MIS VELADAS CON FIDEL
Memorias cubanas de la escritora nicarag¨¹ense Gioconda Belli
De mi primer viaje a Cuba mi extra?o encuentro con Fidel Castro. (Panam¨¢, La Habana, 1978-1979).
?Te gustar¨ªa ir a Cuba? -me pregunt¨® Modesto [Henry Ruiz, Modesto, dirigente sandinista] una tarde en Panam¨¢, con una sonrisa seductora de mago a punto de conceder su deseo a Aladino. Los cubanos invitaban a un representante de la GPP [Guerra Popular Prolongada, facci¨®n del Frente Sandinista de Liberaci¨®n Nacional] a la celebraci¨®n del XX Aniversario de su Revoluci¨®n. Si dispon¨ªa de dos semanas, yo ser¨ªa la persona indicada para viajar a la isla en los ¨²ltimos d¨ªas de diciembre.
Por lo general procuraba no ausentarme de mi casa m¨¢s que dos o tres d¨ªas. Mis viajes eran cortos pero frecuentes. A pesar de ello, acept¨¦ la propuesta de Modesto. Cuba era entonces el faro de la revoluci¨®n en Am¨¦rica Latina; el primer territorio libre de Am¨¦rica. ?Qu¨¦ m¨¢s pod¨ªa desear yo que hacer aquel viaje?
Volv¨ª a Panam¨¢ a finales de diciembre para tomar el vuelo a La Habana. A ¨²ltima hora Modesto, quien planeaba viajar conmigo, decidi¨® no ir. Al d¨ªa siguiente de llegar tuvimos una discusi¨®n irracional e intempestiva. Sal¨ª, pues, triste y destemplada en el vuelo de Cubana.
La apariencia deste?ida, pobre y descascarada de La Habana y la impecable sincron¨ªa entre los funcionarios del partido, el personal del hotel, los ch¨®feres de los autos oficiales y todos los que nos atend¨ªan, fueron mis primeras impresiones del socialismo. Llegu¨¦ a Cuba dispuesta a sustituir las visiones siniestras de una adolescencia llena de mitos anticomunistas por la realidad de una utop¨ªa en la que el socialismo lograra crear el mejor de los mundos posibles. Vi la ciudad a trav¨¦s del prisma rosado de mis ilusiones. El embargo econ¨®mico de Estados Unidos explicaba los edificios maltrechos, lo que no funcionaba. Admir¨¦ la dignidad, el buen humor infatigable de los cubanos que sub¨ªan a los buses atestados y tard¨ªos, vestidos con ropas que recordaban las modas de las d¨¦cadas cincuenta y sesenta.
El hotel Capri, donde me hosped¨¦, con su decoraci¨®n art d¨¦co restaurada y vuelta a restaurar, me record¨® los viejos hoteles de Miami Beach. Comprob¨¦ que no hab¨ªa tales de que uno no pod¨ªa moverse por La Habana sin un eterno funcionario del partido pegado a los talones. Deambul¨¦ por sus avenidas, visit¨¦ librer¨ªas donde los libros costaban centavos, habl¨¦ con los pescadores solitarios en el malec¨®n. Me impresion¨® la cultura pol¨ªtica que pose¨ªan las personas m¨¢s sencillas, los j¨®venes. Percib¨ª una calidad especial en aquellas gentes alejadas del consumismo y forzadas por las circunstancias a forjar el eje de sus vidas alrededor de valores espirituales como la educaci¨®n, la solidaridad, el amor a la patria, lo comunitario. Los cubanos lamentaban la escasez, pero se las arreglaban con buen ¨¢nimo y un sentido ¨¦pico de s¨ª mismos.
La estatificaci¨®n de todos los servicios y la falta de competencia del comercio se dejaban sentir en papeleos, burocracia, en la lentitud y confusiones con que uno se topaba no bien sal¨ªa de los hoteles e intentaba comprar un helado, sentarse en un caf¨¦. El hotel, sin embargo, funcionaba a las mil maravillas. La comida era excelente.
