El modelo de una transici¨®n mod¨¦lica
La avalancha textual e ic¨®nica, de prop¨®sito paneg¨ªrico y de andadura cortesana, que inund¨® durante varios d¨ªas nuestros medios de comunicaci¨®n, con ocasi¨®n del 25 aniversario de la muerte del dictador y de su sucesi¨®n en la jefatura del Estado por don Juan Carlos de Borb¨®n, ha vuelto a dar actualidad al maltrecho tema de la transici¨®n. Hasta el punto de que el Congreso ha puesto en marcha una comisi¨®n y la ha dotado de un presupuesto de 400 millones para que historie y celebre ese periodo de nuestro siglo XX. Ha llegado, pues, el momento de que evaluemos las interpretaciones existentes en funci¨®n de las opciones pol¨ªticas e ideol¨®gicas que las han inspirado, a la par que colmamos las numerosas e importantes lagunas que a¨²n susbisten en el an¨¢lisis de dicho proceso.
Respecto del primer objetivo, como ya escrib¨ª en 1996 en El timo de la memoria, cada familia pol¨ªtica ha ido produciendo, de la mano de sus l¨ªderes y sobre todo de sus historiadores y polit¨®logos m¨¢s representativos, su versi¨®n de la transici¨®n: Javier Tusell, la ucedista; Raymond Carr, Juan Pablo Fusi, Jos¨¦ M? Maravall, la socialdem¨®crata; Jos¨¦ F¨¦lix Tezanos, Ram¨®n Cotarelo y Andr¨¦s de Blas, la psoeguerrista, etc. Todos ellos componen la lectura historiogr¨¢fica dominante y constituyen la interpretaci¨®n can¨®nica de la transici¨®n, que corresponde al modelo elaborado desde y por la ciencia pol¨ªtica estadounidense y sus periferias. Extramuros de ese consenso quedan unos cuantos acad¨¦micos -Ra¨²l Morodo, Salvador Giner, Santiago M¨ªguez, Paul Preston...-, y frente a ¨¦l, una minor¨ªa ciertamente pugnaz -Alicia Alted, Encarna Nicol¨¢s, Carme Molinero, Pere Isas...-, pero, hoy por hoy, extremadamente exigua.
En los a?os cincuenta y sesenta, las necesidades de la estrategia exterior de EE UU empujan a su establishment politol¨®gico a distinguir entre totalitarismos intr¨ªnsecamente perversos -los de la izquierda- y evolucionables -los de derecha- y para ello se lanza una nueva categor¨ªa pol¨ªtica: los reg¨ªmenes autoritarios. Se trata, esencialmente, de establecer una discriminaci¨®n ideol¨®gica entre unos y otros, que permita recuperar al franquismo y al salazarismo, as¨ª como a las dictaduras militares latinoamericanas y del sudeste asi¨¢tico, reg¨ªmenes que se quiere alistar en el mundo occidental, al mismo tiempo que se condena, sin apelaci¨®n posible, a los hostiles e irredimibles autocratismos comunistas que hay que combatir hasta su extinci¨®n. De igual manera, en las d¨¦cadas de los setenta y ochenta hay que evitar que, con el deshielo dictatorial, algunos pa¨ªses escapen a la influencia norteamericana, fisuren el bloque atl¨¢ntico y debiliten la estrucutura de su dominaci¨®n mundial. A dicho fin se movilizan recursos y se crean mecanismos que aseguren su estabilidad. Pero, arrumbado el paradigma de la contrainsurrecci¨®n global y renunciando a las intervenciones preventivas, propias de los a?os sesenta, contra los pa¨ªses y los intelectuales potencialmente enemigos -entre las que la operaci¨®n Camelot, concebida y financiada por las FF AA estadounidenses, es la mejor estudiada- se privilegian ahora los modos indirectos y las armas ideol¨®gicas. Las Internacionales de los partidos democr¨¢ticos y el modelo can¨®nico de las transiciones a la democracia son las dos principales.
