El milagro interpretativo
Hay veces que, cuando atrapa el vuelo de alg¨²n destello del misterio de la elocuencia de un actor, la pantalla atraviesa su horizontalidad y estalla de inteligencia. No de inteligencia como entendimiento, sino de inteligencia como representaci¨®n; no el esclarecimiento de lo que ocurre, sino la creaci¨®n o la invenci¨®n de lo que ocurre. Son tan escasas esas veces que cuando suceden parecen azares, pero la energ¨ªa que despide su evidencia es tan vivificadora que el tacto de los ojos al rozarla basta para hacer sentir que estamos ante una asombrosa altura sin equivalencia de la imaginaci¨®n contempor¨¢nea.
La altura a que sus int¨¦rpretes pueden elevar a una pel¨ªcula es mareante, roza el milagro. Nada hay tan apasionante en una pantalla como verla hecha ¨¢mbito de rostros que se mueven al borde del desatino y el batacazo, pero a los que el ingenio y la autoestima redimen del rid¨ªculo y se mantienen gallardos e intactos. El artilugio del cine se convirti¨® en arte cuando comenz¨® a rescatar de la muerte a esfuerzos de la imaginaci¨®n que desde milenios atr¨¢s se mor¨ªan en el mismo suceso de nacer. El remoto arte del histri¨®n, del c¨®mico primordial, era un prodigio expresivo que se extingu¨ªa en su ejercicio, hasta que el cine aprendi¨®, en un largo y laborioso proceso de afinamiento de los tent¨¢culos de captura de sus herramientas, a darle la fijeza y materia de la pervivencia, casi de la eternidad, como un libro se la da a un poema o un lienzo a un agolpamiento calculado de colores.
Son transparentes, han dejado de ser la haza?a, ese casi roce con el milagro, que fueron y se han incorporado al redil de las cosas comunes, esas que ya no sorprenden, actos de genio en verdad tan asombrosos como el que -en un rinc¨®n del canto a la agon¨ªa de un pueblo que hace de El viaje a ninguna parte uno de los m¨¢s graves brotes de poes¨ªa tr¨¢gica del arte espa?ol- permite a Fern¨¢n-G¨®mez expulsar de la pantalla, en una escena de s¨®lo tres minutos, una met¨¢fora del fin de un mundo que requerir¨ªa como equivalente literario una vasta incursi¨®n novelesca o teatral en los m¨¢s intrincados territorios de la humillaci¨®n y la miseria. Es la escena, llena de un poderoso y, como todos los verdaderos, doloroso humor, en que Fern¨¢n-G¨®mez representa la irrisoria impotencia de un viejo c¨®mico errante para saltar sobre su tiempo y enfrentarse a la mirada de una c¨¢mara de cine.
Basta el vuelo de esos tres minutos de turbadora comicidad para que el cine nos devuelva intacto su aroma fundacional, la que fue y sigue siendo su m¨¢s alta conquista, el milagro del robo a la muerte y al cerco de silencio que la rodea del estruendo, o el susurro, del oficio de representar, que es el m¨¢s necesario, pero tambi¨¦n el m¨¢s fragil y vulnerable, que existe. Los sobresaltos gestuales de la pantalla son los instantes mayores del fascinador juego con el tiempo que lleva dentro, a trav¨¦s del genio del actor, el cine. Hace 10 a?os, en el estreno en Berl¨ªn de El silencio de los corderos, su actor autor, Anthony Hopkins, dijo: 'El director me dice d¨®nde entro en el campo de la c¨¢mara y d¨®nde salgo de ¨¦l; y qu¨¦ tengo que hacer y decir entre uno y otro punto. Pero c¨®mo tengo que hacerlo y decirlo es s¨®lo asunto m¨ªo'. El m¨¢s exacto y exquisito de los directores, el de Deseando amar, Won Kar-Wai, sigue ese rastro: 'Un personaje est¨¢ lleno de preguntas que el actor que lo construye ha de hacerse a s¨ª mismo'. Para Hopkins, su oficio consiste en crear la din¨¢mica de una mutaci¨®n, convertir un espacio en un tiempo, romper para dar nueva forma a las jerarqu¨ªas de las cosas, rozar el milagro. Lo acaba de refrendar en Hannibal, burl¨¢ndose de su sombra con un trueque de tosca truculencia hecha de refinado humor, gesto de crueldad convertido en gesto de la comicidad. Suya -y de Fern¨¢n-G¨®mez, Bardem en Antes que anochezca, y Carmen Maura en La comunidad- es la llave que abre el enigma del susurro que duerme en el estruendo del gran gesto; y el de la conexi¨®n de la l¨®gica del brochazo con la de la pincelada; y el del negro horror que se disuelve en la luz ¨¢cida del humor. S¨®lo dominadores de la naturalidad pueden dominar con tanta precisi¨®n el mecanismo de la desmesura.
Babelia
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