En medio del ambiente festivo de las celebraciones, me deslumbraba toparme cara a cara con guerrilleros de toda Am¨¦rica Latina, dirigentes de pa¨ªses socialistas como Vietnam, embajadores de movimientos de liberaci¨®n palestinos, polisarios, surafricanos. La atm¨®sfera era de cuento de hadas revolucionario. Fui a un desfile militar donde miles de soldados saludaron en coro multitudinario la memoria del Che Guevara; escuadras de Mig volaron sobre nuestras cabezas dejando estelas de colores en abierto desaf¨ªo a las protestas de Estados Unidos por la posesi¨®n cubana de esos aviones. Visit¨¦ museos con fotos de Fidel y sus barbudos de la Sierra Maestra; conoc¨ª bajo un aguacero a Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez y nos hicimos inseparables compa?eros de autob¨²s yendo por La Habana de un lugar a otro. En la Casa de las Am¨¦ricas conoc¨ª al afable y sencillo poeta uruguayo Mario Benedetti, al cubano Roberto Fern¨¢ndez Retamar.
Al acercarse la fecha del aniversario, las recepciones oficiales ocuparon las noches. En la primera de ellas, una fiesta multitudinaria en el imponente y moderno Palacio de los Congresos de La Habana, estrech¨¦ la mano de Fidel Castro.
-?D¨®nde te han tenido escondida los sandinistas? -me pregunt¨®, mir¨¢ndome de arriba abajo.
Me encontraba al lado de Doris Tijerino, mujer legendaria dentro del sandinismo, que viv¨ªa en Cuba en ese tiempo. Bromeaba con Fidel, y ¨¦l se qued¨® largo rato conversando con ella y mir¨¢ndome a m¨ª, que habl¨¦ poco, apabullada por el solo hecho de tenerlo cerca.
Fidel es un hombre f¨ªsicamente imponente. Alto, fuerte. La tela de su uniforme de gala verde olivo impecable ten¨ªa un lustre a nuevo, sus zapatos reluc¨ªan. Todo ¨¦l emanaba un aire de autoridad, seguridad, conciencia de ser el personaje m¨¢s importante en el sal¨®n. En su rostro de facciones muy espa?olas, la expresividad de los ojos era caribe, tropical, penetrante, juguetona. Sin dejar de prestarnos atenci¨®n, no perd¨ªa detalle del ambiente circundante. Al poco rato, m¨¢s personas se acercaron para escucharlo. ?l preguntaba, pontificaba sobre la realidad de tal o cual pa¨ªs. Actuaba como Mois¨¦s en el Sina¨ª con las Tablas de la Ley entre sus brazos: l¨ªder de los pueblos en su recorrido a la Tierra Prometida. Finalmente se alej¨® entre la multitud. Me sent¨ª halagada de que se fijara especialmente en m¨ª.
A la noche siguiente, en una recepci¨®n m¨¢s peque?a para las delegaciones de Am¨¦rica Latina, conversaba con Mario Benedetti cuando Fidel se acerc¨® de nuevo a saludarme. Lo acompa?aban otros invitados y funcionarios del Partido Comunista de Cuba. Me vi en un c¨ªrculo de hombres que me sonre¨ªan con picard¨ªa c¨®mplice debido a la atenci¨®n que me dispensaba su jefe. Mario lo puso al tanto de que era poeta, reciente ganadora del premio Casa de las Am¨¦ricas.
-?Y c¨®mo hago yo para leer tu libro? -me pregunt¨® mientras las sonrisas de los dem¨¢s se hac¨ªan m¨¢s anchas. Me re¨ª tambi¨¦n. Ser¨ªa f¨¢cil, le dije. Se lo har¨ªa llegar.
-Pero quiero que me escribas una dedicatoria -a?adi¨®.
-Claro que s¨ª, comandante, lo har¨¦ encantada -le dije.
Fidel continu¨® la conversaci¨®n sin dejar de mirarme con sus ojillos penetrantes. Trat¨¦ de mantenerme calma, segura de m¨ª y de actuar con naturalidad bajo el escrutinio de su mirada.
-?Y c¨®mo puedo yo verte a ti? -me pregunt¨®-. Llegar a tu hotel ser¨ªa dif¨ªcil. Soy demasiado conocido.
Lo mir¨¦ azorada. Los dem¨¢s rieron. Supuse que ser¨ªa una broma.
-Me est¨¢ viendo, comandante -dije, uni¨¦ndome a la broma, disimulando mi incomodidad.
