Adictos a la intensidad
La violencia que, seg¨²n los estudiosos, se est¨¢ produciendo ahora mismo en las alcobas puede ser observada desde dos territorios opuestos. Uno ser¨ªa el que indica Houellebecq en uno de sus ensayos cuando dice que una amiga dedicada a estudiar el comportamiento de los reptiles le asegur¨® que, para reafirmar su virilidad, el hombre ya no se conforma con la simple penetraci¨®n. Al sentirse constantemente evaluado, juzgado, comparado con los dem¨¢s, tiende a aliviar su malestar golpeando, humillando y envileciendo a su compa?era a fin de sentirla a su merced. Seg¨²n la et¨®loga, el fen¨®meno empieza a observarse tambi¨¦n en las mujeres.
El otro punto de vista ser¨ªa el que indicaba recientemente el doctor Hern¨¢n Cancio y que se resume as¨ª: 'En nuestra sociedad cada vez se desea m¨¢s el placer, pero al placer te acostumbras r¨¢pido, y para mantener la intensidad tienes que reforzar el est¨ªmulo, y hay gente que acaba buscando el dolor como ¨²nica manera de sentir algo'.
Seg¨²n el primer punto de vista, la violencia ¨ªntima de la que est¨¢n tan preocupados los sex¨®logos y los et¨®logos ser¨ªa de origen socioecon¨®mico; pero, seg¨²n el segundo punto de vista, ser¨ªa de origen hedonista y tendr¨ªa que ver con la b¨²squeda de un placer m¨¢s intenso. ?Cu¨¢l de las dos perspectivas es la m¨¢s adecuada? Cabe pensar que las dos se hallan estrechamente entrelazadas en un complejo tejido de pulsiones y pasiones, y tambi¨¦n cabe pensar que en algunos casos se dan a la vez, y que son como las dos caras de la misma moneda.
El individuo de ahora mismo evita toda forma de quebranto, salvo el que cae sobre ¨¦l como una maldici¨®n: cuando le humillan en el trabajo, por ejemplo. Con toda seguridad, pocos dolores le resultan tan intensos y tan feroces. El problema es que puede caer en la tentaci¨®n de reproducir en la alcoba esa misma intensidad, ese mismo dolor, al que ya se ha hecho adicto y del que puede necesitar varias dosis al d¨ªa. Y lo puede hacer como v¨ªctima o como verdugo. Hay para todos los gustos, y, desde luego, para todos los disgustos.
Las dos perspectivas de las que hablamos conducen, cada una por su lado, a un mismo e inquietante lugar, pues ambas indican que, ya sea por razones sociales, ya sea por razones personales, se est¨¢ acentuando la espiral de la violencia en la intimidad. Y a buen entendedor, pocas bofetadas.
El problema no se resuelve con un chiste, pero tampoco con un tratado moral o un ensayo (otro m¨¢s) sobre la decadencia. Si empieza a haber m¨¢s adictos al dolor que los que ha podido haber siempre es, o bien porque el cuerpo siente menos que antes al estar desapareciendo toda una gram¨¢tica de las sensaciones, o bien porque ese cuerpo ha sido educado, moldeado, desde una atm¨®sfera de dolor que m¨¢s tarde querr¨¢ reproducir en sus relaciones con los otros, y sobre todo en las de car¨¢cter amoroso.
Bien es cierto que ambas razones podr¨ªan fundirse en una sola. Si hubo dolor prematuro debi¨® de haber tambi¨¦n anestesia prematura. El cuerpo siente menos, el cuerpo busca un placer que en realidad es dolor, un dolor que en realidad es placer. M¨¢s que un cruce de cables, hay una inversi¨®n del placer como valor de cambio y una devaluaci¨®n de su moneda m¨¢s pertinente, ya que no persigue intercambiar gestos gozosos, muy al contrario, lo ¨²nico que pretende es intercambiar gestos de dolor, que habitualmente significan dolor, pero que por inversi¨®n del sentido y el sentimiento pasan a significar su opuesto para alguien en concreto: para el yo, que como dir¨ªa Lacan, es un miserable. No es la revocaci¨®n de ninguna gram¨¢tica, no es la negaci¨®n del orden, es su confirmaci¨®n invertida y de una claridad meridiana.