Ahora bien, los setenta y ochenta son tiempos de desencanto. En ellos, la desmovilizaci¨®n y la apat¨ªa ciudadanas, la ruptura de los v¨ªnculos sociales, la desafecci¨®n hacia lo p¨²blico, la impugnaci¨®n del Estado constituyen pautas prevalentes. Y sobre todo, la democracia considerada como una realidad consabida hace agua por todas partes. Pues, si en el primer tercio del siglo XX el paso de la democracia de minor¨ªas a la democracia de masa hubo de pagarse al alto precio de los fascismos, en su ¨²ltimo tercio, el ejercicio democr¨¢tico, en sociedades complejas y vertebradas por los medios de comunicaci¨®n, es objeto de tantas disfunciones que el paradigma de la democracia de participaci¨®n y de representaci¨®n es sustituido por el de la democracia de legitimaci¨®n y control. La total patrimonalizaci¨®n del Estado y de la pol¨ªtica por los partidos es la errada consecuencia de la b¨²squeda de seguridades y de eficacia que esa situaci¨®n instiga.
En este contexto tienen lugar entre 1970 y 1977 las entradas en democracia de Grecia, Portugal y Espa?a, y en la segunda mitad de los a?os ochenta, el progresivo acceso de los pa¨ªses comunistas de la Europa Central y Oriental al sistema democr¨¢tico. El an¨¢lisis de todas estas transiciones democr¨¢ticas, as¨ª como de la mayor¨ªa de las que tienen lugar en Am¨¦rica Latina, ?frica y Asia, que superan la cifra de 30, se enmarcan en la teor¨ªa del desarrollo pol¨ªtico, conceptualizado por Almond, Pye, Verba, La Palombara... Seg¨²n ella, la democratizaci¨®n de un pa¨ªs es funci¨®n de su crecimiento socioecon¨®mico, afirmaci¨®n que completa y desarrolla el supuesto de que los reg¨ªmenes autoritarios, en condiciones favorables, evolucionan, naturalmente, hacia la democracia. Pero no hacia cualquier democracia, sino hacia la mencionada concepci¨®n consensualista de la democracia control que deben guiar y vigilar los partidos. Por ello, los numerosos estudios emp¨ªricos de que disponemos prestan atenci¨®n preferente a los comportamientos y acciones que corresponden a estas dos hip¨®tesis b¨¢sicas. De tal manera que la interacci¨®n y el reforzamiento mutuo entre la democracia control a la que se apunta y el an¨¢lisis de los mecanismos que intentan alcanzarlo, fijan definitivamente las caracter¨ªsticas de todo proceso de cambio hacia la democracia.
Es coherente por ello que el modelo de transici¨®n democr¨¢tica que se nos propone nos venga de la mano de los compiladores m¨¢s notorios del acervo de los estudios concretos de que disponemos: Schmitter y O'Donnell en Am¨¦rica y Hermet y Morlino en Europa. Los rasgos principales de ese modelo son: que se hacen siempre desde arriba y al hilo de la evoluci¨®n social y econ¨®mica de los pa¨ªses concernidos, cuyo entramado social no se cuestiona; que sus actores principales son las organizaciones pol¨ªticas formalizadas -partidos e instituciones-, teniendo las fuerzas populares s¨®lo una participaci¨®n coyuntural y adjetiva; que su instrumento privilegiado es el pacto entre los l¨ªderes democr¨¢ticos y los autoritarios; que su condici¨®n esencial y previa es la condonaci¨®n y el olvido del pasado autocr¨¢tico por obra de los partidos hist¨®ricamente democr¨¢ticos; que todas ellas tienen lugar bajo el control, y la mayor¨ªa con el benepl¨¢cito, de EE UU, que como potencia hegem¨®nica es el garante del resultado; que todo el proceso est¨¢ referido a una personalidad o a un grupo de personas cuya capacidad legitimadora deriva, en las transiciones transitivas, de su protagonismo en la lucha por las libertades -caso Walesa o Havel-; mientras que en las intransitivas es funci¨®n de la representatividad que le han conferido las autocracias que se trata de sustituir -caso espa?ol o sovi¨¦tico.-.
Fieles a las l¨ªneas de ese modelo, los estudiosos de la transici¨®n espa?ola hacen de la lucha por las libertades apenas un tel¨®n de fondo para la acci¨®n negociadora de los partidos que aparecen como los ¨²nicos capaces de conferir viabilidad al proceso y legitimidad a sus resultados. Olvidando con ello que lo m¨¢s significativo de nuestra transici¨®n, como de muchas otras,fue la notable extensi¨®n de las acciones ciudadanas cuando prevalec¨ªa el reflujo del compromiso p¨²blico y del militantismo pol¨ªtico.
