de verte -sus ojos desped¨ªan un brillo adicional; la luz de la tarde les extra¨ªa un resplandor viol¨¢ceo; se pas¨® la mano por el pelo casta?o, nerviosa-. No siempre soy as¨ª, de veras.
Subimos al departamento. Lo primero que hizo fue buscar mi computadora, reci¨¦n despejada de la hojarasca amarilla.
-Me encant¨® la idea con la que empiezas el gui¨®n: la computadora tapizada de papelitos, como un moderno dios Xipe-Totec. Ah¨ª est¨¢ la desesperaci¨®n del guionista y el sentido contempor¨¢neo del sincretismo. Pero no vine a ponerme pedante -me tom¨® de la mano.
Gonzalo Erdioz¨¢bal me hab¨ªa usado como personaje de su sinopsis. Su abusiva imaginaci¨®n era sorprendente, pero no pude seguirla valorando. Los labios de Katy se acercaban a los m¨ªos.
Continuar¨¢
Juan Villoro (M¨¦xico, 1956) es autor de El disparo de Arg¨®n y La casa pierde (Alfaguara)
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