Mujer en la ventana RAFAEL ARGULLOL
Que el cine ha sido el gran constructor de im¨¢genes del siglo XX es algo un¨¢nimemente aceptado incluso por aquellos que sostienen el elevado valor de la pintura moderna.Es posible asimismo que a trav¨¦s del cinemat¨®grafo haya podido ponerse en pr¨¢ctica, al menos formalmente, la vieja utop¨ªa decimon¨®nica de una "obra de arte total" que conjugara las diversas expresiones art¨ªsticas. La retina del ¨²ltimo siglo se ha educado con las im¨¢genes en movimiento del mismo modo en que las miradas anteriores hab¨ªan sido cautivadas por la estatua, el monumento, el cuadro o el fetiche religioso.El cine ha detentado el poder de la mayor fantasmagor¨ªa jam¨¢s concebida -incrementada en la actualidad por la creciente presencia de los "espectros puros" de la realidad virtual-; sin embargo, desde otra perspectiva, su eficacia ha radicado en su capacidad vamp¨ªrica para absorber todas las miradas precedentes. La imagen cinematogr¨¢fica ha querido ser, y de hecho ha sido, el dep¨®sito vertiginoso de las dem¨¢s im¨¢genes percibidas por el ojo humano.
En consecuencia, como arte el cine ha sido en buena medida el depositario de las otras artes: la representaci¨®n de las otras representaciones. Pocos han sido los grandes directores que han escapado a la tentaci¨®n de incorporar expresamente la pintura en sus pel¨ªculas. Antonioni no puede prescindir de De Chirico o Tarkovski de Mal¨¦vich; la gran tradici¨®n italiana o flamenca revive en innumerables obras cinematogr¨¢ficas. La simbiosis del cine con la pintura, e incluso con la arquitectura, es uno de los experimentos m¨¢s hechizantes de este siglo.
Pero m¨¢s decisiva ha sido, todav¨ªa, la capacidad del cine para moldear, a partir de materias primas previas, los arquetipos visuales en los que se reconoce la conciencia moderna. Son im¨¢genes "que no necesitan hablar" puesto que poseen, en s¨ª mismas, la carga suficiente para obtener la complicidad emotiva del espectador: un hilo invisible comunica pasado y presente mediante la recreaci¨®n de la memoria ic¨®nica com¨²n.
A esos arquetipos visuales se refiere el excelente libro, reci¨¦n aparecido, de Jordi Ball¨® Im¨¢genes del silencio (Anagrama-Emp¨²ries, Barcelona, 2000), una genealog¨ªa minuciosa de algunas de las grandes iconograf¨ªas del cine y, asimismo, una fijaci¨®n de sus fuentes arquitect¨®nicas, escult¨®ricas y pict¨®ricas. Son magn¨ªficas las p¨¢ginas dedicadas a la "escalera" como teatro interior de la arquitectura y como escenograf¨ªa psicol¨®gica en el cine.
Otros temas permiten advertir conexiones sutiles entre las distintas artes. As¨ª, por ejemplo, el motivo del pensador, vinculado a la herencia iconogr¨¢fica de la melancol¨ªa, que une admirablemente a Rafael y Durero con Rodin y a ¨¦ste, ya en el cine, con personajes tan diversos como el detective encarnado por Humphrey Bogart en El sue?o eterno, el Gatopardo de Visconti y Burt Lancaster o el Charles Chaplin de Tiempos modernos.Por su parte, la figura de la Piedad permite al autor del libro hacernos retroceder desde Roma, ciudad abierta, de Rossellini, o Ran, de Kurosawa, hasta Miguel ?ngel, Botticelli o Giotto.
Me parece particularmente conmovedor el cap¨ªtulo dedicado por Ball¨® a la "mujer en la ventana" porque elige uno de los escenarios m¨¢s matizados y tambi¨¦n m¨¢s complejos. El cine ha pretendido ser la ventana de nuestro mundo en igual medida en que la pintura lo quiso ser para el que se iniciaba con el Renacimiento. En ambos casos la voluntad de penetraci¨®n es absoluta: nada debe quedar al margen del cuadro, en un caso, y del fotograma, en el otro.
Pero lo cierto es que finalmente la ventana no s¨®lo revela; tambi¨¦n vela. Relaciona dos planos pero es tambi¨¦n el m¨¢s genuino encuadre de la escisi¨®n. Une y separa, alimenta el deseo junto con la nostalgia, tensa la cuerda entre lo ¨ªntimo y lo p¨²blico. Por todo ello es una buena met¨¢fora para la pintura, como lo ser¨¢ para el cine.
No es nada gratuito, por tanto, que Vermeer, el pintor de la pintura, fuera uno de los primeros que exploraron con especial deleite esta funci¨®n central de la ventana. Mayor es, posteriormente, la obsesi¨®n de Caspar David Friedrich, de que, en efecto, puede afirmarse que pinta continuamente variaciones sobre el doble sentimiento de a?oranza y espera. Su Mujer en la ventana, de 1822, concentra inquietantemente las preocupaciones de Vermeer proponiendo un despojamiento expresivo que, por caminos distintos, resurgir¨¢ con otras "mujeres en la ventana" de la pintura de este ¨²ltimo siglo: las transparencias de Magritte, Dal¨ª, Edward Hooper.
Como nos cuenta Ball¨® en su libro, el cine, ventana en s¨ª mismo, est¨¢ lleno de ventanas que se abren y se cierran al mundo. Ventanas pobladas por mujeres que miran desde esta frontera y por hombres, invisibles, que son mirados con los ojos de la memoria. A trav¨¦s de esas ventanas se intercambian la plenitud y la ausencia, la s¨²bita belleza y el lento crep¨²sculo de las ilusiones.
Cuando vi por primera vez Mujer en la ventana, de Friedrich, no pude separarme f¨¢cilmente de aquel cuadro. Ahora, no obstante, cuando trato de recordar a "mujeres en la ventana" no puedo dejar de acordarme tambi¨¦n de la cara de Silvana Mangano en aquel primitivo palacio de Edipo rey de Pasolini, due?a de la expresi¨®n que anticipa el desastre, o de aquella otra, poderosa y desolada, de Bette Davis en la ventana final de Las hermanas de Litvak balbuceando: "Please, come back".
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