Poco despu¨¦s Fidel continu¨® su recorrido por la fiesta, saludando a antiguos conocidos, caras nuevas. La fiesta se ofrec¨ªa en una casa de protocolo grande y blanca. En el jard¨ªn de exuberante vegetaci¨®n tropical las mesas estaban colocadas bajo los ¨¢rboles, esparcidas aqu¨ª y all¨¢. Por todas partes depart¨ªan amigablemente l¨ªderes guerrilleros del MIR chileno, del ERP argentino, de los Tupamaros de Uruguay, salvadore?os, guatemaltecos, fugitivos cuyas cabezas ten¨ªan un alto precio en sus pa¨ªses por oponerse a reg¨ªmenes militares o al statu quo. Anduve entre los invitados saludando a personas que conoc¨ªa, conversando. Divertida, me percat¨¦ de que Fidel intentaba repetidamente aproximarse a m¨ª. Apenas lo lograba, sin embargo, nos rodeaban de nuevo.
-?Te fijas?, no me dejan hablar contigo -me dijo en una de ¨¦sas con expresi¨®n resignada.
Yo disfrutaba la situaci¨®n. ?C¨®mo no disfrutar de la atenci¨®n nada menos que de Fidel Castro?
A la hora de la cena. Fidel se sent¨® a la mesa al fondo del jar-d¨ªn. Poco despu¨¦s un movimiento de hombres corriendo, de carros que part¨ªan, anunci¨® que el comandante se hab¨ªa marchado. El ambiente se distendi¨® sensiblemente. Los compa?eros sandinistas de la mesa bromearon sobre las atenciones del comandante en jefe para conmigo. Nos re¨ªmos. Serv¨ªan el postre cuando se sent¨® a mi lado Ulises, un alto funcionario del Departamento Am¨¦rica del Partido Comunista de Cuba, a quien conoc¨ªa de Panam¨¢.
-Ven -me dijo-. Fidel quiere hablar contigo.
Sin saber qu¨¦ otra cosa hacer, me levant¨¦ y lo segu¨ª hasta su carro, curiosa y temerosa a la vez.
Fidel me esperaba en una casa que ten¨ªa el aire fr¨ªo de un lugar s¨®lo habitado ocasionalmente; una sala mal iluminada que parec¨ªa sacada de un escenario teatral, las paredes tapizadas de verde con cuadros con marcos dorados aqu¨ª y all¨¢, ilustrando antiguas escenas de caza. Record¨¦ el incidente con Torrijos. Ojal¨¢ Fidel, mi ¨ªdolo, no hiciera algo semejante. Me tranquilic¨¦ cuando vi que lo acompa?aba Manuel Pi?eiro, Barbarroja, uno de sus compa?eros de la Sierra Maestra, el jefe del Departamento Am¨¦rica. Pi?eiro era un hombre dif¨ªcil de descifrar. Sus ojos caf¨¦ eran intensos, maliciosos, ligeramente amenazantes. Parec¨ªa saberlo todo o creer que lo sab¨ªa. Me sent¨¦ junto a Fidel en un sof¨¢ largo junto a la pared, mientras Pi?eiro observaba la escena sentado en otro sill¨®n.
-Perdona que te haya hecho venir -me sonri¨® Fidel-, pero ya viste, no habr¨ªa podido hablar contigo de otra forma.
De la primera parte de esa conversaci¨®n guardo vagos recuerdos. Fidel me pregunt¨® muchas cosas personales; mi origen de clase, mis padres, cu¨¢ndo me hab¨ªa hecho sandinista, poeta. Hablar de uno mismo es f¨¢cil, de modo que me explay¨¦, sintiendo que mientras convers¨¢ramos estar¨ªa segura. Le cont¨¦ de Marcos, de Sergio, de mis hijos. Fue al abordar el tema de la coyuntura de Nicaragua cuando surgieron las discrepancias. No pude evitar darle mi opini¨®n. No comprend¨ªa por qu¨¦ ellos -Cuba- apoyaban con obvia preferencia a la tendencia Tercerista, los hermanos Ortega, cuyo comportamiento pol¨ªtico era a mi parecer arriesgado a largo plazo e inescrupuloso. Fidel se agit¨® y empez¨® a gesticular con su dedo ¨ªndice. Sub¨ªa y bajaba la voz hasta llegar al susurro. Sus tonos altos sonaban a rega?o dulz¨®n, pero afilado.
-?C¨®mo puedes dudar t¨² de mis intenciones? Yo he sido el m¨¢s decidido defensor de la unidad. Me he pasado noches con tus dirigentes, discutiendo con ellos para lograr la unidad -y me miraba con sus ojos penetrantes.
-Pero, entonces, ?por qu¨¦ apoya a unos m¨¢s que a otros? -insist¨ªa yo, que conoc¨ªa, bastante bien por cierto, que Fidel favorec¨ªa con m¨¢s armas y equipos a los Terceristas.
