Los sospechosos
Algunas personas no son ellas. Algunas personas viven otra vida, no son lo que parecen, no tienen absolutamente nada que ver con su parte de afuera. En Francia ocurri¨® un caso terrible hace unos a?os, ocurri¨® la incre¨ªble historia de Jean-Claude Romand, un hombre que mat¨® una ma?ana a su mujer, a sus padres, a sus hijos y a su perro para que no supiesen qui¨¦n era en realidad. Romand hab¨ªa empezado a mentir a los dieciocho a?os, cuando falsific¨® sus notas de la universidad e hizo creer a sus padres que era un buen estudiante, un muchacho cuyo futuro estaba lleno de puertas abiertas y cabos tendidos. Esa mentira le llev¨® a otra, y ¨¦sa, a otras nuevas, cada una m¨¢s complicada y m¨¢s peligrosa que la anterior. Cuando fue detenido, la polic¨ªa descubri¨® que no era m¨¦dico, como todo el mundo cre¨ªa; que jam¨¢s logr¨® pasar del segundo curso en la Facultad de Ly¨®n, puesto que jam¨¢s volvi¨® a presentarse a ning¨²n examen; que cuando sal¨ªa cada ma?ana de su casa no iba al trabajo, como crey¨® su familia durante d¨¦cadas, sino a pasear por los bosques del Jura o a esperar dentro de su coche, estacionado en el aparcamiento de cualquier supermercado o estaci¨®n de servicio, a que pasaran lentamente las horas laborables de cada d¨ªa.Por supuesto, Romand tampoco era, como todos cre¨ªan, investigador de la Organizaci¨®n Mundial de la Salud en Ginebra; no pasaba gran parte de su tiempo asistiendo a coloquios internacionales, ni daba conferencias a lo largo y ancho de Europa, ni frecuentaba a embajadores y a ministros. Todo eso era mentira. Jean-Claude Romand era un demente aficionado a los prost¨ªbulos baratos y a los negocios turbios que, antes de ser descubierto, mat¨® a su mujer a golpes, mat¨® a sus hijos, a sus padres y al perro de sus padres a tiros, le prendi¨® fuego a su casa y, al parecer, quiso suicidarse. Sobrevivi¨®, fue condenado a cadena perpetua y su historia la cuenta el escritor Emmanuel Carr¨¨re en El adversario, un libro escalofriante, una obra entre la ficci¨®n y el reportaje que tiene las caracter¨ªsticas, la intensidad y las dimensiones de A sangre fr¨ªa, de Truman Capote, o La canci¨®n del verdugo, de Norman Mailer, o El secreto de Joe Gould, de Joseph Mitchell.
A veces, sin embargo, uno no finge ser otro, sino que lo quieren convencer de que es otro, le aseguran que es ese otro, y a continuaci¨®n le condenan por serlo. Eso es lo que le pas¨® a un hombre que, hace unos d¨ªas, fue detenido en Madrid, acusado de ser un atracador que no era, mientras paseaba por la calle del General Ricardos, lo cual no debe de ser una casualidad, puesto que el paso de Ricardos por el siglo XVIII tampoco hab¨ªa sido un camino de rosas: despu¨¦s de fundar el colegio militar de Oca?a y antes de obtener la Capitan¨ªa General de Catalu?a, fue perseguido por la Inquisici¨®n, acusado de enciclopedista y desterrado a Guip¨²zcoa. El caso es que el pobre hombre que paseaba tranquilamente por Madrid fue reconocido por dos empleadas de una tienda como el truh¨¢n que les hab¨ªa desvalijado veinte d¨ªas antes a punta de pistola, fue detenido por la polic¨ªa, esposado, llevado a comisar¨ªa, reconocido por segunda vez en una rueda de sospechosos y enviado a la c¨¢rcel por un juez. All¨ª pas¨® nueve d¨ªas, hasta que alguien se molest¨® en comprobar que todo lo que hab¨ªa declarado era cierto: ten¨ªa treinta y seis a?os, viv¨ªa en Oropesa, trabajaba en un supermercado y el d¨ªa en que se cometi¨® el delito ¨¦l estaba a quinientos kil¨®metros de la calle General Ricardos, apilando botes de mermelada o quiz¨¢ poniendo hielo picado alrededor de unas cuantas pescadillas.
?Qu¨¦ pensar¨ªa ese hombre durante esos nueve d¨ªas? ?Llegar¨ªa a convencerse, en alg¨²n sentido, de que era esa otra persona que los dem¨¢s, una y mil veces, sin ning¨²n asomo de duda, aseguraban que era? ?Qu¨¦ huella dejar¨¢ en el hombre real el hombre inventado, ese hombre que fue durante algo m¨¢s de una semana un tipo que ten¨ªa una pistola, que entraba en los comercios y vaciaba las cajas registradoras y a los pocos d¨ªas volv¨ªa otra vez a ellos para amedrentar a las empleadas y puede que para volver a desvalijarlos? Siempre pens¨¦ que debe de ser muy extra?o cuando te trasplantan un ri?¨®n o una mano en un quir¨®fano, pero ?c¨®mo debes de sentirte cuando te trasplantan a un hombre entero? Tengan cuidado, quiz¨¢ alguien les reconozca. Quiz¨¢ ustedes no sean ustedes.
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