La perpetua reforma de la universidad
De todos es bien sabido que la ense?anza en general -y la superior muy en particular- forma el cuello de botella que sigue taponando el desarrollo socioecon¨®mico de nuestro pa¨ªs. Lo grave no es tanto que sea as¨ª, como que lo sepamos desde tiempo inmemorial sin que hayamos sido capaces de dar una respuesta adecuada. Los intentos esperanzadores que surgieron en los tres primeros decenios del siglo XX, la guerra civil los barri¨® violentamente. Se?al clara de los inconvenientes de la transici¨®n -de sus ventajas ya se ha hablado hasta el empacho- es que el principio de continuidad, que tal vez fuese operativo en otros ¨¢mbitos, en la universidad ha favorecido el que perdurase la tradicional miseria, con peque?os retoques de matiz, que a veces incluso han empeorado las cosas.
Tres son los elementos que constituyen a la universidad: en primer lugar, los estudiantes -nada se puede ense?ar si no existe la voluntad de aprender-; luego, los profesores -poco se puede ense?ar, si no se tiene los conocimientos y la autoridad para hacerlo-; y, en tercer lugar, es fundamental el modo de relacionarse los unos con los otros para que la transmisi¨®n del saber resulte lo m¨¢s provechosa posible. Ambos grupos conforman a la universidad, y su calidad depende, en ¨²ltimo t¨¦rmino, de la que tengan profesores y alumnos. Da rubor el decirlo, pero se trata de algo tan sencillo como esto.
El punto crucial que diferencia a la universidad medieval de la moderna consiste en el distinto tipo de saber que presupone. Mientras que la medieval pretende un saber absoluto, que no admite la menor duda y, como tal, definitivo -lo que permite su sistematizaci¨®n en un orden completo-, la universidad moderna parte del supuesto de que los conocimientos humanos son limitados y provisionales y, por consiguiente, no importa tanto su ordenaci¨®n y clasificaci¨®n, siempre arbitraria, como el hecho mismo de obtener conocimientos nuevos m¨¢s seguros. Por tanto, la funci¨®n de la universidad no puede consistir en la transmisi¨®n de un saber cierto y ordenado, sino en ense?ar a cuestionar lo sabido y a escudri?ar nuevos caminos y m¨¦todos de investigaci¨®n.
En los a?os setenta, con la masificaci¨®n de las aulas, comienza la crisis del modelo de universidad basada en combinar investigaci¨®n y docencia. Obs¨¦rvese que se ha designado con un concepto negativo, 'masificaci¨®n de la universidad', a uno de los mayores logros del Estado de bienestar, la universalizaci¨®n de la ense?anza. Sin duda alguna el cambio en las relaciones de cantidad -los estudiantes eran unos cuantos cientos, para contarse hoy por cientos de miles- ha tenido consecuencias en la calidad. Con raz¨®n se vincula la crisis de la universidad a su masificaci¨®n, pero hay que advertir que no hab¨ªa alternativa a este proceso de democratizaci¨®n y de apertura. La salvaci¨®n no hubiera estado, como todav¨ªa piensan algunos, en haber cerrado las compuertas a la avalancha; no hubiera sido posible, pero seguro que tampoco deseable.
La universidad de masas, adem¨¢s de las tareas heredadas del pasado en lo que concierne a la educaci¨®n superior, cumple nuevas funciones sociales, ligadas tanto a la movilidad social -la universidad se presenta como el instrumento m¨¢s importante de ascenso social, aunque no es seguro que lo sea- como a la succi¨®n de una parte del paro juvenil: los estudiantes se amontonan en la universidad a falta de mejor alternativa. La mayor parte de los problemas a los que tiene que enfrentarse la universidad provienen de la confluencia de las viejas tareas pedag¨®gicas con estas nuevas funciones sociales, no siempre compatibles entre s¨ª.
Si la selecci¨®n del profesorado se ha convertido en el gran esc¨¢ndalo, con una endogamia que muestra a las claras su disfuncionalidad -en el fondo no cabe m¨¢s que la cooptaci¨®n, y ¨¦sta reproduce la grandeza o miseria de la situaci¨®n de que se parta- la del estudiantado choca con escollos que parecen tambi¨¦n infranqueables. Restringir el ingreso a la universidad a los que den prueba de una mayor inteligencia y aplicaci¨®n, sea cual fuere su origen social, no parece realizable mientras el electorado tenga algo que decir. Precisamente en no poder salvar los obst¨¢culos que se presentan en la selecci¨®n, tanto del profesorado como del alumnado, radica la apor¨ªa que ha tra¨ªdo consigo una decadencia hasta ahora imparable de la instituci¨®n.