-Pero ?de d¨®nde sacas t¨² eso? -Y volv¨ªa a repetir que ¨¦l apoyaba la unidad, que ¨¦l confiaba en los dirigentes de la GPP. No ten¨ªa dudas de que Modesto, Tom¨¢s y Bayardo eran hombres de principios. Acaso no me daba cuenta de que esas inquietudes que yo expresaba sobre los Ortega justificaban que ¨¦l quisiera estar cerca de ellos, ayudar a encauzarlos mejor.
-Pero lo que hace es fortalecerlos -argumentaba yo, terca como una mula. Dec¨ªrselo era mi manera de demostrar respeto por su inteligencia.
Como me suceder¨ªa a menudo en mi vida al tratar con hombres en posiciones de liderazgo, lentamente ca¨ª en la cuenta de que no quer¨ªa o¨ªrme, sino que lo oyera. Alzaba la voz. Su tono bordeaba lo iracundo. Era evidente que consideraba mi postura como un desaf¨ªo y quer¨ªa convencerme de mi error. Al ver que no lograr¨ªa nada, que la conversaci¨®n se hab¨ªa reducido a un enfrentamiento de su verdad contra la m¨ªa, desist¨ª de continuar.
-Usted sabe m¨¢s que yo, comandante -le dije. Posiblemente me equivoque; obviamente no tengo todos los elementos de juicio que usted tiene. Pero no dudo de sus buenas intenciones. S¨¦ lo que ha trabajado por la unidad. Como sandinista, se lo agradezco.
Para apaciguarlo, le dije m¨¢s cosas que no recuerdo. Poco a poco retorn¨® a su compostura habitual. Sentado en el sill¨®n, Pi?eiro nos miraba. Sus ojos sagaces, impenetrables.
La extra?a reuni¨®n lleg¨® a su fin. Me desped¨ª de Fidel en la puerta, un poco azorada, sin saber exactamente qu¨¦ pensar de aquel peculiar encuentro.
Por esos d¨ªas lleg¨® Modesto a La Habana. Me mand¨® a buscar. Lo vi la tarde del mismo d¨ªa en que me reconcili¨¦ a medias con mi aversi¨®n a las armas en el pol¨ªgono de tiro. Estaba alojado en las afueras de La Habana, solo, en una casa extra?a, grande y con muchas habitaciones. Nerviosa, habl¨¦ sin parar de mis impresiones de Cuba, temiendo que cuando callara me dijera que ya no me quer¨ªa. Pero en menos de una hora nos reconciliamos como si el disgusto hubiera sido s¨®lo el pretexto para reencontrarnos con la intensidad de quienes recuperan un cielo que cre¨ªan perdido para siempre.
La fiesta del 31 de diciembre fue inolvidable. Cientos de mesas fueron colocadas en la peque?a y empedrada plaza de la Catedral de La Habana vieja, uno de los sitios hist¨®ricos m¨¢s hermosos e ¨ªntimos de Am¨¦rica. Los edificios coloniales que flanquean la plaza en sus cuatro costados, magn¨ªficamente iluminados, eran el marco en el que se desarrollaba la fiesta amenizada por un espect¨¢culo musical de ritmos afrocaribe?os: el danz¨®n, la guaracha, la Guantanamera. A medianoche estallaron los brindis. Brind¨¦ con revolucionarios de todo el mundo, cuyas causas no siempre me eran familiares. Y, claro, con mis compa?eros sandinistas. Brindamos por el fin de las tiran¨ªas, los triunfos populares, las revoluciones. Los nicarag¨¹enses nos emocionamos. Mil novecientos setenta y nueve ser¨ªa el a?o decisivo para nosotros. Lo sab¨ªamos.
Se acercaba el d¨ªa de mi regreso al capitalismo y al exilio. Le¨ªa en mi habitaci¨®n del hotel, por la tarde, cuando me telefone¨® un funcionario del partido para pedirme que no saliera del hotel, por favor. Ignoraba el motivo de su extra?a petici¨®n, pero supuse que ser¨ªa algo relacionado con Modesto -a quien los cubanos trataban con mucha deferencia-. A las ocho de la noche volvi¨® a llamarme y me indic¨® que bajara y lo encontrara en el vest¨ªbulo del hotel. Mi acompa?ante no me dijo ad¨®nde ¨ªbamos cuando partimos en su autom¨®vil, y no sospech¨¦ de qu¨¦ se trataba ni siquiera cuando vi que nos acerc¨¢bamos a la sede del Partido Comunista de Cuba, un edificio alto, moderno, en la plaza de la Revoluci¨®n.
