El viaje
Las personas que escribimos art¨ªculos costumbristas creemos que la gente no es totalmente consciente del enorme esfuerzo, la abnegaci¨®n y el sacrificio que lleva contar una vida desde un punto de vista ¨ªntimo. Un s¨ªmil poco apropiado ser¨ªa creer que estamos contando cosas ¨ªntimas a todo el vecindario o a toda la ciudad, como absolutos cotillas. Y no, lo cierto es que decimos la verdad. Lo que contamos se acerca a nuestra verdad, pero no a la verdad de los cientos o miles de personas que nos leen, con avidez de chispa, en busca del ingenio o la dura opini¨®n que salvar¨¢ a las masas.En cierto modo, somos unos criticones desde todos los puntos de vista. Nuestro papel, en cambio, no es ese, sino el de averiguar por qu¨¦ nuestras propias emociones se acercan o se alejan de las emociones ajenas. Nuestro talante democr¨¢tico se basa en la comprensi¨®n de la convivencia.
Acabo de hacer un viaje en taxi. Intento describirlo en toda su espl¨¦ndida cuatricom¨ªa: los coches pasaban a nuestro lado, locos, embriagados de ma?anas laborables, embargados en el viento de sus c¨¦leras ruedas, y el taxista, que hac¨ªa casi su viaje n¨²mero novecientos mil millones despu¨¦s de ocho a?os de conducci¨®n propia manejando el volante como un poseso, y que no estaba loco a pesar de que la vida, un gran teatro, giraba a su alrededor, me dec¨ªa que las motos le pon¨ªan nervioso. Los motoristas hac¨ªan a?icos la conducci¨®n, la circulaci¨®n se congestionaba, nadie sab¨ªa d¨®nde ten¨ªa que poner el pie, si en el freno o en el acelerador. Yo mientras tanto pensaba en mis cosas, en mis movidas, en mi dinero, y el tax¨ªmetro silencioso sub¨ªa, remontaba en mi mente.
Yo no estaba loco y el taxista tampoco lo estaba, y ni los motoristas estaban locos, a pesar de todos nosotros, que quer¨ªamos manejar el tr¨¢fico cada uno a nuestro antojo.
Art¨ªculos costumbristas eran todos los que iban en boca del taxista, que callaba o intentaba darme conversaci¨®n, seg¨²n viera en mi expresi¨®n que la cosa se calentaba. No, no era locuaz. Seg¨²n mis propias palabras, seg¨²n yo contestase o callase la voz ¨¦l se animaba o entristec¨ªa, y entonces un motociclista frenaba ante s¨ª, y el volante giraba. No mascull¨® ni un solo insulto. Hablamos de lo que cambiaban las ciudades, de lo que el tiempo hac¨ªa en las tradiciones, de las costumbres que nunca ser¨ªan las mismas.
Un frenazo son¨®, y despu¨¦s una bocina, tres veces, una y otra vez. Y la bocina volv¨ªa a insultar a mis o¨ªdos, mientras yo pensaba en mis cosas y el taxista seguramente pensaba en un caf¨¦, y ambos sin duda pens¨¢bamos en lo mismo, "a ver si llegamos puntuales", a ver cuando se acaba la carrera a contrarreloj con el tiempo, y nos arreglamos. "El progreso", le dec¨ªa al taxista, y a m¨ª me sonaba al proceso de Kafka, mientras el mundo, ahogado en humo, quer¨ªa llegar el primero, entre insultos mascullados por labios propios y ajenos.
"?Esto es la relatividad?", pens¨¦. "No llores", me dijo el taxista con la mirada, "t¨² quieres llegar el primero, lo mismo que los dem¨¢s, lo mismo que yo mismo". Esta lecci¨®n de urbanidad la pas¨¦ con un caramelo, mordisque¨¢ndolo poco a poco, y, al fin, disfrut¨¦ de mi amor y de mi odio, disfrut¨¦ del sufrimiento que me produc¨ªa ver el caos, fundi¨¦ndome con cari?o con el universo existencial, tal y como lo hubiera hecho un ni?o al que llevan de excursi¨®n.
Mientras tanto, los motoristas llenaban el espacio con sus sonidos, como dioses inm¨®viles, ¨²tiles para la mensajer¨ªa pero peligrosos para el tr¨¢fico, esperando cualquier agujero por donde colarse, extraviando su propio sentido de la responsabilidad en el caos ciudadano. Ah¨ª estaba mi art¨ªculo, pens¨¦, mi art¨ªculo costumbrista, enfadado como iba en el asiento trasero del coche, entre la maravilla y el olvido, olvidando que el tax¨ªmetro sub¨ªa, d¨¢ndole indicaciones al taxista, pensado en mi propio trabajo, creyendo que estaba todo solucionado cuando nada estaba hecho. Me estaba pisando el tiempo.
Al final, la carrera me cost¨® cinco mil pelas.
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