Tierra de martirio
Hay l¨ªneas que se leen como augurios siniestros. P¨¦rez Gald¨®s, en uno de sus Episodios Nacionales, escribi¨® que el pa¨ªs vasconavarro era "la tierra que podr¨ªamos llamar del martirio espa?ol, el f¨²nebre anfiteatro de sus luchas de fieras y el redondel en que se han despedazado los gladiadores, por el gusto de las peleas y la embriaguez de la sangre. All¨ª, las ca?as han sido siempre espadas; los corazones, hornos de coraje; la fraternidad, emulaci¨®n, y las vidas, muertes. All¨ª, las generaciones han jugado a la guerra civil, movidas de ideales vanos, y se han desgarrado las carnes y se han partido los huesos, no menos ilusos que los ni?os jugando a la tropa con gorros de papel y bayonetas de junco" (Montes de Oca).Era un l¨²gubre juicio sobre el siglo XIX, inspirado sobre todo por las guerras carlistas. Cosas peores se escribieron sobre el cainismo hispano tras la guerra civil de 1936. Ahora, hace cierto tiempo, cre¨ªamos que aquello estaba superado. La historia parec¨ªa ir tan bien que m¨¢s de uno cay¨® en la tentaci¨®n del cuento de hadas. La verdad es que hab¨ªa motivos para cierto optimismo: desde los tiempos del imperio romano, quiz¨¢s, no se hab¨ªa vivido en la pen¨ªnsula Ib¨¦rica un periodo tan pac¨ªfico y de bienestar material comparable al de las ¨²ltimas d¨¦cadas. Nuestra generaci¨®n, la de los que nacimos a mediados del siglo XX, pod¨ªa sentirse orgullosa, porque ¨ªbamos a legar a nuestros hijos un pa¨ªs mucho mejor que el recibido de nuestros mayores. No digo que todo se haya debido a nuestro trabajo o sagacidad. Sin duda, nos ha ayudado la suerte, sobre todo unas circunstancias europeas y mundiales infinitamente m¨¢s favorables que las del pasado. Pero, sin entrar en a qui¨¦n le corresponda el m¨¦rito, debemos ser conscientes del valor de lo que tenemos. Y hay que cuidarlo.
Cuando ocurren cosas como el asesinato de Lluch, uno tiende a pensar, sin embargo, que quiz¨¢s hemos apresurado el juicio, que la historia es implacable y que no hay compa?ero menos fiable que la buena suerte. Lo que est¨¢ ocurriendo es excesivo. Llueve sobre un terreno ya demasiado mojado. Deber¨ªamos ponernos todos a reflexionar, a pensar qu¨¦ es lo que ha fallado y qu¨¦ se puede hacer para enderezar el camino. Que ponga cada cual sobre la mesa sus aspiraciones, las m¨¢ximas y las m¨ªnimas, y que digamos todos en qu¨¦ estamos dispuestos a ceder.
Trat¨¦ a Ernest Lluch s¨®lo tres o cuatro veces y, en general, con m¨¢s gente. Me pareci¨® un conversador ingenioso y atento, lleno de respeto hacia las de los dem¨¢s. S¨®lo una vez pasamos un d¨ªa entero juntos, paseando por un campus extranjero, entre los ¨¢rboles y la biblioteca, y hablando, c¨®mo no, de Espa?a y de la universidad, que es de lo que se habla en esas situaciones. Mi impresi¨®n fue que estaba ante una especie de ni?o grande, de posiciones, s¨ª, muy originales, producto de su propia reflexi¨®n; pero sobre todo de gran generosidad, de completa ausencia de ego¨ªsmo. Era la primavera del 96, en plena crisis del Gobierno socialista, y entre Javier Ruiz Castillo, nuestro tercer acompa?ante, y yo le acorralamos en alg¨²n momento. Fue aleccionador ver el inter¨¦s con que encajaba las cr¨ªticas, y el sentido del humor, inesperado en alguien que hab¨ªa ocupado tan importantes posiciones en el mundo pol¨ªtico y acad¨¦mico. Era un tipo culto, cosmopolita. Era un hombre bueno, la ¨²ltima persona a la que uno pensar¨ªa en agredir. No tengo la menor idea de c¨®mo ser¨¢n quienes le han matado, pero s¨¦ con certeza que no le conoc¨ªan. Como no conoc¨ªan, ni han querido conocer, a ninguno de los que han matado con anterioridad y que, tuviesen la personalidad de Lluch u otra muy diferente, merec¨ªan la muerte tan poco como ¨¦l.