Creo que est¨¢bamos dentro del edificio cuando finalmente me inform¨® que Fidel quer¨ªa verme otra vez.
Record¨¦ que Fidel trabaja de noche; de cuatro de la tarde a cuatro de la ma?ana. Caminanos hacia su despacho, que era hermoso, amplio, con muchas plantas, amueblado sencillamente y donde se respiraba una atm¨®sfera de historia acumulada y viva. Hablamos durante casi cuatro horas, hasta la medianoche. Otra vez Pi?eiro rondaba por all¨ª. Entraba y sal¨ªa. Fidel iba vestido con su eterno uniforme de comandante, que luego copiar¨ªan los nuestros en Nicaragua. Yo llevaba los jeans y la camisa blanca, holgada, con la que anduve durante el d¨ªa. Me dio las gracias por el libro de poemas que le envi¨¦ con dedicatoria. Conversamos sentados en un sof¨¢ blanco al lado de su escritorio.
-Nunca antes estuve con alguien de la base del sandinismo -me dijo-. Usualmente me re¨²no con los dirigentes. Espero que llegues al final de todo esto. He visto tanta gente morir en el intento... Compa?eros... No te imaginas, por ejemplo, lo que fue para m¨ª la muerte de Camilo, del Che. Yo mismo dirig¨ª la b¨²squeda del avi¨®n de Camilo. Aquel mar que no dio se?as de nada nunca. Se perdi¨® Camilo. Nunca lo encontramos. A pesar de todos los esfuerzos. Y el Che. Sus manos las tenemos aqu¨ª. ?Lo sabes? Imag¨ªnate. Sus manos. El Che era como mi hermano.
Emotivo. Susurraba. Me ten¨ªa que inclinar para o¨ªrlo.
M¨¢s tarde hablamos de las ideas. Le pregunt¨¦ si ya era socialista al triunfar la Revoluci¨®n. Recordaba la cadena con el Cristo en su cuello cuando baj¨® de la Sierra Maestra.
-Pens¨¦ en un sistema semejante por mi cuenta -me dijo-. La repartici¨®n de la riqueza. Me sorprendi¨® leer a Marx y ver las coincidencias. Mi conversi¨®n al marxismo fue muy r¨¢pida.
Me cont¨® la historia de la Revoluci¨®n Cubana, c¨®mo escrib¨ªa sus discursos.
-Leo a Mart¨ª -me dijo-. Es mi fuente de inspiraci¨®n.
Y sac¨® los libros de Mart¨ª. Me ley¨® pasajes. Yo estaba subyugada por sus emanaciones de h¨¦roe. No pod¨ªa creer la suerte que me permit¨ªa compartir ese tiempo con Fidel. La tranquilidad, el silencio de aquel edificio dormido.
En medio de todo esto me insinu¨® que pod¨ªa ayudarle facilit¨¢ndole cierta informaci¨®n. Quer¨ªa saber detalles sobre la reacci¨®n de la GPP ante la entrega de un cargamento de armas a los Terceristas. Record¨¦ los exabruptos, la furia de Modesto al salir de la reuni¨®n donde se enter¨® de que, a pesar de las promesas cubanas, las armas no se hab¨ªan repartido equitativamente entre las tres tendencias.
-Si t¨² me dices lo que sabes, te puedo explicar -propuso Fi-del-. Te lo puedo explicar todo, pero s¨®lo si t¨² lo sabes, porque si no, ?qu¨¦ caso tiene darte una explicaci¨®n?
Aquel d¨ªa, Modesto me hab¨ªa hecho jurar que, pasara lo que pasara, jam¨¢s comentar¨ªa con nadie su reacci¨®n. Me pareci¨® extra?a tanta insistenc¨ªa sobre mi silencio, pero no hab¨ªa vuelto a pensar en eso hasta que Fidel empez¨® a interrogarme. Me pregunt¨¦ si Modesto habr¨ªa imaginado que Fidel Castro en persona querr¨ªa saberlo. ?Ser¨ªa algo que ni Fidel deb¨ªa saber?, me pregunt¨¦. Fidel tendr¨ªa que darle las explicaciones a Modesto, no a m¨ª. A m¨ª no me correspond¨ªa revelar nada. Yo era una simple mortal en aquel juego de dirigentes.
