La flecha del tiempo
Aunque todos sabemos que no existen los orientes y los occidentes -s¨®lidas realidades convertidas hoy en puras convenciones-, Occidente sigue siendo hoy uno de nuestros referentes m¨¢s habituales: 'nuestro mundo', en justa simetr¨ªa con el tambi¨¦n vaporoso Oriente, m¨¢gico, ca¨®tico y amenazador, y en relaci¨®n m¨¢s oblicua con el Sur pobre, soleado y abismal. Por pintorescas razones militares y econ¨®micas, el Norte -los pa¨ªses del Norte- est¨¢ asimilado a Occidente.
Hemos dedicado miles de p¨¢ginas a Occidente. Como cultura, como pol¨ªtica, como mentalidad, como espacio desplegado en la historia. Pero quiz¨¢ hemos prestado menos atenci¨®n al factor tal vez m¨¢s importante: Occidente, por encima de todo, es un tiempo.
Lo que denominamos Occidente es, o ha sido, la consecuencia de una herencia ¨²nica en la manera de entender el tiempo o, dicho de otro modo, la representaci¨®n en nuestra conciencia del paso de los d¨ªas y de las sombras. En el pasado, la mayor¨ªa de las mitolog¨ªas y creencias tradicionales tendieron a percepciones del tiempo c¨ªclicas. A este respecto, el c¨ªrculo parec¨ªa m¨¢s id¨®neo, o menos arriesgado, que la l¨ªnea.
Occidente se ha inclinado fuertemente por la l¨ªnea, si bien no han faltado nunca voces que hayan protestado contra esta inclinaci¨®n. Sin el tiempo apocal¨ªptico judaico, que arrastraba la historia del mundo hacia el final, sin el tiempo de resurrecci¨®n cristiana, que implicaba un juicio ¨²ltimo para la condenaci¨®n o la salvaci¨®n, sin el tiempo prometeico griego, que promet¨ªa una evoluci¨®n de la especie humana, no hablar¨ªamos de Occidente. Naturalmente, a estas tres aportaciones les sigue, cohesion¨¢ndolas y dinamiz¨¢ndolas, el tiempo moderno: el tiempo proyectado en el espacio, diseccionado, medido. El tiempo cada vez m¨¢s domado por nuestros aparatos de precisi¨®n, pero cada vez m¨¢s desbocado en nuestra f¨ªsica te¨®rica y m¨¢s enloquecido en nuestra vida cotidiana. El poder y la impotencia ante el tiempo.
Son los mismos poderes e impotencias de la civilizaci¨®n occidental, la cual no se ha impuesto a las dem¨¢s por su dinero, sus ca?ones o su esp¨ªritu, sino por su concepci¨®n del tiempo (que, ciertamente, ha significado un dinero, unos ca?ones, un esp¨ªritu).
Hace pocos a?os, el profesor de historia y geograf¨ªa Alfred W. Crosby formul¨® en La medida de la realidad (Barcelona, Cr¨ªtica, 1998) la idea de que entre 1250 y 1600 la sociedad europea incub¨® un nuevo escenario espacial del mundo gracias a un tratamiento revolucionario del escenario temporal: troceado, cuantificado, llevado continuamente 'hacia delante' por mecanismos de medici¨®n m¨¢s y m¨¢s precisos, el tiempo era sometido a una visualizaci¨®n paulatinamente sofisticada. Para Crosby esta 'medida de la realidad' sin precedentes dot¨® a Occidente del mejor ej¨¦rcito posible para conquistar las otras regiones del planeta.
En una entrevista incluida en el cat¨¢logo de la exposici¨®n Art i temps que actualmente se desarrolla en el CCCB de Barcelona, Umberto Eco defiende una hip¨®tesis semejante aunque, en su caso, da prioridad al proceso que se inicia en el siglo XVII, con Descartes y Newton como protagonistas destacados. Para Eco, en cualquier caso, no hay duda tampoco de que el 'tiempo occidental' se ha constituido en el principal instrumento del poder de Occidente.
Lineal, pese a las relativizaciones de la f¨ªsica contempor¨¢nea; apocal¨ªptico, aunque quiz¨¢ ya no creamos en el Apocalipsis; progresivo, aun con todas nuestras dudas con respecto al Progreso; fetichizado hasta el extremo por nuestros aparatos t¨¦cnicos: as¨ª es el tiempo que habitamos velozmente. ?O as¨ª es el tiempo veloz que nos habita?
Todas las edades de oro de todas las mitolog¨ªas tienen en com¨²n la ausencia del tiempo (y de sus naturales aliados, la enfermedad, la vejez y la muerte). Pero, perdida la edad de oro, separados y enemistados los hombres y los dioses, expulsados los seres humanos del para¨ªso, el arco deja escapar la flecha y la flecha viaja hacia su destino inexorable.
En esa misma exposici¨®n Art i temps hay varias hermosas im¨¢genes sobre el vuelo de la flecha: calendarios arcaicos, clepsidras, engranajes de relojer¨ªa, cuadros barrocos, pentagramas, alfabetos, fotogramas cinematogr¨¢ficos. De hecho, podr¨ªamos relacionar toda la historia del arte (e incluso, de una manera m¨¢s general, toda la historia de las im¨¢genes y de los signos) con el vuelo de la flecha. Cada estilo, cada ¨¦poca, cada obra, cada poema, cada f¨®rmula matem¨¢tica es un vislumbre, temeroso y apasionado, del vuelo de la flecha; un vuelo solemne, implacable, maravilloso, que cruza cada uno de nuestros universos.
Nos defendemos como podemos de la fascinaci¨®n que nos causa ese vuelo. En ocasiones 'nos falta tiempo' y, en otras, necesitamos 'matar el tiempo'. Sentimos una mezcla de curiosidad y desd¨¦n ante aquel oriental que supuestamente habita el tiempo desde el vac¨ªo o ante aquel personaje de nuestro oblicuo Sur que permanece horas y horas, imp¨¢vido, al margen de la carretera. Quiz¨¢ ellos, pensamos, tienen otras soluciones.
Nosotros hemos elegido el v¨¦rtigo y, tambi¨¦n, la medida del v¨¦rtigo. Nuestro sue?o m¨¢s ¨ªntimo es llegar a volar a mayor velocidad que la propia flecha para estar, as¨ª, continuamente fuera de su alcance. De momento, un sue?o. Entretanto, mientras calibramos milim¨¦tricamente el trayecto en el que alcanzar¨¢ nuestro pecho, quiz¨¢ la flecha del tiempo ya haya traspasado nuestro coraz¨®n.
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