LA CRUZADA Y SUS M?RTIRES
Una investigaci¨®n sobre la sumisa identificaci¨®n de la Iglesia espa?ola con Franco que abarc¨® cuatro d¨¦cadas
A la Iglesia cat¨®lica espa?ola le gusta recordar lo mucho que perdi¨® y sufri¨® durante la guerra civil. Y motivos no le faltan. Porque el castigo a que fue sometida result¨®, en verdad, de dimensiones ingentes, devastador. Quemar una iglesia o matar a un eclesi¨¢stico es lo primero que se hizo en muchos pueblos y ciudades donde la derrota de la sublevaci¨®n militar de julio de 1936 desencaden¨® una explosi¨®n revolucionaria s¨²bita y destructora. Casi 7.000 eclesi¨¢sticos, del clero secular y regular, fueron asesinados; una buena parte de las iglesias, ermitas y santuarios fueron incendiados o sufrieron saqueos y profanaciones, con sus objetos de arte y culto destruidos total o parcialmente. Tampoco se libraron de la acci¨®n anticlerical los cementerios y lugares de enterramiento, donde abundaron la profanaci¨®n de tumbas de sacerdotes y la exhumaci¨®n de restos ¨®seos de frailes y monjas. 'Era el odio sat¨¢nico de los sin Dios contra la Ciudad de Dios', conclu¨ªa Enrique Pla y Deniel, obispo de Salamanca, en mayo de 1939, en su pastoral de celebraci¨®n del 'triunfo de la Ciudad de Dios y de la resurrecci¨®n de Espa?a'.
Los arrebatos contra el clero y las cosas sagradas fueron especialmente intensos en Catalu?a, el Pa¨ªs Valenciano y las comarcas orientales de Arag¨®n, aunque tampoco se quedaron a la zaga en las provincias de Toledo, Ciudad Real, Cuenca, M¨¢laga o Ja¨¦n. Salvo en el Pa¨ªs Vasco, donde la violencia anticlerical fue mucho menor, llevar una sotana se convirti¨® en s¨ªmbolo de implacable persecuci¨®n en toda la zona republicana. 'Acci¨®n directa' pura y dura. Eso es lo que se le aplic¨® al clero, al que se asesin¨® sin necesidad de juicios o tribunales. Lo normal es que se le 'paseara' durante el verano de 1936, remitiendo la ira anticlerical y las matanzas a partir del oto?o de ese mismo a?o.
Toda esa violencia anticlerical que se desat¨® desde el primer momento donde la sublevaci¨®n militar fracas¨® corri¨® paralela al fervor y entusiasmo, tambi¨¦n asesino, que mostraron los cl¨¦rigos all¨¢ donde triunf¨®. A la pol¨ªtica de exterminio que los militares sublevados inauguraron aquel 18 de julio de 1936 se adhirieron con ardor guerrero sectores conservadores, terratenientes, burgueses, propietarios, 'hombres de bien' y cat¨®licos piadosos, de misa diaria, que se distanciaron definitivamente de la defensa de su orden mediante la ley. La mayor¨ªa del clero, con los obispos a la cabeza, no s¨®lo silenci¨® esa ola de terror, sino que la aprob¨® e incluso colabor¨® 'en cuerpo y alma' en la tareas de limpieza. (...)
La entrada de lo sagrado y de la religi¨®n en escena puso en marcha adem¨¢s un ritual lit¨²rgico, efectista y barroco, de religiosidad y patriotismo, que acompa?¨® el transcurrir de la guerra en la Espa?a cat¨®lica. El ¨¦xito de esa movilizaci¨®n religiosa, de esa liturgia que creaba adhesiones de las masas en las di¨®cesis de la Espa?a 'liberada', anim¨® a los militares a adornar sus discursos con referencias a Dios y a la religi¨®n, ausentes en las proclamas del golpe militar y en las declaraciones de los d¨ªas posteriores. Les convenci¨® de lo importante que era esa vinculaci¨®n emocional, adem¨¢s de destruir al enemigo. La simbiosis entre la 'religi¨®n y el patriotismo', las 'virtudes de la raza', reforzaba la unidad nacional y daba legitimidad al genocidio que hab¨ªan emprendido en aquel verano de 1936.