Con ceniceros y objetos de su escritorio, Fidel me explic¨® que, seg¨²n su tesis, conducir una guerra de posiciones cl¨¢sica en el sur de Nicaragua empantanar¨ªa al ej¨¦rcito somocista y facilitar¨ªa la toma del poder por los sandinistas. Para ello era clave que el Frente Sur dispusiera de armas para una guerra regular: antia¨¦reas, antitanques, ca?ones. ?sa era su idea. Estaba seguro de que era la estrategia militar indicada. Era fascinante verlo apasionarse, volver a hacer la revoluci¨®n otra vez. S¨®lo que los sandinistas ¨¦ramos tercos. Respet¨¢bamos a los cubanos, pero nuestra guerra la quer¨ªamos hacer nosotros; ganar por nuestra audacia, nuestras propias ideas. Quiz¨¢ los Ortega estaban dispuestos a seguirle el juego, pero el sandinismo no eran ellos. Me perturbaba que Fidel se resistiera a cederles el turno a otros, que reclamara protagonismo en nuestra revoluci¨®n. Lo escuch¨¦ en silencio. No coincid¨ªa con su apreciaci¨®n. Juzgaba que las armas ser¨ªan m¨¢s valiosas fortaleciendo las columnas del norte, las ciudades. La guerra del sur no ten¨ªa mucho futuro. No ¨¦ramos un ej¨¦rcito regular. No sab¨ªamos combatir como ej¨¦rcito regular. Se arriesgar¨ªan muchas vidas, ser¨ªa muy costoso. Se lo dije, pero no insist¨ª. Era un caso perdido. A medianoche Pi?eiro entr¨®. Insisti¨® tambi¨¦n sobre la informaci¨®n que quer¨ªan.
-No s¨¦ nada de lo que ustedes quieren saber -repet¨ª.
Al fin se rindieron. Fidel volvi¨® a sus gestos y actitud tranquila. Me despidi¨® cari?osamente en la puerta.
-Me saludas a Camilo -fue lo ¨²ltimo que me dijo. Me asombr¨® que recordara el nombre de mi hijo. Sonre¨ª.
Al regresar al hotel, me asalt¨® la incertidumbre de si hab¨ªa hecho lo correcto. Llam¨¦ un taxi. De memoria, asombr¨¢ndome de mi propia intuici¨®n, lo gui¨¦ por las calles de La Habana hasta la casa donde se alojaba Modesto. ?l se sorprendi¨® de verme aparecer de madrugada, casi a las dos de la ma?ana.
-Hiciste bien -me dijo-. Ya hablar¨¦ yo con ellos. No te preocupes.
Antes de marcharme de Cuba, le escrib¨ª una carta a Fidel. Una carta de un compa?ero a otro. Lo respetaba mucho, le dec¨ªa, pero ¨¦l deb¨ªa comprender la situaci¨®n imposible en que me hab¨ªa puesto. Yo era una militante. No pod¨ªa violar mis ¨®rdenes. Consideraba incorrecto de su parte que hubiera intentado inducirme a hacerlo vali¨¦ndose de su autoridad, de su prestigio. Le hice una cr¨ªtica, muy revolucionaria, seg¨²n yo. Bien ingenua, pienso ahora.
Volv¨ª a ver a Fidel despu¨¦s del triunfo de la Revoluci¨®n Sandinista. Me salud¨® cort¨¦s, pero fr¨ªo. Evidentemente, mi carta, si es que la ley¨®, no le hizo mucha gracia.
Aunque el significado de esa noche sigue siendo inexplicable para m¨ª, atesoro el recuerdo como una de esas cosas m¨¢gicas y ligeramente perversas que le pasan a uno en la vida. A la luz de los a?os, el episodio, en vez de aclararse, se ha oscurecido. ?Necesitaba Fidel que yo le diera esa informaci¨®n? Parece improbable. Contar¨ªa con medios suficientes para enterarse sin mi concurso. Modesto se lo habr¨ªa dicho sin duda. ?A qu¨¦ obedec¨ªa entonces su insistencia? ?Quiso simplemente tener un pretexto para justificar su deseo de verme, hablarme, examinarme como mariposa bajo el microscopio, estudiar mi reacci¨®n ante el poder que ¨¦l bland¨ªa? ?Quer¨ªa seducirme? No lo s¨¦. Supongo que nunca lo sabr¨¦. A m¨ª me qued¨® este recuerdo. Literatura.
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