Esc¨¢ndalo en televisi¨®n
Dos motivos hay de asombro y pasmo -o sea, de esc¨¢ndalo- en la destituci¨®n del director de Telemadrid. Uno, que un presidente de Gobierno pueda despedir al director general de una televisi¨®n p¨²blica; dos, que el director de esa televisi¨®n acepte como la cosa m¨¢s natural del mundo su despido. El asombro no hace m¨¢s que incrementarse por el tipo de razones que cada cual ha esgrimido para justificar su proceder: el presidente, porque un programa informativo no le ha parecido todo lo beligerante contra el terrorismo que ¨¦l hubiera deseado; el director general, porque se comporta como quien ha desempe?ado un cargo de confianza pol¨ªtica: quien lo nombr¨® puede destituirlo y santas pascuas.
El esc¨¢ndalo radica tanto en la destituci¨®n como en la naturalidad con que presidente y director general aceptan que el primero disfruta de poder para destituir al segundo. Si ambos hubieran querido impartir una lecci¨®n sobre el nivel de dependencia pol¨ªtica de la televisi¨®n respecto al poder p¨²blico no habr¨ªan podido encontrar una f¨®rmula m¨¢s clara ni m¨¢s contuntende. Nunca esa dependencia se ha limitado entre nosotros a mera sospecha: todos est¨¢bamos ya al cabo de la calle; pero desde hoy es una evidencia que un presidente nombra a un director general de televisi¨®n como nombra un ministro a un director general de su departamento. El nivel de dependencia pol¨ªtica es de id¨¦ntica ¨ªndole y tiene el mismo alcance: si el director general hace algo que no le gusta al ministro, o si no hace algo que le manda, es despedido y no s¨®lo no pasa nada, sino que cada cual siente haber cumplido los t¨¦rminos de un pacto impl¨ªcito en el mismo nombramiento.
Esta dependencia, universal, directa y aceptada por las dos partes, produce efectos devastadores en todas las televisiones p¨²blicas florecidas en la primavera del Estado de las autonom¨ªas. Pues a la autocensura por exigencias del mercado, por elevar los niveles de audiencia y por el miedo a quedar excluida del pastel publicitario, propia de la televisi¨®n privada, se a?ade en la p¨²blica la impuesta por la intervenci¨®n del Gobierno que ordena lo que le place y castiga lo que le disgusta. Como de ambas cosas son perfectamente conscientes los directores generales, ya se cuidar¨¢n en el futuro de no vulnerar los t¨¦rminos del contrato: qu¨¦ candoroso -pero a veces el candor es s¨®lo la m¨¢scara del cinismo- el reci¨¦n nombrado cuando asegura que es un independiente con el pensamiento representando por el PP.
Por supuesto, de esa doble dependencia pol¨ªtica y comercial, que ha extendido por las televisiones espa?olas -s¨¢lvese la que pueda- un nivel de autocensura s¨®lo comparable al de su zafiedad, no escapan las que a?aden a ese c¨®ctel su raci¨®n de nacionalismo. Por eso, constituye de nuevo un sarcasmo que quienes lanzaron una agresiva campa?a para boicotear y asfixiar al peri¨®dico m¨¢s vendido en Euskadi se rasguen ahora sus sagradas vestiduras nacionales por algo que ellos cumplen cada d¨ªa; como es una infamia que quienes se presentan como brazo pol¨ªtico de una organizaci¨®n que mata a periodistas para imponer silencio levanten ahora sus voces en defensa de la libertad de expresi¨®n.
Con todo, la cuesti¨®n que ha desatado este esc¨¢ndalo no se puede eludir: ?qu¨¦ lugar reservar en los medios de comunicaci¨®n a un personaje como Otegi? Para responder hay que descartar, ante todo, cualquier atisbo de inocencia respecto al medio y al mensajero. Si ser es hoy, en medida infinitamente superior a la que nunca imagin¨® Berkeley, ser visto o percibido, m¨¢s real se ser¨¢ cuanto m¨¢s visto se sea. A los periodistas corresponde decidir en ¨²ltimo t¨¦rmino el grado de realidad que quieren conferir a determinado evento o personaje. Pero una vez resuelto esto, queda en pie la cuesti¨®n de que esa realidad construida por televisi¨®n nunca ser¨¢ neutra, por m¨¢s que lo pretendan honestos profesionales. Informar no es reflejar la realidad como en un espejo, por la sencilla raz¨®n de que el espejo, en este caso, crea realidad.
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