En consecuencia, mejorar la universidad no es tanto una cuesti¨®n de modelo, ni de legislaci¨®n, ni de planes de estudio, sino principalmente de los modos y formas c¨®mo se seleccionen profesores y alumnos. He aqu¨ª la cuesti¨®n clave; todo lo dem¨¢s es accesorio. La universidad es sustancialmente una instituci¨®n selectiva, si se quiere emplear un galicismo horrible, digamos que elitista, aristocr¨¢tica, si utilizamos la palabra en su sentido etimol¨®gico. Pues s¨ª, qu¨¦ le vamos a hacer, la universidad es selectiva, elitista, aristocr¨¢tica. S¨®lo funciona si profesores y alumnos, adem¨¢s de ser capaces -un cierto nivel de competencia es imprescindible en los dos grupos- est¨¢n motivados para crear una comunicaci¨®n de mutuo apoyo en el estudio de la naturaleza y de la sociedad.
La historia nos ense?a que las universidades son comunidades vivas de profesores y estudiantes, siempre que se rijan con autonom¨ªa. La autonom¨ªa de la universidad, como la autonom¨ªa de la persona, son caracteres irrenunciables. Si se considera que una instituci¨®n de ense?anza superior no tiene la madurez suficiente para ser de verdad aut¨®noma, supr¨ªmase; pero no se mantenga estos h¨ªbridos de universidades que se llaman aut¨®nomas, pero que el poder estatal, me da igual que sea el central o el auton¨®mico, controlan hasta en los menores detalles. El escollo consiste en que la comunidad universitaria con muy buenas razones est¨¢ convencida de que, si desaparecieran estos controles, la situaci¨®n empeorar¨ªa. Es el c¨ªrculo infernal que caracteriza a nuestra universidad: no puede desarrollarse m¨¢s que siendo aut¨®noma, y la nuestra es de tal ¨ªndole que una verdadera autonom¨ªa podr¨ªa resultar letal. Si la universidad elige, como pasa ahora, a los ¨®rganos de gobierno, se consolidan estructuras de poder que impiden cualquier transformaci¨®n que ponga en cuesti¨®n los intereses creados. Si la universidad es dirigida desde el exterior, por ejemplo por unos consejos sociales con mayores competencias, como los tiene que nombrar el poder pol¨ªtico, es de temer que colocara a gentes de partido, como gratificaci¨®n por servicios prestados. Quedar¨ªan al frente de las universidades personas que poco entienden del asunto y que apoyar¨ªan adem¨¢s a los de su mismo color partidario. El remedio podr¨ªa ser peor que la enfermedad. Ignoro c¨®mo se puede escapar a este dilema.
Respecto al problema principal, la selecci¨®n de profesores y alumnos, lo primero que hay que decir es que ha de resolverse de manera distinta para cada universidad, y dentro de ella, para cada facultad, como corresponde a la enorme heterogeneidad de la ense?anza, que exige muy distintos conocimientos y formas did¨¢cticas y, por tanto, sistemas de selecci¨®n diferentes de profesores y alumnos, seg¨²n las disciplinas. Ser¨ªa absurdo establecer las mismas formas de selecci¨®n y de ense?anza para las ciencias experimentales, las ciencias sociales o para los estudios de filosof¨ªa y las humanidades, para aquellas facultades que preparan a profesionales con alta demanda social, y aquellas otras que forman a especialistas en ciencias te¨®ricamente importantes, pero para las que no existe una demanda social. Lo conveniente ser¨ªa lo contrario de lo que ocurre: al estudiante de historia antigua o de arqueolog¨ªa habr¨ªa que exigirle mucho m¨¢s que al de empresariales o de derecho, con salidas profesionales claras. No es el n¨²mero de los primeros, lo que importa, sino su alt¨ªsima calidad; en cambio, la sociedad reclama un buen n¨²mero de profesionales que no tienen todos que aspirar al premio Nobel.
Cada universidad tiene que eligir en uso de su autonom¨ªa al profesorado que le convenga, y ha de ofrecerle la condiciones de trabajo y de sueldo que pueda permitirse dentro de sus presupuestos, acatando unas normas generales de calidad m¨ªnima, que podr¨ªan probarse con la habilitaci¨®n del candidato, o con la ocupaci¨®n de un puesto similar en otra universidad. El que nadie pueda aspirar a un puesto superior en la misma universidad en la que ya trabaja debe ser condici¨®n indispensable que habr¨ªa que fijar en la legislaci¨®n lo antes posible, as¨ª como el n¨²mero m¨ªnimo de candidatos a un concurso para poder cubrir la plaza. Que en Espa?a se reparten antes del examen queda probado por el hecho de que lo m¨¢s frecuente es que concurra un candidato para cada puesto, excepcionalmente dos, y en un alt¨ªsimo porcentaje lo gane siempre el de casa.
