Arte
El p¨²blico, cabizbajo, se desplaza de tela en tela muy despacio y en silencio. Las grandes pinturas de Rothko exigen distancia y recogimiento. El espacio de la Fundaci¨®n Mir¨® es peque?o para estas piezas, pero los visitantes nos apa?amos. Cedemos el paso, nos retiramos discretamente para dejar lugar a los reci¨¦n llegados. No es f¨¢cil permanecer unos minutos delante de ese azul ultramar que acaba por emerger del alquitr¨¢n si le das una oportunidad. Constantemente has de ceder el sitio a otros curiosos. Nos saludamos con un sencillo golpe de cabeza. Parecemos congregantes. Nostalgia del sombrero.
Claro que el propio Rothko afirm¨® una y otra vez que sus pinturas eran mitol¨®gicas y tr¨¢gicas. As¨ª que todos miramos intensamente los grandes rect¨¢ngulos negros, azafranados o amarillos con la misma fe que, siendo ni?os, rez¨¢bamos: '?Se?or, dame una prueba de tu existencia! ?Haz que apruebe la f¨ªsica!'. Pero en un momento de exaltaci¨®n me percat¨¦ de que ya hab¨ªa yo visto aquel azul tr¨¢gico en alg¨²n lugar y tras un heroico esfuerzo record¨¦ un mont¨®n de sublimes rothkos en el metro de Nueva York. Las pilastras de hierro forjado que sostienen algunas estaciones reciben capas y capas de pintura cada a?o. En la luz tenebrosa del subsuelo, la presencia de los colores me hab¨ªa perturbado. ?El azul de la calle 81, l¨ªneas B y C, comido por la luz c¨¢rdena! ?El lila oscuro de la l¨ªnea E! ?El plomo irisado de la 7? avenida, l¨ªnea B! Aquellos colores en perpetuo conflicto con sus capas inferiores, mordidos por las crueles luces de ne¨®n, reverberando contra los muros de mosaico mugriento, ahora saltaban a las telas de Rothko y me resultaban familiares, en absoluto sagrados, aunque s¨ª un tanto tr¨¢gicos.
Entonces comprend¨ª la raz¨®n de la c¨¦lebre insistencia de Rothko para que sus telas se exhiban con luces d¨¦biles o sin luces, en penumbra, casi a oscuras. No es una infecci¨®n m¨ªstica, es la nostalgia del Averno y la catacumba, porque no hay mejor lugar para la pintura de Rothko que una estaci¨®n de metro, su lugar natural, su morada. Y mirarla tan s¨®lo durante la parada de nuestro vag¨®n. Transitoria y refulgente como el fantasma de un pasajero.
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