La restauraci¨®n de la tradici¨®n, con crucifijos, sagrados corazones de Jes¨²s, virgenes del Pilar y banderas bicolor, suscitaba adhesiones y fervores. Viejos h¨¢bitos de la religiosidad popular fueron recuperados, volvieron las fiestas religiosas al calendario oficial y comenzaron a celebrarse otras, 'nacionales', que acompa?aron posteriormente a la dictadura de Franco hasta su extinci¨®n.
Un lugar especial en ese ceremonial de purificaci¨®n lo ocuparon los 'm¨¢rtires', a los que se dedicaron numerosas ofrendas y ceremonias f¨²nebres. 'M¨¢rtires de la cruzada' fueron desde el principio, y as¨ª aparece en las fuentes documentales y en las cr¨®nicas de los peri¨®dicos, los combatientes del Ej¨¦rcito rebelde muertos en combate, los belicosos sacerdotes que ca¨ªan en el frente 'alabando a Dios y vitoreando a Espa?a', los cat¨®licos y los derechistas, todos aquellos, en fin, cuyo 'martirio' significaba 'odio religioso y persecuci¨®n a la Iglesia'. La sangre derramada por la cruzada se convirti¨® en una referencia ineludible entre la legi¨®n de capellanes enrolados con los carlistas y los falangistas en aquel verano de 1936 y entre los obispos que pronunciaban oraciones f¨²nebres por los militares ca¨ªdos. 'Los h¨¦roes de esta cruzada y los m¨¢rtires de ella (...) son tambi¨¦n h¨¦roes y m¨¢rtires, en un sentido verdadero, de la religi¨®n y de la patria', declar¨® Justo de Echeguren y Aldama, obispo de Oviedo, en los funerales que el 4 de diciembre de 1936 se celebraron en Luarca por el alma del teniente coronel Jes¨²s Tejeiro. (...)
El decreto de la Jefatura de Estado del 16 de noviembre de 1938 proclamaba 'd¨ªa de luto' nacional el 20 de noviembre de cada a?o en memoria del fusilamiento de Jos¨¦ Antonio Primo de Rivera esa fecha de noviembre de 1936, y establec¨ªa, 'previo acuerdo con las autoridades eclesi¨¢sticas', que 'en los muros de cada parroquia figurara una inscripci¨®n que contenga los nombre de sus ca¨ªdos, ya en la presente cruzada, ya v¨ªctimas de la revoluci¨®n marxista'.
Tal fue el origen de la colocaci¨®n en las iglesias de placas conmemorativas de los 'ca¨ªdos'. Y aunque no aparec¨ªa as¨ª en el decreto, todas esas inscripciones acabaron encabezadas con el nombre de Jos¨¦ Antonio, sagrada fusi¨®n de los muertos por causa pol¨ªtica y religiosa, 'm¨¢rtires de la cruzada' todos ellos. Los otros muertos, los miles y miles de rojos e infieles asesinados, no exist¨ªan, porque no se les registraba o se falseaba la causa de la muerte, asunto en el que obispos y curas tuvieron una responsabilidad destacad¨ªsima.
Acabada la guerra, los vencedores ajustaron cuentas con los vencidos, record¨¢ndoles durante d¨¦cadas los efectos devastadores de la matanza del clero y de la destrucci¨®n de lo sagrado. Las iglesias y la geograf¨ªa espa?ola se llenaron de memoria de los vencedores, de placas conmemorativas de los 'ca¨ªdos por Dios y por la patria', mientras se pasaba un tupido velo por la 'limpieza' que en nombre de ese mismo Dios hab¨ªan emprendido y segu¨ªan llevando a cabo gentes piadosas y de bien. La conmoci¨®n dejada por el anticlericalismo tap¨® el exterminio religioso y sent¨® la idea falsa de que la Iglesia s¨®lo apoy¨® a los militares rebeldes cuando se vio acosada por esa violencia persecutoria. (...)
Obispos y sacerdotes celebraron durante mucho tiempo en catedrales e iglesias actos religiosos y ceremonias f¨²nebres en memoria de los m¨¢rtires. Bajo aquellos 'd¨ªas luminosos' de la paz de Franco, sus restos fueron exhumados y trasladados en cortejos que recorr¨ªan con gran solemnidad numerosos pueblos y ciudades, desde los cementerios y los lugares del martirio a las capillas e iglesias elegidas para el descanso eterno de sus restos.