Hoy hace fr¨ªo. Fr¨ªa estar¨¢, sin duda, la tierra que cubre los restos de Ernest Lluch. Como lo est¨¢ el ambiente que respiramos. Con cada acontecimiento de este tipo que le toca a uno vivir, el coraz¨®n se congela y se endurece, pierde uno otra pizca de fe en la humanidad, se reducen los sentimientos generosos, crece la repugnancia por pertenecer a nuestra raza, y utilizo esta ¨²ltima palabra, afortunadamente tan en desuso, con toda intenci¨®n, porque no me refiero a la espa?ola, ni a la vasca, ni a ninguna otra invenci¨®n cultural, sino a la ¨²nica aut¨¦ntica, a la raza humana, a la que pertenecemos, nos guste o no, tanto los asesinos de Lluch como usted, lector, y yo. A esa raza capaz de desarrollar pacientes y maravillosas investigaciones cient¨ªficas, de llevar a la pr¨¢ctica formidables haza?as t¨¦cnicas, de soportar sufrimientos sin fin para salvar a sus cong¨¦neres, y capaz tambi¨¦n de poner en marcha tribunales de la Inquisici¨®n y c¨¢maras de gas. Es la raza que ha producido a Ram¨®n y Cajal, Albert Schweitzer o Francisco de As¨ªs, y a Hitler, Stalin o Torquemada. Todos tenemos algo de estos modelos y es preciso optar sobre qu¨¦ aspecto de nuestra personalidad queremos desarrollar. Los que han matado a Lluch no deben enga?arse: han elegido el primero de esos dos caminos.
Por eso en el fondo de su alma es quiz¨¢s en el ¨²nico sitio en que ahora mismo no hace fr¨ªo. Al rev¨¦s, puede que sientan alg¨²n calor, las palpitaciones de la aventura reci¨¦n terminada, la excitaci¨®n del riesgo (poco, la verdad: lo tuvieron f¨¢cil). La imagen cl¨¢sica del fan¨¢tico era la de un joven duro, no mal vestido, con los ojos un tanto desorbitados y los cabellos al viento, con una tea en una mano y un libro en la otra. Un libro, s¨®lo uno. No una biblioteca detr¨¢s de ¨¦l, porque ¨¦l s¨®lo lee el libro de su secta; no quiere tener dudas, no quiere contaminarse con los errores de otros. Los dem¨¢s libros, a la hoguera. Para eso est¨¢ la tea. El fanatismo se alimenta de fuego, de odio caliente. Lo de menos es el objetivo -sacrosanto, faltar¨ªa m¨¢s- de la lucha: la pureza de la fe, la liberaci¨®n de la patria, el honor del clan. Son puros pretextos. Lo excitante es la tarea en s¨ª, la sangre. Hay que imaginar c¨®mo se enfriar¨ªan, cu¨¢nto vac¨ªo sentir¨ªan estos asesinos el d¨ªa que hubieran conseguido sus objetivos y no tuvieran a nadie a quien matar, ning¨²n riesgo m¨¢s que correr; el d¨ªa que recibieran, como recompensa por sus haza?as, un aburrido destino burocr¨¢tico.
El miedo crece, en circunstancias como las presentes. No s¨¦ si es eso lo que tiene paralizados a nuestros gobernantes. Me temo que no, que no act¨²an por el prurito de mantener posiciones enquistadas. Ellos sabr¨¢n, pero no deben olvidar que nos encontramos, y no es ret¨®rica, ante un cruce de caminos decisivo, uno de esos que marca el curso de la historia. Quienes s¨ª tenemos miedo, para qu¨¦ vamos a negarlo, somos los que hacemos p¨²blicas nuestras posiciones. Y, sin embargo, hay que seguir haci¨¦ndolo. Cada vez que maten a uno, todos tenemos la obligaci¨®n de decir algo. Aunque la pluma se niegue, aunque s¨®lo produzca los m¨¢s trillados de los lugares comunes. Se trata de hacer saber al fan¨¢tico que su tarea no va a ser f¨¢cil, porque somos muchos los que va a tener que matar para lograr la unanimidad -el silencio- a que aspira. Pero es que, adem¨¢s, y sobre todo, le debemos al que acaba de morir esta declaraci¨®n de hermandad.
Que no volvamos a ser tierra de martirio. Que podamos mantener la cabeza alta cuando entreguemos el testigo a nuestros sucesores.
Jos¨¦ ?lvarez Junco es historiador.
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