Bicruc¨ªfera
Hoy he vuelto al caser¨®n familiar y, lo que no hac¨ªa en muchos a?os, he subido a la ganbara, como llam¨¢bamos desde ni?os al desv¨¢n. Siguen estando all¨ª los armarios, ba¨²les, los libros amontonados y todos aquellos trastos incomprensibles y maravillosos de mi infancia.
Seguramente fueron enseres valiosos para mis padres, para mis abuelos, y qui¨¦n sabe si tambi¨¦n para personas m¨¢s lejanas. Lo cierto es que han sobrevivido a su utilidad y a las emociones que suscitaron. Han sobrevivido a los humanos. Porque todos los que habitaron esta casa han desaparecido. Y estos objetos semiocultos en el polvo siguen dici¨¦ndome 'aqu¨ª estoy'.
En un caj¨®n de la vieja c¨®moda he vuelto a encontrar las s¨¢banas bordadas que tanto me gustaba acariciar. Tambi¨¦n hab¨ªa una gorra militar. Y una bandera. Mi padre la hubiera llamado 'bicruc¨ªfera'. Pero para m¨ª era algo m¨¢s cercano: era mi ikurri?a.
'Ahora s¨¦ que la libertad no est¨¢ ah¨ª. Quiz¨¢ nunca lo estuvo, ni en esa ni en ninguna otra bandera. Desde entonces ha aumentado de tama?o y se ha te?ido con tanto odio que me resulta irreconocible'
A¨²n me parece estar viendo a mi t¨ªa abuela Severi cosi¨¦ndola para m¨ª a escondidas de mi madre. Tiene gracia, porque mi madre era nacionalista y ella no. Mi madre me dec¨ªa:
-Ainhoa, no te vayas a meter en l¨ªos; la pol¨ªtica es para los que viven de ella.
La t¨ªa Severi era en cambio, seg¨²n mi madre, de ideas liberales, porque nunca iba a la iglesia. Salvo una vez, cuando yo era ni?a, que fue al funeral del lehendakari Aguirre. Le pregunt¨¦:
-Pero t¨ªa, ?c¨®mo has ido t¨² a misa?-. Y ella me contest¨® muy seria-. Es que ha muerto nuestro presidente.
As¨ª que, a?os despu¨¦s, aunque era anciana y ve¨ªa muy poco, la t¨ªa Severi me cosi¨® la ikurri?a, que entonces todav¨ªa estaba prohibida.
Mientras ella cos¨ªa, yo vigilaba en la puerta por si llegaba mi madre. Ten¨ªa a¨²n m¨¢s miedo por mi t¨ªa que por m¨ª. Aunque miedo, lo que se dice miedo, lo pas¨¦ al d¨ªa siguiente en el concierto, que llam¨¢bamos kantaldi, cuando llegaron las furgonetas de los grises y yo sin saber c¨®mo esconder la ikurri?a, porque hicieron un pasillo por el que ten¨ªamos que pasar todos; y te miraban a los ojos y cuando menos lo esperabas te encontrabas un porrazo. Aunque a las chicas no les daban tan fuerte.
Al final, ese d¨ªa me libr¨¦ y la ikurri?a volvi¨® a casa conmigo, apretada bajo la chamarra. Sent¨ªa su calor o, quiz¨¢s el calor fuese m¨ªo. Pero lo que s¨¦ de cierto es que ese d¨ªa aprend¨ª a qu¨¦ sabe el miedo y tambi¨¦n, que sent¨ª por primera vez entre mis manos la libertad.
Me he acercado a la claraboya y no he podido abrirla de lo herrumbrosa que est¨¢. Pero he vuelto a experimentar la misma sensaci¨®n al encontrar las monta?as recortadas por ese peque?o marco. Pertenezco a este paisaje, sobre todo cuando llueve, como ahora, y hay que adivinarlo casi m¨¢s que verlo. En casa hab¨ªa un libro de antes de la guerra que se llamaba El Oasis, pero en ¨¦l no hab¨ªa camellos. Mi madre me cont¨® que 'oasis' se refer¨ªa a la tierra vasca, que era como un oasis rodeado del desierto de Espa?a. Hoy le hubiera yo contestado que, seg¨²n eso, Cantabria, Asturias y Galicia tambi¨¦n pertenecer¨¢n al mismo oasis y que en cambio Navarra ser¨¢ sin duda Espa?a. Pero esto es porque al crecer me hice un poco deslenguada.
De todos modos, lo que a m¨ª siempre me ha encantado de este paisaje es el verde. En algunos momentos, lo ¨²nico que hubiera pedido a la vida es un poco de verde. Pero cu¨¢ntas veces en la historia de mi familia, el verde de estos montes se ha visto salpicado de sangre y claveteado de cruces blancas.
A la t¨ªa Severi le cont¨® su madre que en este mismo pueblo entraron un d¨ªa los carlistas del cura Santa Cruz y fusilaron a varios hombres, entre ellos a su propio hermano. Y lo peor es que con la partida iba Pachi Parre, que era vecino del pueblo y, de haber vivido, habr¨ªa sido suegro de su hermano. Vamos, que mi bisabuelo mat¨® a un hermano de mi bisabuela.
Y esto parecer¨ªa casi de risa, por tanto l¨ªo de parientes y despu¨¦s de tantos a?os. Pero no me entran ganas de re¨ªr, porque hace bien poco he estado llorando a un amigo m¨ªo en su capilla ardiente y, aunque todos le quer¨ªamos, a cien metros de all¨ª, otros amigos de mi cuadrilla estaban celebrando con champa?a que le hab¨ªan matado y al d¨ªa siguiente escribieron en una pared 'Devu¨¦lvenos la bala'.
Por eso, cuando miro esta ikurri?a que tengo ahora en mis manos, el rojo se me vuelve negro, como el color del charco de sangre bajo la nuca de mi amigo. Y la cruz blanca, no hace falta que os diga a qu¨¦ me recuerda.
Ya no s¨¦ siquiera si me queda el verde.
He doblado la bandera por los mismos pliegues que dej¨® el paso del tiempo y la he vuelto a guardar en el caj¨®n, junto a los viejos restos de naufragios. No he revivido aquella c¨¢lida sensaci¨®n en la piel. Ahora s¨¦ que la libertad no est¨¢ ah¨ª. Quiz¨¢s nunca lo estuvo, ni en esa ni en ninguna otra bandera. Pusimos en ella lo mejor de nosotros. Un amor m¨¢s fuerte que el odio. Desde entonces la bicruc¨ªfera se ha multiplicado, ha aumentado de tama?o y se ha te?ido con tanto odio que me resulta irreconocible.
Eso ya no importa mucho. Lo peor es que nosotros mismos nos hemos vuelto irreconocibles.
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