?Bienestar?
El ¨ªndice de calidad de vida ir¨¢ incluyendo cada vez m¨¢s aspectos culturales, biol¨®gicos y ambientales. Los ahora dominantes relacionados casi exclusivamente con el poder adquisitivo, la comodidad y la longevidad ir¨¢n cediendo el paso.
Al menos ¨¦sa parece ser la tendencia que el Gobierno brit¨¢nico, tan irracional fuera de sus fronteras, acaba de inaugurar. All¨ª se ha dado un primer paso realmente espectacular y de horizontes muy crecederos. La administraci¨®n inglesa ha incluido entre los aspectos para medir el bienestar nada menos que la variedad y la cantidad de aves avecindadas en un lugar. Medida que no puede resultar m¨¢s coherente. Porque no hace falta ser un experto ec¨®logo para reconocer que la presencia de animales tan conspicuos, visual y ac¨²sticamente, como las aves delatan las caracter¨ªsticas de la totalidad del derredor que usan. Una de las leyes m¨¢s s¨®lidas de la ciencia que estudia los nexos entre todas las formas de vida y entre ¨¦stas y los ¨¢mbitos que posibilitan su existencia es precisamente que todo tiene una enorme trastienda. Lo que no vemos sostiene a lo que vemos. Tras cada p¨¢jaro cantando en primavera hay siempre un complejo sistema que debe mantener muchas vidas y mucha salud para que hasta nuestros t¨ªmpanos llegue esa m¨²sica sin partituras.
Las aves son signos externos de esas otras riquezas que son las aguas limpias, los suelos f¨¦rtiles, las arboledas en pie y una cierta alianza entre los usos humanos y espont¨¢neos de ese mismo paisaje.
Cuando se usa con tintes despectivos el t¨¦rmino 'pajareros', ciertamente se ignora que nadie detecta mejor la creciente degradaci¨®n ambiental que los ornit¨®logos. Sus conocimientos sobre el paisaje equivalen a los que el m¨¦dico de cabecera tiene sobre nuestra salud f¨ªsica.
Tras la presencia de una comunidad zool¨®gica en un espacio concreto, lo que deducimos es una reducida contaminaci¨®n de los aires, los alimentos, escaso o nulo ruido, variedad vegetal y hasta escasa prisa. Esos par¨¢metros van configurando la convencional idea de locus amoenus; es decir, de ese ¨¢mbito al que aspiramos casi todos, al menos a la hora de relajarnos, descansar o sencillamente presumir del alto nivel econ¨®mico conseguido para poder adquirir calidad ambiental en el entorno donde se vive.
Hay m¨¢s. Sobre todo la evidencia de que cada d¨ªa se alejan m¨¢s el bienestar b¨¢sico y el crecimiento econ¨®mico. Esto se debe a que la mayor parte del segundo se queda en escas¨ªsimos beneficiarios por lo que se incrementa la percepci¨®n de una m¨ªnima correspondencia entre el esfuerzo de los muchos unos y los privilegios de los pocos otros. En medio, un derredor roto.
La paradoja, tan desoladora como camuflada, es que para que aumente la riqueza monetaria de unos debe quedar maltrecho el patrimonio com¨²n. ?se que forman las leves transparencias del aire, la musicalidad del bosque, la libertad del agua, la contemplaci¨®n de un escenario bello y, por tanto, lleno de relajante vivacidad. Las contaminaciones, desde la ac¨²stica hasta las diez formas de deterioro ambiental derivadas de la velocidad, incrementan el PIB y disminuyen el bienestar real. Pero con lo ganado por la destrucci¨®n del ambiente casi todos los as¨ª beneficiados de inmediato compran un lugar donde el derredor tiene esos p¨¢jaros, esas aguas o esos bosques donde se puede descansar del 'rentable' destructivismo.
Eso s¨ª, los residentes en los ya escasos y cercados para¨ªsos, los que gozan de mayor calidad de vida y son, por tanto, ejemplo a seguir, seguir¨¢n negando la coherencia de las demandas ecol¨®gicas. Los defensores de la naturaleza se equivocan al pedir lo mismo que en la pr¨¢ctica alcanzan tales privilegiados. El modelo imita, pues, a la madrastra de Blancanieves mir¨¢ndose al espejo. La mala noticia que dan tales artilugios est¨¢, por cierto, al caer.
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