Solemne y jubilosa fue la procesi¨®n f¨²nebre que el 2 de marzo de 1952, trece a?os despu¨¦s de la 'victoria', para que se siguiera recordando, traslad¨® los restos martiriales de los 51 misioneros claretianos asesinados en Barbastro desde el cementerio a la iglesia del Coraz¨®n de Mar¨ªa de esa ciudad. Seg¨²n el relato que dej¨® escrito el padre Francisco Mor¨¢n, superior de los claretianos de Barbastro, los familiares tomaron a hombros los f¨¦retros y los pasearon 'triunfalmente por las mismas calles que debieron seguir los m¨¢rtires al ser llevados a la muerte'. (...) Unos meses despu¨¦s, Pedro Cantero Cuadrado, nuevo obispo de Barbastro, anim¨® a los fieles a perpetuar esa memoria. Primero se exhibieron unas 'vitrinas martiriales' y en agosto de 1973 se inaugur¨® un nuevo mausoleo martirial en la iglesia del Coraz¨®n de Mar¨ªa. (...)
La consagraci¨®n definitiva de la memoria de la cruzada lleg¨® con la construcci¨®n del monumento del Valle de los Ca¨ªdos, 'el pante¨®n glorioso de los h¨¦roes', como lo llamaba fray Justo P¨¦rez de Urbel, catedr¨¢tico de Historia en la Universidad de Madrid, apologeta de la cruzada y de Franco y primer abad mitrado de la Santa Cruz del Valle de los Ca¨ªdos. El monumento fue inaugurado el 1 de abril e 1959, tras casi veinte a?os de construcci¨®n, en la que trabajaron numerosos rojos cautivos y prisioneros pol¨ªticos. Aqu¨¦l era un lugar grandioso, para desafiar 'al tiempo y al olvido', homenaje al sacrifico de 'los h¨¦roes y m¨¢rtires de la cruzada'.
La Iglesia cat¨®lica espa?ola quiso, no obstante, perpetuar la memoria de sus m¨¢rtires con algo m¨¢s que ceremonias f¨²nebres y monumentos. Ya en noviembre de 1937, los arzobispos metropolitanos, reunidos en la abad¨ªa cisterciense de San Isidro de Due?as (Palencia), bajo la presidencia del cardenal Isidro Gom¨¢, acordaron 'publicar en su d¨ªa un nomencl¨¢tor de todos los sacerdotes y religiosos con las notas m¨¢s destacadas de su hero¨ªsmo y su martirio'. El camino hasta la beatificaci¨®n reclamado por la Iglesia y por los dirigentes franquistas no fue, sin embargo, tan r¨¢pido. P¨ªo XII se opuso a una canonizaci¨®n indiscriminada y masiva de miles de 'ca¨ªdos por Dios y por Espa?a' y una actitud similar adoptaron sus sucesores Juan XXIII y Pablo VI, quien orden¨® incluso la paralizaci¨®n de los procesos can¨®nicos que desde el final de la guerra estaban llegando al Vaticano.
Las cosas cambiaron con Juan Pablo II. En marzo de 1982 comunic¨® a los obispos de la provincia eclesi¨¢stica de Toledo que iba a impulsar la beatificaci¨®n de los m¨¢rtires de la persecuci¨®n religiosa en Espa?a. El 29 de marzo de 1987 beatific¨® a tres monjas carmelitas de Guadalajara, asesinadas el 24 de julio de 1936. Fueron las primeras beatificaciones de m¨¢rtires de la cruzada. A partir de ese momento se aceler¨® la conclusi¨®n de los procesos anteriormente paralizados, se abrieron otros muchos y Juan Pablo II sigui¨® beatificando. Hasta el 1 de enero del a?o 2000 hab¨ªan sido beatificados 239 m¨¢rtires, todos muertos en la guerra civil, excepto nueve eclesi¨¢sticos asesinados durante la revoluci¨®n de octubre de 1934 en Asturias, beatificados primero en abril de 1990 y canonizados despu¨¦s en noviembre de 1999. Se trataba as¨ª de unir bajo el mismo concepto de persecuci¨®n religiosa todo lo sucedido en Espa?a desde 1931 a 1939, se?alando a la Rep¨²blica como principal causante e instigadora de la violencia anticlerical.