Cada universidad dicta tambi¨¦n las normas de admisi¨®n del alumnado para cada facultad, que sin dudas ser¨¢ m¨¢s o menos duras, seg¨²n sea la demanda. Como condici¨®n m¨ªnima, habr¨¢ que mantener el bachillerato. El Estado garantiza para todo aquel que haya conseguido plaza en una universidad y los ingresos familiares no sobrepasen una determinada cantidad, una beca que incluya no s¨®lo la matr¨ªcula, sino vivir con decoro, dedicado por entero al estudio. En los pa¨ªses de nuestro entorno estas becas suelen considerarse un pr¨¦stamo que el beneficiario tendr¨¢ que devolver una vez que sus ingresos alcancen una cifra a determinar. En vez de subvencionar a la universidad directamente -cada estudiante cuesta al Estado entre 700.000 y un mill¨®n y medio de pesetas al a?o- debe hacerlo tan s¨®lo al estudiante que lo necesite, dejando a cada cual que elija libremente universidad, pagando los costos. No est¨¢ justificado que los alumnos provinientes de familias adineradas se beneficien de unas matr¨ªculas, meramente simb¨®licas.
En una universidad aut¨®noma, las normas generales de selecci¨®n del profesorado y del estudiantado han de aplicarse con criterios propios. Ello quiere decir que de la autonom¨ªa de la universidad se deriva la diversidad. No son compatibles autonom¨ªa y uniformidad. Donde hay autonom¨ªa, reinan variedad y diferencia. En consecuencia, no cabe dictar una ley que tenga la virtud de mejorar en bloque todas las universidades, sino que lo ¨²nico que ha de garantizar la legislaci¨®n, dentro de un marco general, es la libertad para que cada una busque la manera de superarse, superando a las dem¨¢s. Con los recursos econ¨®micos de que disponga -una parte importante, se los gana ella misma, con las tasas acad¨¦micas y algunas otras actividades rentables- cada universidad ha de desarrollar un modelo propio, con ofertas diferentes.
Si se introdujera el aire fresco que trae el competir -en el interior de las universidades y entre ellas- seguro que prevalecer¨ªa la tendencia contraria a la actual y, en vez de que el Estado fundase una sedicente universidad en cada capital de provincia, nos esforzar¨ªamos en concentrar servicios y centros docentes. De los muchos errores cometidos en estos ¨²ltimos a?os, tal vez el de m¨¢s calado por sus consecuencias negativas a largo plazo haya sido el de multiplicar las universidades, desparramando unos recursos que habr¨ªa que haber empleado en mejorar las existentes. El criterio que hay que aplicar a la universidad es uno de calidad, no de cantidad.
Gran Breta?a est¨¢ reduciendo el n¨²mero de universidades; en cambio, la ciudad de Lima cuenta con m¨¢s de 20 instituciones docentes que llaman universidades. La costos¨ªsima infraestructura que necesita una universidad que merezca este nombre, desde bibliotecas hasta laboratorios, hace por completo irracional que se pretenda distribuirlas por doquier, como si fueran gasolineras, con el pretexto de satisfacer la falsa necesidad juvenil de estudiar sin moverse de casa. Acercar la universidad a las viviendas de los chicos, para que puedan permanecer en los domicilios de los padres, conlleva de paso eliminar una de las experiencias pedag¨®gicas de mayor alcance: obligar al alumno a vivir como adulto fuera del recinto familiar.
Autonom¨ªa, diversidad y competividad son los tres principios de cuya confluencia cabe esperar alguna mejora en la universidad. Principios, claro est¨¢, que no se convierten en realidad por la simple voluntad expresa del legislador, aunque, evidentemente, de ning¨²n modo pueden arraigar, si la legislaci¨®n no los impulsara. En efecto, mejorar la calidad de profesores y de alumnos -y de esto se trata en ¨²ltima instancia- es una labor ardua y sobre todo lenta, dura generaciones. Lo que importa ahora es establecer lo antes posible las condiciones m¨ªnimas para que este proceso pueda ponerse en marcha.
Ignacio Sotelo es catedr¨¢tico excedente de Sociolog¨ªa.
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