De ser cierto que est¨¢n apareciendo muchos adictos a la intensidad, y muy especialmente a la intensidad del dolor, ha de pensarse que en buena medida act¨²an por m¨ªmesis, y que le devuelven al mundo, al otro, lo que del otro reciben. En nuestra vida p¨²blica y privada, la m¨ªmesis es un motor fundamental, como supo percibir Girard. Vivimos envueltos en un laberinto mim¨¦tico, donde unos se imitan a otros, incesantemente. Si uno recibe una carga de violencia excesiva, tiende a homologarse con su agresor vertiendo sobre otro esa misma carga, en un acto de liberaci¨®n e imitaci¨®n. Liberaci¨®n e imitaci¨®n que son actos reflejos, de gestaci¨®n casi inmediata, en los que no parece que intervenga demasiado la voluntad. Con toda seguridad, a los chimpanc¨¦s les pasa lo mismo.
El problema del dolor es tan definitivo en la especie humana que muy rara vez vamos a ser equilibrados en los juicios que emitamos sobre ¨¦l, y m¨¢s cuando aparece invertido y convertido en placer. Se supone que ya la misma vida, en su m¨¢s elemental discurrir, propicia suficientes dolores. A?adir m¨¢s dolor al elemental, al inevitable, es rizar el rizo de la crueldad, y es apoyar la presunta ley universal de que el castigo es bueno, y de que uno lo merece. Lawrence de Arabia que, siguiendo la definici¨®n de L¨¦rmontov, podr¨ªa ser considerado todo un h¨¦roe de nuestro tiempo, era adicto al dolor y exig¨ªa a su criado que se empleara a fondo con ¨¦l y le castigase por delitos perfectamente imaginarios. Igual tambi¨¦n en eso el inveros¨ªmil Lawrence fue un precursor.
Si hemos de buscar un fondo material y sustancial al problema, hemos de pensar que la adicci¨®n al dolor hunde sus ra¨ªces en la infancia y en un momento en el que el sujeto se vio obligado a invertir los valores y convertir el dolor en placer para sobrevivir, para resistir. Y tambi¨¦n hemos de pensar que tales ni?os fueron peor manipulados que los dem¨¢s y que en su moldeamiento intervinieron excesivamente el aislamiento y la crueldad. No entraron al mundo por la puerta de las caricias bien dadas y bien sentidas, que tanto poder tienen para configurar el cuerpo, para hacerlo consciente de s¨ª mismo; entraron m¨¢s bien por la puerta de los sobresaltos y el estupor, y hay muchas razones para pensar que su primera infancia fue una sucesi¨®n ininterrumpida de sucesos desafortunados que hasta pudieron pasar inadvertidos para sus progenitores, ocupados como estaban en otros asuntos. En la era del capitalismo impaciente, como designan a nuestro tiempo algunos soci¨®logos, nada se f¨ªa a largo plazo, y esa estrategia de la impaciencia continua est¨¢ modificando todas las estructuras sociales, desde las m¨¢s simples a las m¨¢s complejas.
Toda vez que se percibe ese fen¨®meno de impaciencia monstruosa, es exigible replantearse el concepto mismo de educaci¨®n. Podemos pensar, como tend¨ªan a pensar los griegos, que el ser humano es el resultado, en primer lugar, de una operaci¨®n de las manos (el demiurgo moldeando con barro a los primeros seres humanos, seg¨²n Plat¨®n, o Dios moldeando el limo, seg¨²n los semitas). El hombre es, pues, una 'manufactura': una producci¨®n de 'las manos del otro', que lo van moldeando (manufacturando) a trav¨¦s de una operaci¨®n del tacto sin la cual el ni?o si siquiera acceder¨ªa al lenguaje. Y esa 'manufactura' de la que hablamos ha de estar bien hecha. El ser humano no puede ser una chapuza. Se trata de una verdadera producci¨®n, de una verdadera creaci¨®n, y hay que esmerarse mucho cuando estamos 'manufacturando' a un hombre. La limpieza laica y profana con la que los griegos sol¨ªan afrontar ciertos problemas no merma su sutileza, que podr¨ªa resumirse en el siguiente adagio: si vas a hacer un hombre, hazlo bien, porque se trata de un asunto muy grave que puede traer p¨¦simas consecuencias.
Dicho lo cual, ser¨ªa parad¨®jico pensar que en nuestra ¨¦poca, tan llena de teor¨ªas sobre la infancia como edad determinante, se estuviese manipulando a los ni?os peor que antes, se les estuviese tocando y moldeando peor, porque eso s¨ª que ser¨ªa una involuci¨®n imperdonable.
Jes¨²s Ferrero es escritor.
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