A la jerarqu¨ªa eclesi¨¢stica espa?ola ese n¨²mero de 'm¨¢rtires de la cruzada' beatificados le parece insignificante y reclama que sean elevados a los altares much¨ªsimos m¨¢s: los cerca de siete mil eclesi¨¢sticos 'martirizados' y unos tres mil seglares de ambos sexos, militantes de Acci¨®n Cat¨®lica y de otras asociaciones confesionales, a quienes se pretende aplicar la misma categor¨ªa.
Nada ni nadie le impide a la Iglesia cat¨®lica espa?ola recordar y honrar a sus m¨¢rtires. Siempre lo ha hecho y es muy probable que siga haci¨¦ndolo. Pero al abrir y reabrir procesos de beatificaci¨®n de m¨¢rtires de aquella 'cruzada', va mucho m¨¢s all¨¢. Convierte en heroico y glorioso un pasado que nada de eso tuvo. Ya se lo dec¨ªa el nacionalista vasco Manuel de Irujo, ministro de Justicia del Gobierno de la Rep¨²blica, al cardenal Vidal i Barraquer en una carta firmada el 23 de mayo de l938:
'Tenga presente que en las dos zonas se han hecho m¨¢rtires, que la sangre de los m¨¢rtires, en religi¨®n como en pol¨ªtica, es siempre fecunda; que la Iglesia, sea por lo que fuere, figurar¨¢ como m¨¢rtir en la zona republicana y formando en el piquete de ejecuci¨®n en la zona franquista'. Amigos y defensores de los asesinos en un bando y m¨¢rtires en el otro. ?sa fue la doble faz del clero espa?ol durante la guerra civil.
Por muchos m¨¢rtires que beatifique, la Iglesia nunca va a poder quitarse de encima su implicaci¨®n 'en cuerpo y alma' en la operaci¨®n de exterminio de 'malvados marxistas' y de la 'canalla roja' que los militares rebeldes y la 'gente de orden' pusieron en marcha desde el 18 de julio de 1936 y continuaron durante a?os y a?os bajo la paz 'duradera y consoladora' de Franco.
Hay quienes creen que la Iglesia cat¨®lica espa?ola deber¨ªa pedir perd¨®n por bendecir y apoyar aquella masacre de infieles y a la dictadura que de ella emergi¨®. No pretendo entrar aqu¨ª en esa pol¨¦mica. Me gustar¨ªa recordar, sin embargo, para concluir, los hechos y argumentos fundamentales que sobre ese complejo y reciente pasado he intentado demostrar en este libro. Recordarlos como historiador, tras una exhaustiva investigaci¨®n, para que puedan ser conocidos, valorados y debatidos. Y record¨¢rselos tambi¨¦n a todos aquellos que creen que la Iglesia necesita todav¨ªa legitimarse con m¨¢s m¨¢rtires.
La Iglesia percibi¨® la ca¨ªda de la monarqu¨ªa como una aut¨¦ntica cat¨¢strofe. No soport¨® la Rep¨²blica, ese sistema de representaci¨®n parlamentaria, de legislaci¨®n anticlerical, de presi¨®n popular, en la que los valores cat¨®licos ya no eran hegem¨®nicos. Moviliz¨® a la poblaci¨®n, ampar¨® un movimiento de masas que bajo el paraguas ideol¨®gico del catolicismo refugiaba en ¨¦l a las clases dominantes, a los sectores m¨¢s conservadores, preocupados por su orden y no s¨®lo por el de la Iglesia, porque en la historia de Espa?a, en ese periodo republicano y en el futuro, el orden y la Iglesia hab¨ªan ido unidos y as¨ª seguir¨ªan.
La Iglesia y la mayor¨ªa de los cat¨®licos pusieron desde el principio todos sus medios, que no eran pocos, al servicio de la causa de los militares sublevados. Ni los militares tuvieron que pedir a la Iglesia su adhesi¨®n, que la ofreci¨® gustosa, ni la Iglesia tuvo que dejar pasar el tiempo para decidirse. Unos porque quer¨ªan el orden y otros porque defend¨ªan la fe, todos se dieron cuenta de los beneficios de la entrada de lo sagrado en escena.