Acciones que ten¨ªan su origen en la sociedad civil y que eran de una gran pertinencia y eficacia: asociaciones de barrio, encierros en las iglesias, comisiones de vecinos, concentraciones pac¨ªficas, comit¨¦s de solidaridad, conciertos y recitales, manifestaciones de masa, servicio de ayuda a los presos y a sus familias... Trama de una movilizaci¨®n ciudadana que escapaba al control de los aparatos de los partidos pol¨ªticos, y a la que, en consecuencia, pusieron abruptamente fin en el oto?o de 1976. Movilizaci¨®n, adem¨¢s, negada o mal percibida por muchos de mis amigos, incluidos aquellos, como Ignacio Sotelo o Antonio Elorza, con los que coincido con mayor frecuencia en nuestros an¨¢lisis. Raz¨®n que hace imperativo completar el relato de dicho proceso.Al igual que es necesario examinar, sine ira et studio, el oscuro y capital momento que va desde la creaci¨®n de Coordinaci¨®n Democr¨¢tica, el 17 de marzo de 1976, hasta la celebraci¨®n de las primeras elecciones. En particular, la impuesta desmovilizaci¨®n de las fuerzas populares por obra de los partidos y el paso de la ruptura a la ruptura pactada y de ¨¦sta al pacto de la reforma; as¨ª como la multiplicaci¨®n de acuerdos particulares de los partidos democr¨¢ticos con los poderes heredofranquistas en paralelo a la negociaci¨®n conjunta que estaba teniendo lugar. A dicho respecto es importante aclarar si, como afirman los comunistas, los socialistas estuvieron de acuerdo en aceptar una legalidad democr¨¢tica que los exclu¨ªa de la vida pol¨ªtica. Con todo, el aspecto m¨¢s decisivo, casi totalmente ocultado hasta ahora, es el rol de la intervenci¨®n exterior en el cambio pol¨ªtico espa?ol. De modo muy especial el papel de EE UU y de las internacionales democr¨¢ticas en la muerte pol¨ªtica de don Juan de Borb¨®n y en la consagraci¨®n de su hijo como eje de la transici¨®n democr¨¢tica espa?ola, que los donjuan¨®logos de nuestro pa¨ªs han preferido silenciar. A pesar de que los escritos de los pol¨ªticos europeos y el acceso a los documentos oficiales de EE UU relativos al tema permiten analizar con apoyo firme en los datos la funci¨®n determinante que cumplieron. En cuanto a EE UU, despu¨¦s de haber incorporado, en 1953, la Espa?a franquista al bando occidental, se establecieron contactos permanentes entre los servicios de inteligencia de ambos pa¨ªses que, como se?ala Joan Garc¨¦s, se intensificaron a partir de 1970 a causa de la precaria salud del dictador. Personaje capital en esos contactos fue Vernon Walters, soporte fundamental de la CIA, quien en marzo de 1971 transmiti¨® a Franco la felicitaci¨®n de Nixon por la designaci¨®n de Juan Carlos como su sucesor y le inst¨® a acelerar su instalaci¨®n como jefe de Estado. Por lo que toca a los europeos, puedo aportar mi testimonio, como coordinador de la Delegaci¨®n Exterior de las Juntas Democr¨¢ticas, de que a partir de 1975 la presi¨®n en el mismo sentido fue casi un¨¢nime. Recuerdo en particular el insistente mensaje de Poniatowski, ministro franc¨¦s del Interior en aquellos a?os, que velaba por nuestra seguridad a la vez que vigilaba nuestras actividades, quien, haci¨¦ndose eco de su presidente Giscard, nos dec¨ªa siempre: olv¨ªdense de don Juan y acepten a Juan Carlos. Lo que irritaba sobremanera a Rafael Calvo Serer, juanista impenitente.
?Quiere esto decir que Franco lo dej¨® todo bien atado y que los dem¨®cratas espa?oles fuimos s¨®lo marionetas en una operaci¨®n de cuyos hilos tiraban los sucesores de Franco, los poderes occidentales y las c¨²pulas de los partidos pol¨ªticos espa?oles? Personalmente, no lo creo, pues los procesos hist¨®ricos no son reductibles a esquemas tan simplistas. Por ello es imprescindible invalidar esa posible lectura y para ello seguir indagando en esa historia y dotar a la memoria de nuestra democracia de los cimientos que necesita. Entre otras cosas para acabar con las sombras de una trama que, seg¨²n algunos, ha alimentado el 23-F y llega hasta hoy.
Jos¨¦ Vidal-Beneyto es director del Colegio de Altos Estudios Europeos de la Universidad de la Sorbona.
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