Met¨¢fora del ajedrez
Mucho se ha escrito estos d¨ªas sobre la xenofobia, directamente vinculada al nacionalismo catal¨¢n a causa de unas declaraciones que entre todos, yo el primero, hemos estrujado seguramente en exceso. Superada la resaca, los medios empiezan a pasar p¨¢gina. La actualidad, incluso la m¨¢s trascendental, produce cansancio, lo que no deja de ser inquietante: indica hasta qu¨¦ punto los debates m¨¢s apasionados y severos forman parte del show business y est¨¢n regulados, como las parvas aventuras de la hija de la Jurado, por las inflexibles reglas de la audiencia. Ser¨ªa una l¨¢stima dejar las cosas en este punto. La inmigraci¨®n, el principal fen¨®meno econ¨®mico, social y cultural de nuestro presente, merece una atenci¨®n pausada y constante. Propio de ciegos ser¨ªa considerarla una caja de los truenos que conviene mantener cerrada. Y de c¨ªnicos ser¨ªa esperar a que la descerraje un nuevo resbal¨®n del despistado pol¨ªtico de turno, contra el cual se dirigir¨¢n en exclusiva los reproches. Tendr¨ªan raz¨®n entonces aquellos que han definido el diluvio humanitario de estos d¨ªas como una moderna y refinada versi¨®n de la hipocres¨ªa. Lo pol¨ªticamente correcto, alz¨¢ndose contra unas frases xen¨®fobas, no habr¨ªa servido para provocar en nuestra sociedad una catarsis democr¨¢tica. No habr¨ªa servido para incentivar la reflexi¨®n de los despistados o de los discrepantes. Las ¨²nicas funciones de esta nueva hipocres¨ªa habr¨ªan sido consoladoras. Las almas piadosamente democr¨¢ticas y humanistas se habr¨ªan reafirmado en su adhesi¨®n al perfil bueno de las cosas. Y muchas almas sucias se habr¨ªan servido de este desodorante para disimular sus propios pensamientos y actos malolientes.
Nadie est¨¢ libre de la pulsi¨®n xen¨®foba. Nadie est¨¢ libre del miedo, la extra?eza o la incomodidad que produce la numerosa aparici¨®n de gentes que llegan de otros mundos cargados con los penosos atributos de la pobreza. Incluso las personas m¨¢s compasivas tienen instintivas reacciones de incomodidad ante el reci¨¦n llegado que, con sus vestidos, su miseria, sus costumbres discordantes y sus embarazosos problemas, altera, condiciona o compite con nuestras rutinas. Es f¨¢cil acogerlos con palabras que el diario de ma?ana volatilizar¨¢. Bastante m¨¢s arduo es, en cambio, aceptar las caras concretas (sus olores, sus chocantes presencias) que irrumpen en nuestro peque?o entorno y, sin pretenderlo, lo transforman. El impacto de su repentina llegada es general (un solo dato basta: tres de cada 10 beb¨¦s de la provincia de Girona nacen de parejas extracomunitarias. ?Cuando tardar¨¢n en ser la mitad?). Y la extra?eza que provocan es perfectamente explicable. Hasta hace dos d¨ªas las fronteras estaban cerradas a cal y canto. Los de mi generaci¨®n conocieron lo dif¨ªcil que era entrar libros, az¨²car o caf¨¦ desde Francia. Los abuelos recuerdan todav¨ªa a los burots que a la entrada de las ciudades cobraban impuestos a los comerciantes. No hace ni un siglo que las murallas romanas o medievales de algunas ciudades como Girona fueron derribadas. ?No es l¨®gica, pues, la turbaci¨®n que el fenomenal cambio de paradigma provoca?
Con raz¨®n criticamos a los que azuzan con irresponsables palabras el estupor de las gentes acostumbradas a un paisaje social homog¨¦neo. Aunque no es menos irresponsable la actitud de quienes, aprovechando que el Pisuerga del miedo a la inmigraci¨®n pasa por Catalu?a, parecen haber encontrado un fil¨®n para impugnar en bloque y de ra¨ªz el nacionalismo catal¨¢n. No es menos da?ina esta estrategia que consiste en usar el nuevo problema de la inmigraci¨®n como renovada p¨®lvora con la que disparar contra una vieja diana. El fen¨®meno de la inmigraci¨®n, por nuevo, s¨²bito y tempestuoso, est¨¢ a flor de piel. Alimentar con ¨¦l batallas de otra guerra puede ser tan da?ino para los nuevos catalanes como la impiedad que traduc¨ªan las palabras de Ferrusola. De lo que se trata es de ayudar no s¨®lo a los inmigrantes. Tambi¨¦n a los que siempre han vivido aqu¨ª. Hace falta mucha mano izquierda (en el doble sentido de la palabra) para ense?ar a las gentes a aceptar que el paisaje familiar cambia de manera irreversible. Mano izquierda significa pol¨ªtica social para evitar que los m¨¢s d¨¦biles de entre los aut¨®ctonos se sientan discriminados por sus nuevos vecinos. Mano izquierda significa, asimismo, pedagog¨ªa y prudencia. No parece muy pedag¨®gico enviar a la hoguera al anciano brujo Barrera por haber verbalizado lo que el Gobierno del PP ha legislado.
En el fondo de esta discusi¨®n aparece, como siempre entre nosotros, el viejo dilema: la identidad colectiva que los nacionalistas defienden es presentada como freno o limitaci¨®n a la autonom¨ªa y a la libertad individuales. Frente a las arcaicas (y enraizadas) opiniones del que, al estilo de Barrera, presenta la patria como una casa propia que incluye el derecho de admisi¨®n, algunos analistas defienden una especie de mundo de gentes puramente racionales, pero sin memoria, sin pasado, sin tradici¨®n. No s¨®lo me parece fr¨ªa e incluso deshumanizada, esta posici¨®n, sino tambien extremista, es decir, no menos peligrosa. La cojera m¨¢s visible de la Ilustraci¨®n procede precisamente de haber dejado de lado los sentimientos. La raz¨®n no ha producido menos monstruos que los irracionalismos patri¨®ticos y religiosos. El sentimiento colectivo forma parte de la cultura humana. Se trata, creo, de aprovecharlo en positivo, m¨¢s que de obviarlo. La negaci¨®n no impedir¨¢ su desarrollo. Un nacionalismo laico permitir¨ªa, en cambio, pensar y construir la naci¨®n como territorio de la colaboraci¨®n, no s¨®lo de la tolerancia, que es pasiva, no s¨®lo de los individuos, puesto que necesitan compa?¨ªa. La tierra que necesita abonos es la patria del encuentro: humus en el que se desarrolla el sabroso fruto de la cooperaci¨®n, la bella flor de la solidaridad. Pienso en las lecciones que Marco Polo y el Gran Kan se dan mutuamente, en un libro de Italo Calvino, observando un tablero de ajedrez. ?Acaso tiene sentido por s¨ª solo el alfil, el pe¨®n o la reina?
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