Mano derecha, mano izquierda
ESPIDO FREIRE?D¨®nde radica la integridad del ser humano? ?Qu¨¦ le convierte en ¨ªntegro, en persona? ?En la mente, en el cuerpo? ?Habita el alma en los ojos? ?En el rostro? ?En las manos?
Clint Hallam no soporta su mano. La simple visi¨®n de sus dedos, de la mu?eca, de las u?as romas, le resulta dolorosa y deprimente. Podr¨ªa formar parte de un caso normal de fobia corporal: miles de mujeres no soportan sus caderas, sus piernas o sus labios, y la rinoplastia se nutre de insatifechos con sus narices. Pero Clint Hallam no encuentra tiempo para esas tibiezas: su mano, monstruo deforme, se aferra a ¨¦l y aferra las cosas con ansia, con vida propia.
La mano de Clint Hallam no es su mano. La suya la perdi¨® en una c¨¢rcel australiana. No parece mal lugar para perder una mano, un pa¨ªs de canguros, koalas y decepciones ol¨ªmpicas. Sin embargo, nadie se resigna f¨¢cilmente a quedarse sin mano. Le buscaron una nueva y le mandaron a Francia. Tampoco parece mal sitio para encontrar una mano.
Ahora casi todos sabemos que si una mano, o un brazo, o un dedo se cercenan, es posible recuperarlos siempre que haya mediado la precauci¨®n de conservarlos en hielo, limpios. Cuando se observan esos miembros sobre la capa de hielo se observa que poseen vida propia, un retorcimiento imposible, un tono c¨¢rdeno imposible. Parecen, sobre el lecho helado, jirones de persona a la espera, anhelantes. Alas que no pueden emprender el vuelo.
Durante siglos la Iglesia ha defendido que las manos marcharan por su cuenta: que la derecha no supiera lo que hac¨ªa la izquierda. Ahora parece apoyar una filosof¨ªa similar en el Pa¨ªs Vasco: se ha ofrecido como mediadora, como fuerza pacificadora, y al lehendakari le ha parecido bien. Al Gobierno central, sin embargo, le ha parecido menos bien. Ya nadie sabe qui¨¦n es la mano derecha, ni la izquierda. S¨®lo se sabe que una no sabe lo que la otra inicia.
A Clint Hallam, sin embargo, su mano le obsesiona. Aunque la operaci¨®n fue un ¨¦xito, con ella le condenaron a un rosario de medicamentos diario para evitar el rechazo. Entonces escuch¨® esa noticia como un mal menor: ahora supone una dolorosa esclavitud. ?l suplica que le liberen de esa mano extra?a, ese pulpo clavado por piel, y venas, y nervios a su cuerpo, porque no soporta su aspecto, que se deteriora de d¨ªa en d¨ªa. Y, para colmo, ni siquiera puede servirse de ella. Los m¨¦dicos, mientras tanto, no encuentran razones para liberarle de la mano ajena: seg¨²n ellos, su salud no corre riesgos.
Qu¨¦ terrible, odiar una mano encadenada al propio brazo. Qu¨¦ in¨²til, en ocasiones, puede resultar la buena voluntad y los avances de la t¨¦cnica. Un coraz¨®n, al fin, permanece oculto, late con el mismo vigor que el anterior: un ri?¨®n que libera de la m¨¢quina traga-almas de la di¨¢lisis se ans¨ªa como un ¨¢ngel anunciador de buenas nuevas. La mano no, la mano acaricia el escote de la mujer, se esconde, rebusca unas llaves de la casa propia, se?ala lugares que otros ojos ven, y se parapeta bajo la ficci¨®n de haberse integrado en un nuevo cuerpo. Pero all¨ª, a la vista est¨¢ una mano distinta, tal vez m¨¢s tosca, o quiz¨¢s cuidada y se?orial, cruz¨¢ndose y ocultando la otra, la verdadera, la que tras ser hija ¨²nica ha quedado relegada a cenicienta: es la nueva mano la importante, la que concita la atenci¨®n y se lleva los cuidados.
Es f¨¢cil imaginar a la antigua mano, la de siempre, tramando cuidadosos complots contra la extra?a: mandando impulsos, enmascarados bajo los nervios, al cerebro, impidiendo una mirada cari?osa del amo a su nuevo miembro, ¨¦se por el que se comprometi¨® a una medicaci¨®n eterna. Y la mano que vino a integrarse en el cuerpo nuevo ha debido notarlo, ha visto c¨®mo evolucionaba la sensaci¨®n de esperanza, de regocijo, a la repugnancia y el rechazo. Y ha decidido enmustiarse, dejar de funcionar.
A Clint Hallam le amputar¨¢n de nuevo su mano, y tal vez en las tardes de lluvia contin¨²e not¨¢ndola: ahora s¨®lo siente que sobra, que le devora. Y la otra mano, callada y olvidada, asiente.
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