El diablo del 'kitsch' RAFAEL ARGULLOL
El infierno debe de ser muy parecido a estos hogares en los que cientos de figuritas acechan al pobre visitante. Seguramente el condenado debe entrar en los c¨ªrculos infernales con el mismo aturdimiento con que la v¨ªctima de tales decorados pasea su mirada por las estanter¨ªas repletas de objetos. Lo m¨¢s duro es que, aunque intentan evitarlo, se pasan la existencia entre esos peque?os horrores como si no fuera posible vivir al margen de los diablejos. Est¨¢n en todas partes: en las escuelas, en los escaparates, en las oficinas y, si no est¨¢n en la propia casa, est¨¢n en las otras casas. S¨®lo el mis¨¢ntropo puede evitar el rigor de tales castigos.Estas im¨¢genes inmundas, o cursis, o vulgares son, pues, en apariencia, imprescindibles para que siga su curso la vida cotidiana de muchos seres humanos, no porque les proporcionen ninguna satisfacci¨®n est¨¦tica, sino porque su exhibici¨®n les promete la pertenencia a un supuesto medio acomodado o, simplemente, les parapete frente a la soledad. Para todos esos hombres y mujeres, un espacio m¨¢s austero y despojado es sin¨®nimo de pobreza o de frialdad.
Entre los diablejos que habitan el denso universo del kitsch los hay que representan el desecho barato (de donde procede el t¨¦rmino, utilizado por pintores y marchantes en Alemania del siglo XIX), la chatarra est¨¦tica, la imitaci¨®n grotesca o la broma escatol¨®gica. Los peores, sin embargo, son aquellos, supuestamente refinados, que representan el m¨¢s bajo sentimentalismo. Las v¨ªrgenes de cart¨®n, los budas dorados, los enanos fosforescentes se delatan a s¨ª mismos, sin grandes pretensiones. Pero, ?qu¨¦ decir de un delicado lladr¨®, de esas figuritas que reflejan, seg¨²n Vicente Lladr¨®, "las maternidades con cari?o, las alegr¨ªas, la paz"?
Los lladr¨® nos persiguen tan encarnizadamente que uno puede encontr¨¢rselos f¨¢cilmente en R¨ªo de Janeiro, San Petersburgo o Shanghai, siempre a la vanguardia de los buenos sentimientos de porcelana. Hasta ahora, sin embargo, podr¨ªamos consolarnos con la idea de que se trataba ¨²nicamente de un rentable negocio internacional construido alrededor de fetiches emocionales.
Ya no tenemos este consuelo: los lladr¨® han ocupado, como arte contempor¨¢neo, uno de los principales centros culturales -p¨²blicos- de Mallorca, el Casal Solleric, con el patrocinio del Ayuntamiento de Palma. Podr¨ªamos escandalizarnos con esta invasi¨®n de un territorio que hasta el presente hab¨ªa correspondido a Kandinski, Mal¨¦vich o Mir¨®. Est¨¢bamos acostumbrados a contemplar los caballitos saltarines y las damas aterciopeladas en horribles interiores dom¨¦sticos o en hoteles de lejanos y ex¨®ticos lugares, pero no en un museo o en un centro cultural.
Por el contrario, tambi¨¦n podr¨ªamos agradecer la valent¨ªa vanguardista de quienes han concebido y realizado una iniciativa de este tipo: nada como una exposici¨®n de lladr¨®, considerados solemnemente obras de arte, para mostrar hasta qu¨¦ punto se ha avanzado en el camino del escapismo y la falsa sensaci¨®n, del simulacro y la basura espiritual. En un escenario p¨²blico, y amparada pol¨ªticamente, una exhibici¨®n de este tipo nos ayuda a comprender cu¨¢l es "nuestra cultura" y cu¨¢l es nuestra pol¨ªtica cultural.
Estas diablejos sosos y relamidos son muy pr¨®ximos a tantos otros que nos rodean -tan dulzones y tan siniestros- desde las p¨¢ginas de revistas y libros y, m¨¢s contundentemente, desde las pantallas de la televisi¨®n. Hay una extra?a coherencia entre los personajes que asoman continuamente en la pantalla -soeces, obscenos, parodiadores de los dem¨¢s y de s¨ª mismos, carne de escarnio- y los monigotes tipo lladr¨®, pegajosos y asfixiantes. Unas y otros conforman un mundo superficial y resbaladizo que transcurre ante sus espectadores sin dejar rastro.
M¨¢s all¨¢ de la esfera privada, el asentamiento de un determinada atm¨®sfera p¨²blica en la que asoman rasgos kitsch tiene mucho que ver con el retroceso del riesgo y la experimentaci¨®n creativos en el terreno del arte, y con la confusi¨®n de ¨¦ste con la rentabilidad, el ¨¦xito inmediato o el poder. En estas circunstancias es f¨¢cil incurrir en la demagogia est¨¦tica de presentar el producto oportunista como obra de arte tan s¨®lo porque es popular, famoso o emotivo.
El costumbrismo y el casticismo se abren paso sin dificultad all¨ª donde el pragmatismo pol¨ªtico, que es necesariamente conservador, aconseja un respeto sagrado de la realidad, concepto que nadie sabe explicar, pero al que se recurre como justificaci¨®n suprema. Y, puestos a "atenerse a la realidad", acaba siendo indispensable recurrir a lo emocionalmente falso, pero d¨®cil, y a lo est¨¦ticamente intrascendente, pero confortable e inocuo.
Sin cr¨ªtica y sin riesgo el arte deriva inevitablemente en lladr¨®, esos diablejos escapados de sus claustrof¨®bicos reductos. Pero al verlos como exponentes de la cultura uno recuerda la asociaci¨®n del kitsch de un diablo moderno tal como propone Vlad¨ªmir Nabokov a prop¨®sito de Almas muertas, de G¨®gol. Con la diferencia de que en su fragmento la visi¨®n se convierte en olor: "El propio Chichikov es el representante mal pagado del diablo, un vendedor ambulante del Hades: 'nuestro Chichikov, de la firma Sat¨¢n&Co.' La grieta en la armadura de Chichikov, esa grieta herrumbrosa que emite un suave pero asqueroso olor es la apertura org¨¢nica en la armadura del demonio. Es la estupidez esencial".
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