La Iglesia se sinti¨® encantada con esa sublevaci¨®n 'providencial', como la calificaba el cardenal primado, Isidro Gom¨¢, en el informe que envi¨® al secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Eugenio Pacelli, el 13 de agosto de 1936. Encantada, adem¨¢s, con que fueran las armas las que aseguraran el 'orden material', liquidaran a los infieles y le devolvieran la 'libertad'.
La complicidad del clero con ese terror militar y fascista fue absoluta y no necesit¨® del anticlericalismo para manifestarse. Desde Gom¨¢ al cura que viv¨ªa en Zaragoza, Salamanca o Granada, todos conoc¨ªan la masacre, o¨ªan los disparos, ve¨ªan c¨®mo se llevaban a la gente, les llegaban familiares de los presos o desaparecidos, desesperados, pidiendo ayuda y clemencia. La actitud m¨¢s frecuente del clero ante esos hechos fue el silencio, voluntario o impuesto por los superiores, cuando no la acusaci¨®n o la delaci¨®n.
A medida que avanzaba la guerra, el catolicismo ganaba terreno por las armas (...). La entrada de las tropas franquistas en las diferentes ciudades republicanas fue celebrada con ted¨¦ums, con rituales cat¨®licos que dotaban de unidad a todas las fuerzas reaccionarias. Los obispos levantaban el brazo en los actos c¨ªvico-militares, bendec¨ªan las armas, enardec¨ªan a las tropas y alentaban a la persecuci¨®n de los vencidos. Ellos, los sacerdotes, los religiosos y los fieles cat¨®licos, se sent¨ªan liberados por el Ej¨¦rcito rebelde y, sobre todo, por el glorioso general¨ªsimo Franco, el 'genio providencial' que les estaba librando de la cat¨¢strofe republicana y atea. (...)
Ese sentimiento religioso, esa 'justicia social cristiana a la espa?ola', esa recatolizaci¨®n por las armas, no contemplaba la reconciliaci¨®n o el perd¨®n para los vencidos. La rendici¨®n incondicional del enemigo, el 'triunfo de la Ciudad de Dios', llegar¨ªan empapados de militarismo, nacionalismo y triunfalismo cat¨®lico. (...)
Sobre las ruinas de los vencidos y los beneficios que le otorg¨® la victoria en la guerra y en la paz fund¨® el franquismo su hegemon¨ªa y erigieron Franco y los vencedores su particular cortijo. Y ah¨ª estuvieron la Iglesia y los cat¨®licos, en primera l¨ªnea, para seguir proporcionando el cuerpo doctrinal y legitimador a la represi¨®n (...)
La sumisa identificaci¨®n de la Iglesia espa?ola con Franco alcanz¨® cotas elevad¨ªsimas. Hab¨ªa empezado esa profunda amistad con una rebeli¨®n militar, se sell¨® con un pacto de sangre y la simbiosis entre religi¨®n, patria y caudillo fue decisiva durante el periodo crucial para la supervivencia del sistema despu¨¦s de la II Guerra Mundial. En ese momento pudo tambi¨¦n haber cambiado la Iglesia, dar alguna se?al de disidencia, de perd¨®n y reconciliaci¨®n. Pero la Iglesia, embobada por el 'totalitarismo divino', feliz con sus privilegios, atrapada en la red de ideas comunes con los falangistas y los militares y con la sangre todav¨ªa caliente de sus m¨¢rtires, nada quiso saber de una 'innecesaria revisi¨®n'.
(...) Muri¨® el caudillo, desapareci¨® la dictadura y la nueva democracia le dio a la Iglesia un exquisito trato. La Iglesia de la cruzada, la de Franco, la de la venganza, apel¨® a valores religiosos tradicionales, primitivos, e intent¨® recatolizar Espa?a, su Espa?a, con los m¨¦todos m¨¢s represivos y violentos que ha conocido nuestra historia contempor¨¢nea. Puede seguir la Iglesia beatificando a sus 'm¨¢rtires de la cruzada'. Las voces del pasado siempre le recordar¨¢n que, adem¨¢s de m¨¢rtir, fue tambi¨¦n verdugo. (...)
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